Hoy, a la hora de Greci, Gabriele le ha entregado sus dibujos. Son tipo cómic, además de algún que otro retrato. Al verlos nos hemos quedado boquiabiertos, y me alegro, porque de repente todos lo miran con admiración. Greci nos ha reunido alrededor de su mesa y nos habla de trazo incisivo e intensidad en el color. Gabriele mira únicamente al profe, desdeñando adrede a los demás. Los rostros de todos traslucen incredulidad y estupor, pero también un interés auténtico, y quienes solían tomarle el pelo ahora se olvidan de que siempre lo llamaron Cero. Cuanto más los contemplo, más ganas tengo de que se enteren de que estuve en su casa, de que fuimos juntos a la playa, que yo fui la única que comprendió que en el fondo era especial. Pero resulta demasiado fácil, como en una de esas películas en que el perdedor se convierte de repente en héroe. Ahora es un poco así, y los pringados somos los demás. El que tiene talento es él, y si tienes talento tarde o temprano encuentras tu camino, aunque provengas de las viviendas populares. Mi madre tenía razón: si no quieres perderte las mejores ocasiones, hay que considerar las cosas con perspectiva.
La segunda sorpresa del día se produce a la salida de clase, cuando Giovanni se me acerca para decirme que quiere hablar conmigo. Lo miro perpleja: tiene el aire grave del que está a punto de cumplir una misión seria, así que lo sigo de mala gana. Tengo más motivos para odiarlo que para escucharlo, pero ante todo quiero ser educada. Desde la noche de la fiesta no hemos vuelto a hablar y cada vez que nos cruzábamos en el pasillo él desviaba la mirada. Lo sigo hasta el porticado del instituto; cuando llegamos, se mete las manos en los bolsillos de los vaqueros y con aire contrito me pide perdón por lo del Mouse, me dice que había bebido mucho y que no se explica qué le ocurrió.
—Eso es todo —dice—, como ves nada del otro mundo. Es que no quiero que pienses que soy un cabrón. No suelo comportarme así, disculpa.
Asiento con la cabeza, un tanto cohibida y sin saber qué decir. En cierto sentido es mejor cuando se comporta como un gilipollas, al menos una sabe a qué atenerse. Por si acaso, zanjo el asunto y le digo que no se preocupe.
—A veces ocurre, uno bebe y después se pasa —afirmo.
Esbozo una sonrisa comprensiva, pese a que cuando es forzada me sale fatal, como ahora. Miro en derredor, por si Sonia o Gabriele andan cerca. Los celos de Sonia podrían desencadenar una nueva serie de interrogatorios; en cuanto a Gabriele, simplemente no me apetece que nos vea juntos.
Acepto las disculpas de Giovanni, aunque no las tenga todas conmigo.
—Sé que no me crees —dice leyéndome el pensamiento—, pero no me importa. Quería decírtelo, ya está.
Me acaricia una mejilla y se marcha sin añadir nada. Me quedo inmóvil unos segundos hasta que me recobro y consigo ordenar mis pensamientos. Ese gesto, esa caricia, ha sido tan fugaz y leve que luego, al recordarlo, me pregunto si es verdad o si lo he soñado. Es increíble: Gabriele se ha convertido poco menos que en el genio de la clase, y Giovanni pasa de ser un cabrón a un arrepentido. ¿Qué ocurre? ¿El mundo ha recuperado el orden o soy yo la que está patas arriba?
Mientras voy hacia la vespa, Ilaria casi se abalanza sobre mí y, atención, con voz meliflua y ojitos de un ratoncito de Disney, me invita a su fiesta de cumpleaños. «Demasiado para un solo día», pienso. Rechazo educadamente la invitación, porque mi abono al club de las hienas caducó hace tiempo, y me dirijo a casa, donde me topo con un árbol de Navidad enorme que ocupa casi todo el vestíbulo y con mi abuela afanada con lazos, estrellas de colores y figuritas del belén. Me parece tan frágil, tan desgreñada y descuidada, que el corazón se me encoge. El último árbol de Navidad lo decoró con su hija. Ella giraba alrededor de él colocando los adornos mientras mi madre, sentada en una silla, le pasaba una bola, luego una cinta. Así las encontré cuando regresé a casa hace más o menos un año.
—¿Te ayudo?
—La abuela lo hará sola —responde con dulzura acariciándome una mejilla.
Otra caricia, la segunda de este día afortunado. No puedo por menos que recordar la primera, la de Giovanni. Parecía sincero cuando me pidió perdón, debería apreciar su gesto.
Dejo a mi abuela entretenida con el árbol. Camino de mi habitación, echo una ojeada al contenido de la caja: alguien debió de tirar dentro los lazos y los adornos sin orden ni concierto, parecen una madeja de brillos y colores. Recuerdo que, poco después de Navidad, las condiciones de mi madre empeoraron y que el árbol desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Eso me lleva a evocar la ansiedad de aquellos días esperando el desenlace. Por un instante siento la tentación de decirle a la abuela que se olvide de todo, del árbol, de los recuerdos, de la Navidad, pero luego me digo que no, que lo mejor es ayudarla a soportar esta carga tan pesada.
Así pues, me quito el chaquetón y la bufanda, me arrodillo delante de la caja y empiezo a desenredar en silencio la madeja de cintas de colores. Ella me mira y sonríe sin decir nada, igual que el día que salimos del cementerio sumidas en un dolor que nos robaba las palabras.
Después de comer caigo en la cuenta de que tengo por delante varios días vacíos. A primera hora de la tarde cojo la motocicleta y voy a dar una vuelta. Siento la necesidad de aire y luz: hace un día precioso. Me abandono a la melancolía como a una fuente de vida eterna y pienso que nunca volveré a ser feliz.