En una ocasión mi madre se enamoró de verdad. Fue muchos años después de lo de mi padre, después de haber digerido la intensa y dolorosa historia de la que yo había sido fruto y de la que apenas sé nada. Claro que había tenido otras, pero ninguna tan importante como la de Alberto.
Él era abogado y, además de inteligente, también era divertido, aunque sobre todo fascinante. Uno de esos tipos que tienen explicación para todo, que saben lo que es el Dow Jones, que te sorprenden porque responden a cualquier pregunta de tu libro de Historia, que saben cómo desenvolverse en cuanto hacen y jamás pasan inadvertidos. Al principio fue algo que los arrolló a los dos, parecían haber encontrado la mitad de la que habían sido separados al nacer. Jamás había visto a mi madre tan feliz, tan segura de sí. Cuando no estaban juntos pasaban horas hablando por teléfono, se enviaban mensajes, eran oxígeno puro, era el amor.
Pese a todo, algo no encajaba y creo que la abuela estaba de acuerdo conmigo: de hecho, con Alberto se comportó siempre de manera educada, pero jamás le concedió plena confianza, se limitó a observar, quizá preocupada porque su hija pudiese sufrir de nuevo por un hombre inadecuado. Respecto a mí, no sabría explicar qué no me gustaba de él —todavía era pequeña, estaba en secundaria—, el caso es que no lo veía como un adulto de verdad y aún menos como a los padres de mis amigas, a pesar de que tenía más o menos su edad. Al recordarlo ahora lo compararía con uno de mi clase, con el doble de años y mucho más dinero, eso sí.
Cuando al cabo de un año, más o menos, él empezó a dar muestras de irritación y lo que debería haber sido el amor con mayúsculas se desgastó hasta convertirse en un mero recuerdo del pasado, se desencadenó el infierno. También con mayúsculas. Rompían y se reconciliaban y mi madre sacrificó a esa danza emotiva su lado más auténtico: la alegría, la vitalidad, que siempre había sido lo mejor de ella. Si volvían a estar juntos se la veía pletórica de vida y entusiasmo; cuando la dejaba, se tornaba irreconocible. Acabó pagando el pato su trabajo de secretaria en la consulta de un dentista, el único que había encontrado tras un sinfín de breves suplencias en una u otra escuela, cuando la esperanza de convertirse en maestra se había ido al garete. Llegó tarde varias veces y se lió con los suministros que debía verificar, de manera que le pidieron que se marchase. A continuación, y durante un período que me pareció eterno, hizo una infinidad de pequeños trabajos por los que apenas le pagaban. Si no hubiésemos tenido un techo sobre nuestras cabezas y a mi abuela, que nos ayudaba, las habríamos pasado canutas. En ese momento empecé a odiarlos ferozmente a los dos, a él —ahora lo sé— porque al final había resultado ser un narciso corriente y moliente, con un talento natural para el desgaste amoroso, pero sobre todo a ella, por ser tan débil, tan poco lista que incluso en ciertos momentos llegaba a pensar que se lo había ganado a pulso, que se merecía sufrir.
Mi abuela, que hasta ese momento se había limitado a observarlo todo, pensó que había llegado la hora de enfrentarse al problema. Recuerdo que un día, al volver del colegio, las oí discutir. No se dieron cuenta de mi llegada, de manera que me acerqué sigilosamente a la puerta de la sala para escucharlas. La abuela estaba diciéndole que reflexionase en tono firme, casi duro, y pese a que estaba en el pasillo y no podía verla, me la imaginaba con los brazos cruzados delante del pecho, de pie junto a la puerta acristalada de la sala, mirando fuera, recordando una escena remota que, sin embargo, debía de parecerle idéntica. Mi madre repetía una y otra vez con la misma dureza que se quedase al margen, y yo pensaba que, de un momento a otro, una de las dos se pondría a gritar. Poco después, mi abuela, exasperada por la cantilena obsesiva de mi madre, alzó la voz.
—¡Deja de hacer el ridículo, tienes una hija perfectamente capaz de juzgarte!
Entonces saltó la chispa.
—¡El problema no es Alessandra sino tú! —gritó mi madre—. ¡Siempre me has juzgado, tanto antes como ahora!
Esa frase contenía todos los grumos del pasado, los que el tiempo no había disuelto y yo sólo podía intuir. Jamás las había oído reñir así y no podía soportarlo. Instantes después, retrocedí y cerré de golpe la puerta de la entrada para poner fin a esa discusión inútil.
La relación entre Alberto y mi madre no duró mucho más, llegó a su última parada cuando él le anunció que salía con otra. El día que mi madre nos lo contó, mi abuela y yo nos miramos fugazmente temiéndonos lo peor. Todavía me acuerdo, nos lo dijo durante una comida dominical, pronunciando la frase como si se tratase de una sentencia de muerte, algo ineluctable, un punto final irremediable.
Por suerte, en ese momento trabajaba como agente inmobiliario y la distraía estar fuera de casa todo el día, recorriendo la ciudad de un extremo a otro y enseñando pisos a jóvenes parejas de enamorados o a solteros recalcitrantes. Por fin había encontrado un trabajo que le gustaba de verdad, le encantaban las casas que vendía, pero también la angustiaba tanto la felicidad de unos como la soledad de otros, en la que, en su fuero interno, se reconocía. Con nosotras apenas hablaba y, la verdad, tenía miedo de que pudiese hacer alguna tontería. Pasó un tiempo sin querer ver a Angela y Claudia, aunque mi abuela se encargaba de ponerlas al corriente cuando llamaban.
Yo, por mi parte, seguía convencida de que se lo había buscado, la consideraba culpable de todo, aunque en el fondo supiera que no era cierto, que es imposible decidir cuándo se deja de querer a alguien, ni siquiera elegir de quién nos enamoramos. Mi actitud obedecía a la preocupación que sentía por ella y confiaba en que mi comportamiento la animase a salir de una situación que me parecía un remolino de sufrimiento inútil. Cuando un sábado por la noche se arregló y se fue a bailar sola, pensé cosas horrendas de ella: que era superficial, que sólo sabía meterse en líos y que nunca maduraría. Pero la verdad era otra: su dolor me resultaba insoportable. Verla así me producía un desasosiego inaguantable, me hacía sentir vulnerable, como si alguien hubiese soplado sobre la casita en que me había refugiado hasta ese momento y yo hubiese descubierto el verdadero alcance de mi fragilidad. Deseaba que fuese fuerte, que estuviese a la altura de las circunstancias, una persona que, sucediera lo que sucediese, permaneciera siempre en pie. Quería una madre como la de mis compañeras de clase, cuidada, serena en la vida doméstica, realizada, completa. Segura, aunque no fuese cierto, y sin importar lo hipócrita o egoísta que fuese.
Mi madre necesitó bastante tiempo para superar esa historia, incluso puede que nunca lo superase. Un domingo por la mañana, mientras desayunábamos en el bar de la plaza, la vi especialmente alegre y le pregunté si todavía pensaba en Alberto. Me miró y me dedicó una de sus increíbles sonrisas.
—Siempre —murmuró, y se inclinó para acariciarme.
—¿Sigues enamorada de él? —inquirí preocupada.
—No, ya no —contestó sin mirarme, y la conversación terminó ahí.
Sé que decía la verdad, lo que me hirió fue la tristeza de sus ojos. En ese momento me sentí culpable por ciertas cosas que le había soltado como si fuese una cría estúpida. La miré y, por primera vez, me di cuenta de lo sola que debía de haberse sentido y seguramente seguía sintiéndose. Pero pensé que todavía era muy joven y que tenía toda la vida por delante para enamorarse.