2 de diciembre

¿Qué hago a las ocho y media de la mañana en la playa bajo un cielo plomizo con alguien a quien apenas conozco y a quien nadie llama por su verdadero nombre desde hace años? Tal vez tengan razón los demás y sea un medio delincuente, aunque, pensándolo bien, de ser así la noche del Mouse no me habría ayudado. Un cabrón no se molesta en llevarte a dar una vuelta por la playa y después te acompaña a casa cuando te encuentras mejor. Un cabrón se habría comportado como Giovanni y me habría dejado allí plantada. Por eso me siento cohibida y no sé qué decir. No debería haberle contado lo que dicen de nosotros en clase, fue una estupidez. Tal vez ahora piense que me gusta. Quizá sea justo eso. ¿En qué piensas, Cero, mientras andamos sin hablar, tú con tu cigarrillo y yo mirando ora el cielo ora la punta de mis zapatos? Siento un extraño hormigueo en el estómago, pero no tiene nada que ver con que no haya desayunado, sino con la emoción. Quizá sea mejor que no hablemos; cuando estoy tan nerviosa me tiembla la voz y esbozo unas sonrisitas de lo más estúpidas para disimular.

La primera vez que besé a un chico estaba emocionada a más no poder y temblaba como una hoja. Recuerdo que le dije a Francesco que tenía frío con el rostro apoyado en su hombro y que él me abrazó fuerte, aunque no sirvió de nada, porque seguí temblando. Por suerte estábamos en invierno y hacía tanto frío que no podía sonar a falso. En cambio, la primera vez que hice el amor había bebido un poco y fue mejor. Habíamos viajado a Roma y en el hotel donde nos alojábamos conocimos a unos chicos de Florencia. Marco me gustó en cuanto lo vi, era un encanto y me hacía reír. La primera vez lo hice con él, y me alegro de que fuese con alguien a quien no he vuelto a ver. No me pareció nada del otro mundo, pero quería saber cómo era, pues todas mis amigas (casi todas) lo habían hecho y cuando sacaban el tema me sentía idiota.

Marco se mostró amable (bastante) y afectuoso, pero era un desconocido, y mientras lo tocaba y abrazaba incluso yo tenía la impresión de ser otra, una a quien tampoco conocía y a la que miraba desde fuera. A la mañana siguiente, tras separarnos, me mandó unos SMS estúpidos, y cuando regresé a casa me llamó para decirme que quería venir a verme. Le dije que tenía mucho que estudiar y colgué. Me mandó más mensajes, pero no le contesté.

Gabriele acaba de fumar. Sigo la parábola que traza la colilla antes de caer al suelo. Si ahora lo intenta, ¿qué hago?

Pero no hace nada, permanece en silencio. Así pues, yo también sigo callada y sintonizo Canal Cero. Somos Cero y Zeta, igual que Diabolik y Eva Kant, los protagonistas del cómic. ¿Las palabras? Menudo despilfarro.

Seguimos andando y de repente me pregunta si me apetece fumar. Al verme abrir los ojos como platos, rompe a reír y saca de su cazadora un paquete de cigarrillos normal y corriente. Se enciende uno (otro, pero ¿cuánto fuma?) sin dejar de reír. Está aquí, delante de mí, sonriendo divertido, y el sol, después de haber salido tras una gran nube gris, le ilumina los ojos.

Es guapo cuando sonríe y ahora veo que ha salido con otras chicas. Chicas que, a buen seguro, decían más palabras que yo, palabras un tanto estúpidas, aunque quizá no; en cualquier caso, palabras auténticas y no este silencio en que me encierro por orgullo y miedo intentando parecerme a alguien que no existe.

Al cabo de un rato nos sentamos en la arena, él fuma y yo contemplo el mar.

