Al regresar de la piscina me encontré la casa inmersa en la oscuridad, salvo el hilo de luz que se filtraba debajo de la puerta del cuarto de baño. Alarmada por la oscuridad, te llamé de inmediato a voces y me acerqué a la puerta.
—Estoy bañándome, la abuela ha salido —contestaste.
Aliviada al oírte, te pregunté si todo iba bien. Dijiste que sí y me pediste que te ayudara a lavarte la espalda. Hacía varios años que no teníamos esa clase de intimidad y ninguna de las dos entraba en el cuarto de baño si estaba la otra. Así pues, entré vacilante. Te vi dentro de la bañera llena de agua, con las rodillas bajo el mentón y el pelo mojado. Te volviste y me diste las gracias con voz cansada mientras me tendías la esponja. Me arremangué la sudadera y la cogí. Habías adelgazado tanto que las vértebras te sobresalían. Tu cuello se había afinado y en la nuca los mechones mojados formaban unas cortas líneas oscuras. De repente me pareciste muy frágil. Realicé mi tarea lo más rápido que pude. Acabé con la espalda y te lavé también el pelo, tratando, como hacías cuando yo era pequeña, de que no se te metiera agua en los ojos. Mientras lo hacía, pensaba que apenas reconocía tu cuerpo. Recordé la operación, las continuas visitas al médico, los análisis, las curas, los médicos y las enfermeras que te habían visto, y tu cuerpo, que parecía empequeñecido, como si pretendiese defenderse y rogase mayor delicadeza. Te levanté con cuidado y te envolví en el albornoz que había puesto a calentar en el radiador. Me acuerdo de que cada vez que acababa de hacer algo —lavarte, secarte o peinarte—, me decías «Gracias, Alessandra» y sonreías, como si quisieses que te dejase, pero yo continuaba, casi convencida de que podía compartir mi fuerza contigo, de que mis manos podían restituirte algo, retroceder en el tiempo y borrar, además de la enfermedad, la espantosa cicatriz que te iba de la espalda al abdomen. Me resultaba imposible dejar de hacer cosas por ti. Había encontrado el remedio, había experimentado mi amor.