12 de diciembre

Se aproxima lo que siempre he temido: la Navidad. Faltan menos de dos semanas y me gustaría huir, aunque en realidad el motivo de mi preocupación es otro. Mi abuela no está bien. El médico diagnosticó una leve depresión y dijo que debía distraerse. Llamé a Claudia, que vino enseguida. Quizá debí avisar también a Angela, pero Claudia es más adecuada para estos casos: cuando te mira y te asegura que todo irá bien, la crees, y además, casi siempre tiene razón. Sólo se equivocó con mi madre. Claudia me dijo que su madre está a punto de viajar a Ischia, a los balnearios, y propuso que también fuera mi abuela. «Así se distraerá». Quizá, pero la abuela nunca se marcharía sin mí. No obstante, cuando Claudia se lo preguntó, aceptó a la primera. Debía de estar realmente cansada, porque no es propio de ella irse de vacaciones con una desconocida, sobre todo en vísperas de Navidad. Pero un sí es un sí, de manera que Claudia y yo la ayudamos con las maletas y se ha marchado esta mañana. Antes de subir al coche me besó y me miró con los ojos tan brillantes que daban miedo, y por un instante temimos que hubiese cambiado de parecer.

Ahora estoy completamente sola en casa. Rosa le prometió a la abuela que pasará todos los días, y la situación no me disgusta.

En el instituto sólo se habla de los exámenes, mientras yo empiezo a pensar en lo que haré después, en qué quiero convertirme. Mi madre insistía en que debía ir a la universidad, aseguraba que era importante, pero sin ella a mi lado me resulta muy difícil pensar en el futuro. No sé con quién hablar de ello, qué quiero hacer. Hablamos del tema, por supuesto, pero nos parecía que teníamos todo el tiempo del mundo. Varios meses antes de morir, cuando me lo preguntó de nuevo, le contesté que me gustaría estudiar Matemáticas. Sonrió y me dijo: «Muy bien, ya verás como te encanta. Siempre se te han dado muy bien». Parecía contenta, aunque también triste, porque sabía que no me vería acabar el bachillerato, no digamos la facultad. He echado ya un vistazo a los programas en la web de la universidad. Creo que me matricularé en Matemáticas, para cumplir con mi palabra.

Mi querido genio, en cambio, pasa de mí aún más que antes. En el último mes habrá venido al instituto unos diez días, y se ha negado a contestar cuando lo han examinado en clase. Ayer no se presentó, y tampoco hoy. Cuando en la tercera hora Greci pasó lista y se dio cuenta de que no estaba, nos preguntó si sabíamos algo de él. Sonia me miró un instante y luego la oí reírse con Ilaria. Qué imbéciles. Ahora son como las ardillas Chip y Chop, uña y carne, pero no durará mucho. Hace tiempo, Ilaria también fue amiga mía, pero su idea de la amistad es muy flexible. Es de las que eligen a las amigas igual que la ropa, según el momento y las circunstancias. No obstante, es la más guapa del instituto y todos le van detrás. Si necesitas ver a un determinado chico, lo encontrarás al lado de Ilaria infaliblemente; y ahora Sonia se ha pegado a ella para ver si logra hablar de nuevo con Giovanni.

La pregunta de Greci se queda en el aire y, dado que estos días estoy siempre sola y no tengo nada que hacer, decido que por la tarde jugaré a los detectives e iré a buscarlo. La excusa ya la tengo: ¿acaso no es mi adorado compañero de pupitre? Quién sabe, tal vez se encuentre mal, o puede que haya decidido echarlo todo por la borda justo antes de acabar el bachillerato. La primera hipótesis me parece más probable. Si hubiese decidido abandonar, lo habría hecho mucho antes y, quién sabe, quizá el diploma le importe más de lo que creemos todos.

