El segundo lugar donde nos detenemos esta interminable jornada es un salón de té en un callejón del centro. No hace falta decir que el único tema de conversación es Giovanni. Según me cuenta Sonia desgranando una ristra de detalles, aburridos a más no poder, ahora va detrás de una de tercero de secundaria, una tal Tania, superinteligente y muy mona, en resumen, un paquete completo. Por un rato finjo escuchar la retahíla de tópicos, pero al final tiro la toalla, porque no puedo más. En un par de ocasiones intento cambiar de tema, y en otras resoplo en vano. Pienso en Gabriele, me pregunto si habrá decidido volver y, si ha sido así, en qué habrá pensado al no verme. Mientras Sonia continúa hablando, imagino una escena, propia de una película dramática, en la que él entra en el aula y, al no verme, piensa que lo nuestro ha acabado para siempre y se siente fatal. La idea es tan absurda que estoy a punto de echarme a reír. Es evidente que he visto demasiadas pelis.
Por fin es mediodía y decido que puedo volver a casa. Mientras subimos la avenida a pie, veo a Gabriele, que viene en nuestra dirección acompañado de un chico. «Ahí está el hijo pródigo», pienso con acritud, pero lo cierto es que, sin saber por qué, me siento inquieta y lo primero que se me ocurre es fingir que no lo he visto, aunque es demasiado tarde. A varios metros de distancia, Gabriele nos dirige una mirada distraída y se limita a saludar con una leve inclinación de la cabeza. Sonia no responde, yo susurro un «Hola» y aprieto el paso. Hemos restablecido el orden y todas las piezas vuelven a encajar: los buenos con los buenos y los malos en su casa. «Qué alivio —pienso—, por fin todo ha acabado».
Vuelvo a casa con la moral por los suelos. Apenas como y luego voy a refugiarme en la piscina. Nado sin pausa casi dos horas, sólo me paro un par de veces para tocar fondo y deslizarme por la línea azul oscuro de azulejos que delimita las calles. La sigo imaginando infinita, hasta que la falta de aire me obliga a emerger.
Salgo del agua agotada, casi no logro caminar. Pruebo a abrir un libro y se me cierran los ojos por el cansancio. Paso el resto de la tarde atiborrándome de porquerías y viendo tráilers en YouTube. Lo único que debo hacer es aguantar hasta las ocho y, después de la llamada de Ischia, acostarme. A las ocho y dos minutos mi abuela me pregunta cómo estoy. Parece relajada, dulce, las vacaciones están sentándole de maravilla. No deja de repetir que después de los exámenes volveremos a estar juntas, las dos.
Me alegro de que se encuentre mejor. Me gustaría decirle algo cariñoso, que la quiero mucho o la echo de menos, pero no puedo. Sólo quiero dormir. A las nueve y media ya estoy en la cama, a oscuras, con la mente en blanco.