Me gustaría saberlo todo, lo que debo hacer, decir. Me gustaría que este deseo de equivocarme respecto a él no fuese tan complicado. No logro concentrarme en lo que tengo delante, en las olas que el viento azota, en la espuma blanca que se eleva y desciende sobre el mar grisáceo. Me vuelvo y lo miro dar una calada. Él también se vuelve y nos miramos sin reírnos, nos miramos para comprobar si aún no nos hemos arrepentido de estar aquí juntos en lugar de en el instituto, si no estamos arrepentidos de este silencio. Tira la colilla al agua y se vuelve a mirarme.

¿Qué ves realmente en mí? Yo estoy bien, ¿y tú?

Alzo el cuello de la cazadora y me acurruco a su lado. Gabriele mueve un brazo y me rodea los hombros, a continuación se inclina hacia mí y me pregunta si tengo frío. Niego con la cabeza. Estoy a gusto, ahora me siento a resguardo, pero no se lo digo. No intenta besarme, me abraza sin más.

El mar está precioso, y me encanta este cielo plomizo.

Es Gabriele quien rompe el silencio. Me cuenta que un amigo y él viajaron hace un año a Grecia. Asegura que allí el azul del mar es increíble. Sonrío al oír esa palabra, porque parece un niño que acabara de bajar de un tiovivo. Me dice que apenas termine el instituto quiere volver, aunque sea solo, no le importa. Le digo que nunca he estado en Grecia y que me encantaría ir. Entonces espero que me invite a acompañarlo, pero no dice nada, está ensimismado y dentro de su mar azul no necesita a nadie. Tuve la misma sensación en la pizzería: si yo no hubiese estado con él, habría hecho lo mismo.

Mi madre, en cambio, sí que viajó a Grecia cuando todavía iba a la universidad. Al hablar de aquel mar también se le iluminaban los ojos. Lo llamaba «el mar de los porqués», asegurando que era imposible no pensar en algo eterno cuando brilla al sol. Y también ella dijo que era el mar más azul que había visto en su vida.

Miro fijamente las olas frente a mí y la imagino a orillas de un mar lejano. Está cogiendo conchas blancas como la sal, y el estupor que le provocan esas maravillas es el hechizo que le impide volver a mi lado. Como la bruja que peinó a Gerda con el peine mágico y la durmió hundiéndola en el olvido.

Un trueno repentino rompe el silencio. Miramos al cielo, que, entretanto, se ha tornado aún más oscuro y amenazador a nuestras espaldas.

—Será mejor que nos vayamos —sugiere Gabriele en voz baja.

Me suelto de mala gana de su brazo y nos ponemos en pie. El viento me arroja el pelo a la cara. Saco una goma del bolsillo de los vaqueros y mientras lo recojo para hacerme una coleta, me atrae hacia él y me besa. Es un beso dulce y cuando nos separamos tengo la sensación de que ha durado muchísimo.

—Si nos quedamos aquí nos empaparemos —digo para disimular la vergüenza.

—Si te apetece podemos ir a casa de Petrit, mi amigo. Ahora está trabajando —me propone apartándome el pelo de la cara.

Tardo un poco en responder y tengo la impresión de que basta con mi cara para comprender que la idea no me entusiasma.

—Tranquila —me dice divertido—, no me abalanzaré sobre ti.

Me pongo como un tomate y acepto, a pesar de que pienso lo contrario. Me da otro beso y vamos hacia las motos.

El piso en cuestión se encuentra en un edificio de los años sesenta, en la primera periferia de la ciudad. Uno de esos ni viejos ni nuevos, y en los que corres el riesgo de morir de tristeza si los visitas un domingo por la tarde. La pintura de la pared ha saltado en varias partes y bajo los balcones se ven los hierros. Desde fuera es realmente espantoso, pero nada más entrar en el apartamento suspiro aliviada porque es luminoso y está ordenado, se nota que alguien lo ha puesto a punto recientemente, pues todavía huele a pintura fresca y las paredes están muy blancas. Hay poquísimos muebles, todos de estilos diferentes: parece una casa de la que alguien acaba de mudarse, dejando el mobiliario carente de valor.