Cuando termina la hora de Greci, lo sigo por el pasillo y le comento que quiero ir a ver a Gabriele esta misma tarde. Me mira perplejo, como si mi iniciativa le pareciese peligrosa, pero después se limita a preguntarme si sé dónde vive. Estoy a punto de decirle que sí, pero niego con la cabeza, fingiendo, esperando a que me lo diga él. La escena me turba. Al final, el profe me acompaña a secretaría sin hacerme más preguntas. Puede que sea un perdedor, pero no es idiota. Obedeciendo a su petición, la secretaria abre un fichero metálico, extrae una carpeta y escribe la dirección en un folio. Greci me lo tiende —a mí jamás me la habrían dado— y me pide que lo informe, que le diga si está enfermo o si tiene problemas, y luego me mira para asegurarse de que he comprendido a qué tipo de problemas se refiere. La verdad es que no lo he entendido, pero en mi caso poco importa lo que descubra, porque no creo que me sorprenda demasiado. Nerviosa por la investigación que estoy a punto de emprender, no me dirijo de inmediato a casa de Petrit, sino a la de sus padres.

No tardo en dar con la casa donde vive la familia de Gabriele, pese a que son muchas e idénticas. Me tranquilizo al descubrir que el barrio es menos sórdido de lo que había imaginado. Llamo al timbre y nadie responde, de manera que aprovecho que una señora está saliendo del portal para colarme. Subo por la escalera. En el tercer piso, leo su apellido en la placa junto a una de las puertas del rellano. Titubeo unos segundos antes de llamar. Dos timbrazos largos y firmes. Me abre un hombre de pelo oscuro, expresión irascible y cara surcada de arrugas profundas. Antes de que pueda presentarme, una voz de mujer pregunta desde dentro quién ha llamado. La reconozco de inmediato: es su madre.

—Estoy buscando a Gabriele —digo inquieta al ver que el hombre me escruta de pies a cabeza—, soy una compañera de clase.

El hombre, mejor dicho, su padre, me responde sarcástico:

—¿Y desde cuándo Gabriele tiene compañeros de clase?

Mientras, la madre se ha acercado y lo aparta de un empujón.

—¿Buscas a Gabriele? ¿Eres una de sus compañeras? —pregunta ansiosa.

Viste una falda de lana a cuadros y un raído suéter marrón. Lleva el pelo recogido en un moño y tiene ojeras profundas. Su mirada es idéntica a la del día que la vimos en el colegio, triste y preocupada. Le explico que los profesores me han pedido que le lleve los deberes.

—¿Eres su novia? —me suelta risueña, a la vez que mira a su marido como suplicándole que no diga nada, que tenga paciencia, que espere.

Enrojezco y el hombre sonríe al constatar mi apuro. Luego, sin más preámbulos, me anuncia que Gabriele se ha marchado, que en su casa no hay sitio para los que no dan golpe. Su voz es ronca, parece un viejo de setenta años que se hubiera pasado la vida bebiendo y fumando, aunque no debe de tener más de cincuenta. Los ojos de la madre se llenan de lágrimas y me pide que si veo a Gabriele le diga que lo quieren mucho. Me quedo plantada en la puerta, mirando a la mujer que llora en silencio, y de repente también tengo ganas de llorar, pero no por ella, sino por mí.

—Gabriele es mayor de edad —prosigue el padre, alzando el tono—, puede hacer lo que quiera, así que si no va al instituto no es problema nuestro.

Pero ya no lo escucho, pues me he contagiado de toda esa tristeza. Ya no me importa saber por qué he ido hasta allí, ya no me importa nada. Observo de nuevo a la mujer, su mirada resignada ante algo que ha perdido, y soy consciente de que no es ella la que me da lástima: no, soy yo. No es su soledad la que me asusta, sino la mía, y en sus ojos veo los míos en los momentos en que me siento perdida. Farfullo algo y escapo, corro escaleras abajo. Subo a la motocicleta tratando de reponerme, esforzándome por no llorar. Me siento como una estúpida sentimental, pero no puedo evitarlo. Arranco y me alejo de allí. Sé adónde debo ir, y a pesar de que me he dicho un montón de veces que no debería, tengo ganas de volver a verlo. Además, me lo ha pedido el profe, ¿no?

