—Gabriele Righi —dice la profe de Matemáticas.
«Está enfermo», respondo. Todos se vuelven hacia mí. Las chicas intercambian miradas de estupefacción y arquean las cejas, los chicos me observan sin comprender una sola palabra.
Debería haber sido así; en cambio, cuando la profe pronuncia su nombre me quedo callada. Sigo dibujando florecillas en la agenda sin abrir la boca. Ahora ya no tengo que estar atenta a no sobrepasar con el codo mi lado del pupitre. Soy su dueña absoluta. La soledad tiene sus ventajas, he de considerarlo de esta forma, ver la botella medio llena. Anoche me telefoneó mi abuela y me alegré porque parecía contenta. Me dijo que Ischia es preciosa y añadió que el verano que viene me llevará allí. Cuando dice esas cosas me entristece, porque sé que lo hace para animarnos y que, en nuestro estado, ninguna de las dos iremos a ninguna parte.
—¿Alguien sabe algo de Righi? —pregunta la profe.
Ni siquiera alzo la cabeza por temor a encontrarme con la mirada de alguna capulla con ganas de broma. Aunque la tentación es grande. Debería decirle que Gabriele Righi no volverá, que por mucho que lo busquemos ha decidido que quiere ser albañil y que no le interesa dibujar para una panda de cabrones sentado a un pupitre. Pero no lo digo, hago como él, trato de ser autosuficiente, procuro que no me involucren. No le debo nada, no salimos juntos, no somos amigos. Cero. Es más, ya hice bastante yendo ayer a su casa. Es cierto que le pedí que volviese, que le dije cosas bien claras, pero en ciertos momentos una suelta un montón de cosas, como cuando estás borracha y resultas patética. Ayer me sentía sola y pensé que él podía ser mi remedio. Eso es todo. Me vuelvo hacia la ventana y permanezco unos instantes con la mirada perdida, reflexionando: ¿qué trabajo exige la máxima capacidad de contar mentiras y creérselas por completo? Debería descubrirlo, tendría el futuro asegurado.
Al final de la clase, por suerte la última, evito también a Sonia, que está ansiosa por contarme que ayer me llamó, y vuelvo directa a casa. Me pongo a estudiar y ni siquiera como, pero, por mucho que me esfuerzo en concentrarme en Immanuel Kant, no dejo de pensar en lo que sucedió ayer. Me repito que no necesito nada, que también puedo estar sola. Mentiras, auténticas mentiras, lo sé. Por absurdo que parezca, pienso que si ayer, en lugar de haber dormido, hubiésemos hecho el amor, habría sido mejor. El sexo habría ocultado un sinfín de cosas. En cambio, así es imposible mentir. Lo que me inquieta es la ternura que siento de repente. No dejo de repetirme que no le debo nada, que no necesito algo así.
Estudio una hora más y después me voy a la piscina. Apenas me zambullo en el agua, interrumpo el contacto con el mundo. Sólo agua y azul, y cuerpos sin rostro. Como en la fotografía que uso como salvapantallas en el ordenador, que alguien sacó bajo el agua, y en la que únicamente se ven cuerpos en movimiento y se percibe el silencio, azul como el agua.
Estoy a salvo.
En cuanto vuelvo a casa, llamo a mi abuela. Hoy su voz suena diferente, más relajada y serena. Dejo que me cuente lo que ha hecho durante el día, y a continuación le digo que no se preocupe por mí, que estoy bien, a pesar de que sé que haberme dejado sola la hace sentirse culpable. Nada más colgar me llama Claudia, muy contenta porque su madre le ha dicho que mi abuela está mejor, que se ha desahogado y que la otra noche lloró.
—¿Y tú? ¿Cómo estás? —me pregunta de repente.
Sus palabras me dejan suspendida, con el teléfono apoyado en la oreja y la mirada fija al frente, como si la respuesta estuviese escrita en la pared; no sé qué contestarle porque ya no sé cómo me siento. Al final le digo que estoy mejor, que mis amigos no me dejan ni a sol ni a sombra, le suelto una retahíla de mentiras, vaya. Últimamente es mi deporte preferido. Cuando acabamos de hablar, recorro la casa y apago todas las luces. Luego voy al dormitorio de mi madre y me siento en su cama con los ojos cerrados, intentando imaginar que todavía sigue allí. Me concentro y recuerdo su voz, la última vez que me tocó, que me besó, y me pregunto si la memoria será capaz de llegar hasta el fondo sin olvidar nada. Porque sólo estás ahí. Sólo en la memoria te encuentro.
No sé cuánto tiempo permanezco sentada con la casa sumida en su oscuridad y yo en la mía. Luego me levanto, voy a la cocina y enciendo la luz. Cojo el bolso y echo una ojeada al móvil, que está sobre el aparador. Tengo un mensaje de Sonia. Quiere que mañana hagamos novillos juntas. Acepto, por un instante ese leve contacto con el mundo real hace que me sienta mejor. «Mañana abandonaré Cerolandia», me digo, y la mera idea de romper todo lazo con la tierra de mi exilio y regresar a la patria me entristece.
Así que, después de todo, algo ha cambiado. Yo también he echado raíces en la nada.