Gabriele me enseña su habitación mientras me explica que ahora vive siempre en esa casa y que a la suya casi no va, porque no se lleva bien con su padre. Le pregunto el motivo, pero no responde. En ese momento recuerdo a su madre, el día de las reuniones con los profesores, y no insisto porque, tal como ha zanjado el asunto paterno, es evidente que no es uno de sus temas preferidos.

Su habitación es verdaderamente espartana y no sería exacto decir que está amueblada. Dos colchones, uno sobre otro y en el suelo, sin somier, forman la cama. Al lado está la mesilla de noche, en realidad una mesita ancha y redonda, más propia de una sala de estar. En un extremo hay un arcón largo y bajo sobre el que Gabriele amontona su ropa. Cubre el suelo un ancho kilim rosa y verde, y a los pies de la cama hay montañas de cómics. Me siento incómoda, y opto por sentarme en la alfombra sin quitarme la cazadora. Simulo mirar en torno para eludir sus ojos y entretanto pienso que seguirlo hasta allí no ha sido una gran idea. Veo que se quita la cazadora y que tira los cigarrillos sobre la cama, a continuación coge algo del estante más bajo de la mesita y me pregunta si sé jugar a las cartas. Lo miro, sorprendida y aliviada a la vez.

—Me las apaño —respondo con una sonrisa divertida. Es evidente que estoy mintiendo, pero no me importa.

—¿Siete y medio?

—Vale —contesto, y me quito también la cazadora.

Empezamos a jugar. Mientras, voy preguntándole sobre la casa y Petrit. Descubro que el verano pasado trabajaron juntos en una obra, poco antes de que Gabriele viajase a Grecia. Se refiere a él como a un gran amigo, más aún, como a un padre. Me gustaría que me contara por qué se lleva mal con el suyo, pero prefiero no sacar el tema. Él no me pregunta nada y parece exclusivamente concentrado en los naipes, como si de repente yo fuera uno de sus amigos del bar. El beso y el paseo por la playa son cosa del pasado.

Al cabo de un rato comprueba que no se me dan bien las cartas. En más de una ocasión me riñe divertido por mis errores imperdonables. Me encanta cuando ríe, le cambia la cara, igual que a mi madre, que incluso llegaba a parecer otra persona. Cuando lo veo barajar por enésima vez protesto, le digo que estoy harta, pero él sigue como si nada. El hielo se ha roto, la atmósfera es más relajada, y me entran ganas de volver a besarlo. Besarlo sin más. Gabriele pasa la baraja de una mano a otra con la única intención de irritarme, sin dejar de reír.

—Al menos cambiemos de juego, por favor —sugiero exhausta, y le propongo una partida de escoba.

De inmediato me arrepiento, pues caigo en la cuenta de la banal alusión que acabo de hacer[1]. Un idiota se aprovecharía para responder con otra ocurrencia igual de estúpida. Gabriele no; sonríe, pero sólo porque, según asegura, es un juego difícil.

—Si no sabes jugar al siete y medio, imagínate a la escoba —comenta negando con la cabeza.

Finjo ofenderme e insisto, quiero jugar. Reparte las cartas y empezamos. Su montón aumenta a cada vuelta, mientras que el mío permanece estable con un puñado de naipes afortunados. Pierdo todas las partidas y, al cabo de media hora, me pregunta si todavía estoy segura de saber jugar. Me rindo resoplando, agarro el montón de cartas que todavía sostiene y se las echo a la cara riendo a carcajadas. Gabriele se inclina hacia mí y me coge por los brazos. Caemos sobre la alfombra e iniciamos una lucha de besos y caricias. De repente, todo queda en silencio, sólo se oyen nuestras respiraciones y el frufrú de la ropa.