Llamo al timbre y es Petrit quien me responde y me abre. Me quedo aturdida, es el hombre más guapo que he visto en mi vida. De estatura media, rubio, con ojos azul cielo y una sonrisa preciosa. Su acento es muy marcado, pero su voz es cordial. Me dice que Gabriele está en su habitación y se aparta para dejarme entrar. Ahora que lo conozco, la casa me parece más acogedora, menos anónima.

Gabriele está tumbado en la cama, a oscuras. Cuando entro, enciende la luz de la mesilla, se incorpora apoyándose en los codos, me mira un segundo y vuelve a echarse.

—¿Qué haces aquí? —pregunta con aspereza.

—Bueno, estaba dando una vuelta y he pensado que quizá estuvieras con Petrit. Hace tiempo que no vienes a clase.

Se sienta y me mira a los ojos, muy serio.

—No tengo intención de volver.

Ya está, ya lo ha soltado. Noto un nudo en el estómago. No sé qué decirle, acabo de oír lo que más temía, aunque no fuera consciente de ello.

—El pupitre es todo tuyo, ¿no te alegras?

«No, en absoluto», pienso mirándolo e intentando decir algo que no suene tonto o infantil, pese a que acabo soltando la mayor tontería:

—¿Y el diploma de bachiller?

Gabriele pone los ojos en blanco y se ríe como si hubiese oído la cosa más divertida del mundo.

—¿Y qué se supone que puedo hacer con ese diploma?

—No lo sé, tal vez un día te canses de ser albañil y quieras ir a la universidad —bromeo.

—¿A la universidad? ¿Yo? Sí, claro… —replica con amargura.

Me encojo de hombros, ya no sé a qué aferrarme.

—Bueno, pensaba que alguien que dibuja tan bien como tú podría estudiar Bellas Artes… —murmuro, pese a que ahora se enfadará en serio; de hecho, me fulmina con la mirada negando con la cabeza.

—El dibujo, claro, el dibujo… ¿De verdad crees que me interesa tanto? ¿Para hacer qué, luego? ¿Pasarme todo el santo día dibujando y recibiendo órdenes de otros? No, gracias, no me apetece. Prefiero estar al aire libre en una obra.

—¿Y por qué crees que serás más libre en una obra? ¿Acaso no habrá nadie que te dé órdenes?

—No me importa, al menos estaré al aire libre, podré respirar. Bueno, da igual, no me has contestado, ¿a qué has venido?

—Ya te lo he dicho, pasaba por aquí y se me ha ocurrido verte un momento. —No menciono que he visto a sus padres, seguro que se pondría hecho una furia.

—Claro, normal —murmura para sí—. Vives en la otra punta de la ciudad, te venía de paso.

Me avergüenzo un poco, pero no me importa.

—Si quieres me voy —digo en voz baja.

Me mira a los ojos y luego se hace a un lado para dejarme sitio en la cama.

—Ven aquí —dice dando unas palmaditas en la colcha.

Me desprendo de la mochila, me quito las zapatillas y me tumbo a su lado. Apenas cierro los ojos, lo oigo repetir la misma pregunta:

—¿A qué has venido?

—Tenía ganas de verte —susurro—. Te he echado un poco de menos —añado esperando su reacción.

—¿Qué pasa? ¿Nadie te ha prestado un bolígrafo? —replica.

Sin contestarle, me vuelvo hacia él y lo abrazo.

—Ven a clase. Acabemos el curso juntos.

Siento su pecho alzarse cuando suelta una leve carcajada.

—¿Luego vendrás a trabajar de albañil conmigo?

—Si vuelves al instituto, sí.

—No, no pienso volver. Estoy harto. No sirve para nada.

Me gustaría decirle que a mí me sirve, pero me fallan las fuerzas; además, tengo la impresión de haber llegado demasiado lejos. Teniendo en cuenta que no quería volver a salir con él, estar aquí, en su cama, es lo que se dice un resultado excelente.

—¿Qué sentido tiene tirar ahora la toalla? —insisto aunque se enfade.

