Mi abuela tenía un primo pintor que, aunque jamás hizo nada importante, gozaba de gran reputación en su pueblo. Franco, que así se llamaba, era el Pintor. Daba igual que ninguna galería aceptase exponer sus cuadros o que nadie quisiese comprarlos: todos lo consideraban el artista del pueblo. Había heredado una fortuna de su padre, el cual sí que había sabido vender sus tierras, vaya que sí, y vivía en la mansión familiar, que desentonaba bastante al estar rodeada de casas mucho más modestas. También Franco desentonaba lo suyo, con aquel aire relajado, la sonrisa siempre en los labios y la ropa manchada de colores y aguarrás, y no de barro y grasa. Mi madre y yo lo visitábamos al menos una vez al mes. Íbamos con el viejo Renault 4 que parecía hecho adrede para seguir el ritmo redondeado de las colinas, que nos sorprendían invariablemente cuando la vista se abría de improviso a los campos de girasoles y al mar en verano, o a la tierra arada y desnuda en invierno.
El vestíbulo de la casa era enorme y tenía una amplia escalinata central que llevaba al piso de arriba. Por el angosto pasillo que se hallaba justo debajo de la escalinata se accedía al estudio, una galería llena de caballetes, botes de pintura, pinceles, tubos, papel de periódico por todas partes y alguna que otra silla de madera. Para mí era un lugar mágico. Mi madre se acomodaba al lado de Franco mientras éste pintaba, me sentaba en sus rodillas y me decía: «Ahora le pediremos a Franco que nos haga un bonito dibujo». Él cogía una hoja grande y blanca, la colocaba en el caballete y me hacía un retrato, o me preguntaba qué animal u objeto me gustaba más y luego lo dibujaba. Ya entonces no comprendía, como me pasa ahora cuando miro a Gabriele dibujando, cómo aquellas manos podían reproducir el mundo. Aunque también mi madre pensaba que en el fondo Franco carecía de verdadero talento, siempre encontraba un sitio para sus cuadros, y yo todavía conservo sus dibujos.
La casa de Franco realmente imponía, y si el vestíbulo era impresionante y el estudio sugestivo, lo que me gustaba sobre todo, más aún que la casa, era el amplio jardín trasero y la fuente donde pululaban unos grandes peces rojos. En el centro se erigía la estatua de una joven con una guirnalda de flores en la cabeza, cubierta a duras penas por un paño alrededor de su delgado cuerpo. Junto con la pajarera en forma de castillo que sobresalía a cierta distancia en el jardín, y que estaba vacía, la estatua hacía que me sintiera como en un cuento.
Franco murió hace muchos años y la mansión fue vendida y luego demolida, y en su lugar se construyó la enésima hilera de adosados. Recuerdo que meses antes de que le diagnosticaran el cáncer a mi madre, las dos fuimos a dar un paseo por el pueblo de Franco. Al pasar por los adosados, que se erigían donde antes estuvo la casa, ambas sentimos que Franco y su mansión jamás habían existido, que eran como un sueño olvidado del que de vez en cuando reaparecían fragmentos. Me traspasó una punzada de nostalgia y, por primera vez, tuve la clara sensación de hallarme en un tiempo inexorable del que no era posible escapar. Recuerdo que mi madre sólo dijo «Pobres de nosotros», y no porque los adosados fuesen decididamente horrendos, sino porque el tiempo había borrado a Franco, al igual que habría hecho él con un dibujo no logrado.
A menudo nos recuerdo a mi madre y a mí en el jardín contemplando la fuente y el delicado cuerpo de la estatua. La terrible magia cuya existencia ignoraba entonces estaba ya allí: en la pajarera vacía donde retumbaba el silencio, en la joven inmóvil en el centro de la fuente, fría, erosionada por el tiempo. Todo presagiaba que un mago mucho más poderoso que los de los cuentos se había puesto ya manos a la obra, escondido en un rincón sombrío del jardín. Sin dejar escapar nada, su intención era recuperarlo todo poco a poco, el tiempo concedido y los objetos olvidados.