Cuando nos separamos tengo el sujetador desabrochado y la camiseta y la sudadera subidas. Gabriele se ha quitado el suéter para quedarse en camiseta. Me siento antes de que todo se precipite. Me bajo la sudadera y me vuelvo hacia él. Sigue tumbado con un brazo doblado bajo la cabeza y me mira esperando a que diga lo que quiero hacer; su expresión deja muy claro que a él le da igual. No sé qué decirle, pero se ve a la legua que ya no tengo ganas de seguir allí con él encima de mí. No sé qué me ocurre, pero de repente todo me parece un error: el paseo por la playa, esta casa y el propio Gabriele, que en este momento me resulta más extraño que nunca. El silencio es embarazoso, sólo quiero levantarme y salir de aquí. Estoy convencida de que a él le importa un comino. No es de los que dan explicaciones, ni corre detrás de ti ni insiste. Finjo mirar alrededor, pero no encuentro nada donde posar los ojos. Alargo una mano hacia una pila de cómics y cojo uno al azar.

—¿Sólo lees estas cosas? —le pregunto pasando las páginas.

—¿Estas cosas? —repite indignado; se incorpora y me lo arrebata de las manos—. Esta cosa es mil veces mejor que las gilipolleces del instituto. Esta gente sí tiene talento, talento de verdad, está a años luz de los pobres pringados que nos dan clase.

Es la primera vez que lo oigo hablar de forma apasionada, defender algo con vehemencia. Ni siquiera en clase, cuando los maestros lo tratan mal y él se echa a reír con la ironía que suele ocultar una ofensa, lo he visto reaccionar así.

—¿Te gustaría que un día publicasen tus dibujos? —le pregunto, contenta ante esa reacción inesperada.

—No soy tan bueno —responde, cogiendo el suéter para ponérselo.

—¿Quién lo ha dicho?

—Lo digo yo —zanja.

—¿Y tú qué sabes?

—Uno sabe si es bueno o no, eso se sabe.

—Yo creo que eres bueno —afirmo tratando de sonar convincente.

—Pero si ni siquiera has visto mis dibujos —replica divertido.

—Claro que los he visto, vi los que le llevaste al profe.

—Eso no es dibujar; los verdaderos dibujos son otra cosa. Hasta tú podrías hacer los que llevé a clase.

—¿Yo? —exclamo, y me echo a reír—. Si yo supiese dibujar así estaría en el séptimo cielo. Al menos estaría segura de saber hacer algo en la vida.

—Cállate —me interrumpe risueño, lanzándome el paquete de cigarrillos—. Menudas tonterías estás diciendo. —Y bajando la voz añade—: Si ni siquiera sabes lo que quieres.

Finjo no haberlo oído y paso a un terreno más seguro:

—Da igual, yo creo que eres muy bueno, hasta el profe lo dijo.

—Pues si lo dijo Greci estoy arreglado —comenta sarcástico.

—¿Por qué?

—Porque es un pringado —responde—. A ése nadie le hace caso.

—¿Y eso qué tiene que ver? Además, siempre te defiende —replico irritada.

—Es un perdedor —murmura casi para sí, enfatizando la frase con una expresión de amargura.

—¿Acaso crees que nosotros estamos mejor? Lo único que pasa es que con la mitad de sus años el efecto cambia —replico fríamente, asombrándome de mi rapidez—. Da igual, no creo que Greci sea un pringado, sino más bien alguien demasiado serio en un lugar repleto de fantoches.

De repente, me molestan las cosas que ha dicho del profe. «Qué imbécil», pienso, y me levanto sin añadir palabra.

Gabriele me imita, coge la cazadora y se la pone.

—¿Tienes hambre? Vamos a comer algo. —Y con una sonrisita irónica añade—: Uno siempre tiene hambre después, ¿no?

Lo fulmino con la mirada. «Idiota», pienso, pero él me da un ligero puñetazo en el brazo y me sonríe.

