Primer día de vacaciones: de repente, el vacío, un cúmulo de horas que no sé cómo llenar, y la soledad que poco a poco va convirtiéndose en mi segunda piel. La abuela y yo parecemos las piezas sueltas de una matrioska, la casa es demasiado grande para nosotras. Cada una finge estar ocupada con sus asuntos. Somos como dos abejas minúsculas, ajetreadas y laboriosas, que se han quedado solas en el panal sin nadie que pueda ayudarlas.
En ciertos momentos, la angustia me resulta insoportable y pienso a menudo en la eventualidad más terrible: si a mi abuela le sucede algo, me quedaré sola. Tiene sesenta y cuatro años, no es paranoia mía. Intento no pensarlo, pero la idea me aterra, no estoy preparada para quedarme sola en el mundo. Es cierto que puedo contar con Angela y Claudia, y que ellas me quieren mucho, pero no es lo mismo.
Exceptuando a mi abuelo, que murió muy pronto, siempre vivimos sin hombres. Las tres solas: mi madre, mi abuela y yo, en un continuo enfrentamiento de generaciones y humores: el rigor de mi abuela, la exuberancia de mi madre y mis sombríos silencios.
Sé que mi abuelo dejó un buen patrimonio, de modo que nunca nos ha faltado el dinero. Mi madre y yo podíamos permitirnos muchas cosas, e incluso cuando mi madre perdió el trabajo sabíamos que, pese a que las circunstancias no fueran agradables, jamás sería una tragedia.
Tres mujeres en su cubil, pan y leche caliente a diario.
Cuando Angela y Claudia nos visitaban, la casa recordaba a esa vieja película, Esperemos que sea niña. Se colmaba de voces, del ruido de tacones y de perfumes tan envolventes como un abrazo. En la mesa de la cocina aparecían los cigarrillos de Claudia y los dos móviles de Angela, mi madre llegaba descalza, arrebujada en el chal de mi abuela, que preparaba el café, y se entablaban unas conversaciones interminables que transformaban nuestro hogar en el lugar más hermoso del mundo. Desde mi habitación las oía reír, percibía su felicidad, su alegría en circulación, y me sentía serena.
Angela y Claudia eran las mejores amigas de mi madre desde la universidad. Angela procedía de una familia adinerada e iba por el mundo con la seguridad de que hasta las piedras debían agradecerle que las pisara al caminar. En cuanto acabó la universidad se casó y al cabo de dos años se divorció. Desde entonces ha tenido varios novios que, según mi madre, no le interesaban demasiado. Lo importante, dice siempre Angela, es no detenerse jamás.
Claudia proviene de una familia normal, pero es extraordinariamente guapa. Es una de esas mujeres ante las cuales los hombres se derriten. De melena larga y rubia, cuerpo delicado y ojos grises impresionantes. No había hombre que no perdiera la cabeza por ella y que puntualmente, por un extraño motivo, igual que había sido elegido era abandonado. Claudia pasaba de un novio a otro y de un trabajo a otro como si fueran objetos, sin que las cosas le afectasen de verdad. Fluctuaba, ligera y cándida como una nube. Un año antes de que muriese mi madre, se casó con un ingeniero, una especie de niño prodigio varios años menor que ella. No creo que tuviesen muchas cosas en común: él quería una mujer guapa para lucirla, y ella, en ese momento, sentía que podía considerar en serio la idea de convertirse en la esposa de alguien. Mi madre aseguraba que Claudia siempre había vivido con la certeza de que, tarde o temprano, un hombre le brindaría justo lo que deseaba, aunque ni siquiera ella sabía qué era. Cuando mi madre le preguntó por qué se casaba, Claudia se limitó a responder «¿Por qué no?», sonriendo a un futuro fácil, color de rosa, perfumado de riqueza y cosas caras. Cuando mi madre murió, su amiga era de nuevo soltera.
Me encantaba verlas juntas. Al mirarlas pensaba que su juventud, su independencia y su fortaleza durarían eternamente. Siempre imaginé que la vida les reservaba algo especial, único, y, en cambio, al final me vi obligada a admitir que no habían recibido nada extraordinario. Durante la enfermedad de mi madre, de repente me parecieron envejecidas y cansadas, tratando de dar un sentido a lo que estaba sucediendo y a eso que quizá jamás les ocurriría a ellas.