Unos días antes de las vacaciones, el ambiente festivo resulta insoportable. La clase entera rezuma alegría por todos los poros, pero yo parezco el protagonista de la película Sin familia. En mi pupitre fermenta un silencio obstinado y lúgubre, tan silencioso que casi puede oírse, que a veces lleva a mis compañeros a volverse para comprobar si todavía sigo allí.
A la tercera hora, toca Greci: tendré que explicarle que su pupilo ha decidido dedicarse al ladrillo. Se pasará el resto de su vida haciendo capiteles de cemento armado. Que se divierta. Hoy soy cínica, pero así se soportan mejor las decepciones. Para eso sirve el cinismo, ¿no?
Cuando suena el timbre suspiro aliviada, sólo ha pasado una hora, pero daría cualquier cosa porque fuese la última. Hoy no aguanto. Mientras esperamos sentados a que llegue la profe de Italiano, en la puerta aparece Gabriele. La mandíbula se me descuelga como si la fuerza de la gravedad hubiese aumentado de repente, y me quedo con la boca tan abierta que, llegado el caso, sin duda me seleccionarían para interpretar una papelera. Nada más llegar a la base, deja caer la mochila y arrastra la silla con estrépito, antes de desplomarse en ella como un saco de patatas. Cuando hasta el cuaderno multiusos está ya bien a la vista sobre el pupitre y antes de reflexionar sobre lo que me conviene decir, le suelto sin más:
—Eh, albañil, menuda sorpresa. ¿Se han acabado las paletas?
Me lanza una mirada glacial y no responde, lo que no es ninguna novedad, sólo que hoy parece realmente enfadado. Abre su cuaderno para todo y empieza a garabatear. Bienvenido, Caravaggio: ¿lo has hecho por mí? Esa idea me produce euforia, la de que esté aquí por mí, porque yo se lo pedí. No escucho nada de lo que dice la profesora, pues no dejo de espiar a Gabriele. Lanzo una ojeada al cuaderno y veo que está dibujando una especie de superhéroe musculoso con cara de pringado. Está ensimismado y no se da cuenta de que lo observo. Al alzar la vista, me percato de que Ilaria está mirándome. Se vuelve de inmediato y se inclina hacia Sonia para susurrarle al oído. Sonia se vuelve apenas y se encoge de hombros, pero hoy su estúpido parloteo me trae sin cuidado.
Cuando suena el timbre estoy un poco arrepentida de mi comportamiento arisco, así que trato de remediarlo a mi manera, o sea, con una mentira.
—La otra noche se me hizo tarde en la piscina, por eso… —«no fui», iba a decir, pero él me interrumpe bruscamente:
—Yo también estuve ocupado. Si hubieses ido no me habrías encontrado en casa.
Y se pone de nuevo a dibujar, cerrándome la boca y haciéndome sentir como una idiota. Me levanto y voy al cuarto de baño, la alegría por verlo se ha esfumado.
Greci entra a la tercera hora y al verlo no oculta su satisfacción.
—Bienvenido, Righi, es un placer tenerlo de nuevo entre nosotros —dice en tono jovial.
—El placer es mío —contesta Gabriele sin alzar la mirada del pupitre.
Se oye alguna que otra risita, pero el profe no presta atención y empieza la clase.
El tema son las vanguardias del siglo XX. Gabriele atiende de vez en cuando, noto que está atento. Yo, en cambio, no logro concentrarme, estoy pensando en su respuesta: ¿se habrá enfadado conmigo porque no volví a su casa? Pero no le prometí nada y, además, si le importara de verdad no me habría dicho que hiciese lo que quisiera.
Cuando terminan las clases, lo sigo en silencio. Apenas salimos, me adelanto y, sin importarme que alguien nos vea, le pregunto si le apetece ir a la playa por la tarde.
—¿Estás segura? —me pregunta cortante.
—¿De qué? —contesto como una tonta sin comprender nada.
—De que quieres estar conmigo —me explica tan gélido como un bajo Cero en invierno.
—Si te lo he pedido… —respondo con un hilo de voz mientras me abandona la escasa seguridad que conservaba.
—No sé si hoy podré —dice secamente, y añade—: Pregúntale a tu amiga, quizá ella esté libre.
Su tono arrogante me crispa los nervios, así que le devuelvo una pelota envenenada:
—Por supuesto; y lamento habértelo dicho a ti antes.
—No debería ser un problema para ti, dada la frecuencia con que cambias de opinión —replica con aire de tirador experto.
Lo miro decepcionada, pero en lugar de contestarle lo planto allí mismo, dejándolo a solas con su orgullo y su cabreo. «Vete a hacer puñetas, Caravaggio», pienso mientras voy hacia la vespa. Me vuelvo y lo veo trajinar con el sillín de la suya. Si hoy ha venido al instituto por mí, podía haberse ahorrado el viaje, pues lo ha echado todo a perder. ¿Qué necesidad tenía de comportarse así? Es demasiado duro, siempre.
Miro alrededor y descubro a Sonia con el grupito de capullas. Estaban mirándonos y ahora que las he visto fingen conversar entre ellas. Sonia se vuelve hacia mí y, esbozando una sonrisa falsa, alza una mano en ademán de saludo. «Cretina —pienso—, espero que Giovanni no te haga ni caso».