—Vamos, es broma. No te tomes en serio todas las gilipolleces que suelto, no es bueno para la salud.

—Mira quién habla —replico, propinándole un codazo.

Me pongo la cazadora y finjo seguir enfurruñada. Apenas acabo de abrocharme el último botón, Gabriele me coge suavemente de un brazo y me empuja fuera de la habitación. Una vez en el pasillo, me atrae y me besa, quizá para que olvide su broma de mal gusto.

Damos varias vueltas antes de encontrar un sitio que le guste. En su opinión, todos los bares de la ciudad los gestionan capullos y los frecuentan ricachos asquerosos. Lo dejo decidir el local y que me guíe por las calles que conoce. Avanzamos en contradirección, atravesamos zonas peatonales, nos movemos como si estuviésemos en plena noche y no hubiese nadie, infringimos el código de circulación entero y recibimos dos fuertes pitadas de claxon. Al final nos detenemos en un quiosco. Gabriele conoce al propietario y se ponen a hablar. El tipo me lanza un par de ojeadas, luego baja la voz y le dice algo a Gabriele, que cabecea dos veces y lo oigo comentar «sólo es una compañera de clase». Cuando damos buena cuenta de los superbocadillos que el tipo nos ha preparado, miro el reloj. Es casi mediodía y me he cansado de estar allí; Gabriele se ha sentado en una silla de plástico y se ha puesto a ver pasar los coches sin dirigirme la palabra. Cuando le pregunto algo me contesta con monosílabos, como concentrado en el tráfico. «Se acabó el hechizo —pienso—, Caravaggio vuelve a ser una calabaza y yo, la chica invisible».

—Vale, me voy. Estoy aburrida —le suelto con rudeza y, sin esperar respuesta, me encamino hacia la vespa.

—Como quieras, cuídate.

Me ofende un poco que no trate de retenerme. Mientras subo a la vespa, me mira un instante y luego vuelve a quedarse absorto en la calle. «Cuídate tú también», pienso al tiempo que arranco, más confusa que antes y resentida. En parte me siento culpable por dejarlo así, pero ¿qué se supone que debo hacer con alguien que al cabo de un rato ni siquiera me ve?

Antes de ir a casa doy otro paseo por la playa y me esfuerzo por encontrarle sentido a lo sucedido en las últimas horas. Pasan días y días en que no ocurre nada y luego, de improviso, te encuentras paseando con un tipo que ni siquiera sabes quién es y, por si fuera poco, te besas con él. Si pienso en las diferentes etapas de nuestra historia, me parece un gran embrollo. Tal vez habría sido mejor que no lo hubiese besado, al menos ahora no estaría tan confusa. No entiendo nada, en serio. Es tan difícil unir todo, las sensaciones y lo que crees haber conocido de las personas… Ni siquiera sé qué pensar, no sé qué quiero. En eso, al menos en eso, Gabriele tiene razón.

Cuando llego a casa la comida está preparada. No tengo hambre, pero me siento a la mesa. La televisión rompe el silencio oprimente que se impone en todas las comidas. Mi abuela siempre me pregunta lo mismo: cómo han ido las clases, si me han preguntado o si tengo muchos deberes. Y yo a diario le contesto lo mismo. Parecemos un disco rayado. Hoy, sin embargo, me siento además un poco culpable. Hoy te echo de menos. Por suerte, a las dos llega Rosa. Con ella puedo abandonarme, mostrar mi desánimo; si fingiese se daría cuenta. Ella sabe lo difícil que resulta. Lo comprendo por su forma de mirarme, por el modo en que toca las cosas cuando entra en tu habitación. Es delicada y fuerte a la vez.

