La otra noche soñé contigo

Estabas asomada a la terraza de una casa grande y mirabas abajo, hacia mí. El sol me cegaba y sólo lograba ver tu sonrisa. Estabas guapísima. El pelo te enmarcaba la cara como en la fotografía del instituto que un día me enseñaste. No podía dejar de mirarte. Seguías sonriendo, pero no conseguía verte los ojos. Luego, de repente, estábamos sentadas juntas en el suelo de la amplia terraza. El cielo azul resplandecía. Qué maravilla estar juntas de nuevo. Aunque sabía que se trataba de un sueño, todo me parecía auténtico. Cuando desperté, lo retuve por un instante y la felicidad se introdujo en mi corazón como un proyectil de plata, y me mató.

Si cierro los ojos y me esfuerzo por recordarte, no te veo como te vi en ese sueño. Era perfecto. Si pudiese soñar contigo cada vez que lo necesito, quizá no me resultaría tan doloroso.

Aparte del vídeo que grabó el abuelo el día de mi cumpleaños, sólo me quedan de ti las fotografías, y me doy cuenta de que pocos meses después de que te hayas ido, cuando intento recobrar tu rostro en mi memoria, recordar tu voz, algo empieza a desdibujarse, y eso me espanta. Querría recordarlo todo de ti, pero no logro recuperar los gestos de siempre, lo que me serviría para volver a sentir cómo eras, lo que constituía el aura de tu presencia: tus saludos en la puerta; tú, mientras te abrochabas la trenca y pensabas en las cosas que debías hacer y cogías las llaves del mueble del vestíbulo. Las cosas inútiles, los fotogramas desechados.