Se aparta un poco, como para verme mejor.

—¿Qué me das si vuelvo? —pregunta con picardía.

—Idiota —le digo, pero me río.

De repente, llaman a la puerta y nos sobresaltamos. Salgo de la cama, abro y me encuentro con Petrit. Lleva un chaquetón azul y parece la versión moderna del príncipe azul. Me hago a un lado para que pase, pero él no se mueve de la puerta. Nos anuncia que se va a trabajar y que volverá por la mañana. Petrit trabaja en una fábrica de conservas y a menudo en los turnos de noche, al menos eso me contó Gabriele una vez. Añade que ha hecho la compra y que la nevera está llena, que podemos coger lo que nos apetezca. Gabriele se limita a responder «De acuerdo» y luego alza un brazo a modo de despedida. Cuando la puerta se cierra, vuelvo a echarme en la cama y abrazo a Gabriele, que me acaricia el pelo con ternura. El tema del instituto ha quedado zanjado.

No hago ni digo nada más. Me quedo quieta, concentrada en el movimiento de su mano, conteniendo el aliento. Cuando tomo aire de nuevo, lo hago suavemente confiando en que no se dé cuenta de lo emocionada que estoy. El corazón me late tan fuerte que me da la impresión de tener dos. Como si estuviera en otro planeta y tuviese que acostumbrar los pulmones a una cantidad diferente de oxígeno. Quizá sea siempre así cuando estoy con Gabriele. Otro planeta, otro lugar. Lejos de cuanto conozco, un mundo aparte, el refugio de algo, igual que cuando me tumbaba al lado de mi madre buscando otro tiempo en el tiempo. Este momento es idéntico a la noche de la playa, nos encontramos en un espacio especial para nosotros, que está vacío, desierto. Estamos en Cerolandia.

Cuando suena mi móvil, despierto de golpe y tomo conciencia de que nos hemos quedado dormidos. Me libero del abrazo de Gabriele y sigo el sonido en la oscuridad. Él enciende la luz, veo el bolso en el suelo y lo cojo. En la pantalla aparece el nombre de la última persona de este mundo con quien quisiera hablar ahora: Sonia. Lanzo el móvil dentro del bolso y espero, de pie como una tonta, a que deje de sonar. Vuelvo a dejar el bolso en el suelo y regreso a la cama.

—¿Quién era?

—Nadie —contesto, pero al ver la expresión de Gabriele añado—: La plasta de Sonia, será por los deberes.

Lo abrazo. Un momento después me acuerdo de la discusión de hace un rato y pienso cómo será estar en el instituto a partir de mañana. Si Gabriele no vuelve, me encontraré completamente sola en Cerolandia. ¿Qué hago? ¿Ser amiga de Sonia otra vez? Jamás, hasta nunca. Encajo una pierna entre las de Gabriele y hundo la cara en su sudadera. Ahora no tengo ganas de pensar en eso, ya me ocuparé mañana, una vez en clase pensaré en todo. Mañana. Nos dormimos otra vez, abrazados. Cero y Zeta en esta Cerolandia exclusivamente nuestra, a años luz de la tierra.

Cuando despierto son más de las ocho. Dentro de poco mi abuela me llamará desde Ischia, debería marcharme. Me levanto despacio y luego me quedo quieta, sin muchas ganas de irme.

—¿Te vas?

—Sí, es tarde.

—Vale —dice y, con un deje de incertidumbre que no le conocía, añade—: ¿Volverás mañana?

A la pregunta sigue una caricia larga y lenta en mi espalda, un ruego silencioso y profundo al que no sé qué responder.

—Y tú, ¿vendrás al instituto? —inquiero a mi vez levantándome de la cama.

Mientras me ato las zapatillas, siento que sus ojos me observan, pero no alzo los míos para mirarlo. No me contesta, quizá sea mejor así.

—Haz lo que quieras —me limito a decirle; cojo la chaqueta y me encamino hacia la puerta.

—Lo mismo te digo —me contesta cuando cierro a mis espaldas.