Entre un plato y otro únicamente se oye el entrechocar de los cubiertos con los platos. En ciertos momentos podría ponerme a gritar, así, de buenas a primeras. Llamarte a voz en grito mientras estamos sentadas a la mesa, como hacías tú cuando la comida estaba lista y yo, delante del ordenador, tardaba en aparecer. Recuerdo la escena de la película El incomprendido, cuando el niño, que acaba de ducharse, llama a su madre como siempre, pero el grito se ahoga en su garganta porque ella ha muerto. Ese tipo de cosas pueden suceder, pero ahora yo no lo haría por error, sino porque no resisto este silencio irreal que vuelve tu ausencia aún más insoportable.

Al acabar de comer, me voy a mi cuarto. Mi abuela se queda recogiendo la mesa. Enciendo el ordenador y leo un mensaje de Sonia en el Messenger: dice que ha hablado con Giovanni y que está fatal porque él no quiere saber nada de ella. Escribe sustituyendo casi todas las sílabas con esos iconos infantiles y estúpidos, así que mi primer impulso es cerrarlo y pasar de ella. En cambio, cuando me pregunta si puede venir a casa, le contesto que sí. Luego me echo en la cama. Hoy estoy dispuesta a aceptar incluso a Sonia con tal de no estar sola. Quizá también por eso salí esta mañana con Gabriele, para no estar sola. Quizá. También.

Cierro los ojos y recuerdo los besos de hace unas horas, su cuerpo pegado al mío, y me pregunto qué siento, si tengo ganas de volver a verlo. Ni siquiera nos hemos dado los números de móvil, mala señal. «Menuda historia de mierda, vaya par de imbéciles», pienso. Si quisiese contarla no sabría qué decir. No tiene ni meta ni sentido.

Sonia tiene los ojos rojos e hinchados. Espero que nadie la haya visto así. Se sienta en la cama y rompe a llorar. Se sorbe la nariz un par de veces y cuando por fin empieza a hablar suelta un torrente de palabras. Esta mañana Giovanni le ha dicho que ya no está con la otra, pero aun así no piensa volver con ella. Añadió que no está enamorado de nadie (bonito consuelo) y que el verano pasado, cuando salieron juntos, no pensó ni por un momento que la relación fuera en serio. Que no ha vuelto a pensar en ella desde que lo dejaron. Caramba, jamás me habría esperado tal sinceridad de un tipo como él. Me lo imaginaba como uno que te toma el pelo hasta la muerte, no como uno que habla claro. Lo que le ha dicho es terrible, pero no deja de tener su belleza. Trato de imaginar cómo la habrá mirado, el tono empleado. Me gustaría saber si habló con gravedad, como quien se da cuenta de que el otro no significa nada para él, porque nadie en ese momento lo significa, o más bien con la habitual arrogancia de quien sabe que puede tener a todas las chicas que quiera. Probablemente la segunda hipótesis sea la acertada y lo único que estoy intentando es atribuir a Giovanni una profundidad de la que carece.

Dejo que Sonia suelte hasta la última lágrima y después le aconsejo que lo olvide, porque se pondrá enferma. Ella no responde, sólo llora y razona en voz alta para sí misma, dado que yo, de repente, me he convertido en un espacio donde puede hacerlo en paz, en el lugar más conveniente: «¿Cómo es posible que él no sienta nada, si hace unos meses lo sentía?», se pregunta entre sollozos. Me resulta patética su voluntad de no darse por vencida, de negar la evidencia, y por un instante debo contenerme para no perder la paciencia. Suelto un hondo suspiro y le sugiero con tacto que tal vez él no estuviera tan enamorado. A fin de cuentas, ¿no es eso lo que ha dicho? Aunque quizá debería convencerla de lo contrario, debería decirle lo que quiere oír: en realidad ha venido a eso, ¿no? De hecho, replica tajante:

—No; estoy segura, este verano yo le importaba, y tanto que le importaba, pero luego apareció esa capulla…

No hay nada que hacer, es una batalla perdida. Al final le repito que no se lo tome tan a pecho y que mire alrededor: puede que no encuentre uno mejor, pero otro gilipollas sí, eso seguro. Es una broma muy vieja, tonta y previsible, pero a Sonia le sirve, pues deja de llorar, al menos por un momento. Luego vuelve a ponerse tremendamente seria y me pregunta justo lo único que no querría oír:

—Si él lo intentase contigo, me lo dirías, ¿verdad?

La mirada de esos ojazos azules y claros es desesperada, pero en lugar de darme lástima sólo consigue cabrearme, de manera que le contesto, irritada por la debilidad e hipocresía que exhibe:

—¿Por eso has venido? ¿Para arrancarme una estúpida promesa?

Ella se da cuenta de que se ha pasado y entonces me abraza, perdón, perdón, perdón, dice, dándome un fuerte beso en la mejilla.

—Tienes razón, soy una estúpida. No entiendo qué me ha pasado. Tienes razón, esto está sacándome de quicio. Cambiemos de tema: ¿dónde has estado esta mañana? —me pregunta, fingiendo haberse repuesto.

—Por ahí.

—¿Sola?

—Claro —miento, y me avergüenzo, no por ella sino por Gabriele. No es leal. Apuesto a que si le contase todo se olvidaría de Giovanni en dos segundos.

—Cero tampoco ha venido hoy —me informa, tumbándose en la cama.

—Mejor para él —digo con fingida indiferencia mientras escruto su rostro para averiguar si sabe algo y está poniéndome a prueba.

Ya no me fío de ella, a saber lo que se dijeron aquella mañana, cuando reñí con Silvia. Tal vez alguien nos vio juntos y ahora lo sabe todo el instituto. De repente, lo que sólo debía ser una estupidez que archivar se transforma en un problema muy desagradable.

—La verdad es que es un pringado —comenta Sonia—. ¿Has visto a su madre? Vaya pinta tiene… en mi opinión, es cierto que los servicios sociales están pisándoles los talones. ¿Sabías que su padre es alcohólico?

Ni siquiera le contesto, concentrada como estoy en la posibilidad de que alguien nos haya visto y de que estemos a punto de convertirnos en el plato fuerte del chismorreo escolar. Pero ¿cómo se me ocurrió salir con él? ¿Qué me pasa? Casi me da la risa al pensar que hace apenas unos segundos he tildado a Sonia de hipócrita. ¿Y yo? ¿Acaso no soy peor?

No consigo aclararme, lo único que deseo es que Sonia se calle de una vez, pero ella no para de hablar.

—En cualquier caso —está diciendo—, deberías cambiarte de pupitre, menuda idea sentarte al lado de ése.

Es lo único acertado que ha dicho en todo este rato. «Mañana cambiaré de pupitre —pienso—; a fin de cuentas, a Gabriele le trae sin cuidado dónde esté». El problema es que quedaré fatal y puede que incluso me sienta peor. No le contesto y llevo la conversación al tema de Giovanni, que me parece más seguro, y ella muerde el anzuelo. Repite lo que ya ha dicho y simulo escucharla.

Cuando se marcha, una hora más tarde, me tumbo en la cama y pienso en Gabriele. Quizá sea mejor que no vuelva a verlo fuera del instituto. Algunas de las cosas sucedidas hoy han sido bonitas, pero eso no quita que no sea una persona difícil, tal vez demasiado para mí en este momento. Mientras tanto ha anochecido y me siento más serena. Después del follón de las últimas horas, me sorprendo preguntándome si estará pensando en mí y, sobre todo, qué pensará de mí. La verdad es que no nos conocemos y que soy una hipócrita. La verdad es que fue amable y que, en el fondo, me fío de él. Menos mal que no tengo su número de móvil, pues de lo contrario le mandaría un mensaje ahora mismo. Qué lío, menuda complicación. Al infierno Sonia, el instituto y Giovanni. Al infierno todos. Gabriele incluido.