Hoy no voy al instituto: apenas diviso la verja, media vuelta, tuerzo a la izquierda y me alejo. Es mi cumpleaños y me merezco alguna distracción, a pesar de que me siento culpable.
La verdad es que es mi primer cumpleaños sin ti y no tengo ganas de ver a nadie. Incluso la abuela se ha dado cuenta, porque esta mañana, cuando entró en mi dormitorio, me dio un fuerte abrazo sin decir palabra. Sólo después, en la cocina, me preguntó qué quería que me regalara. No me había comprado nada por temor a equivocarse, me dijo, y prefería que lo eligiese yo. El problema es que no sé lo que quiero, de manera que le dije que me lo pensaría y lo único que le pedí fue una bonita tarta para el sábado, porque Angela y Claudia vendrán a casa para celebrarlo juntas. Han sido las primeras en felicitarme, llamaron a las siete de la mañana y se autoinvitaron a visitarnos el fin de semana: cumplir dieciocho años es todo un acontecimiento, me dijo Angela, no puede pasar así como así. No fui sincera, les di las gracias y le dije a la abuela que el sábado comeríamos juntas.
Es un día soleado, de manera que lo primero que hago es ir al bar de la plaza a desayunar; luego doy un largo paseo por la playa. Como a partir de hoy soy mayor de edad, no me preocupa que puedan verme y contárselo a alguien, ¿a quién, además? Es una sensación extraña, de repente me siento demasiado libre. No me gusta, tengo la impresión de que podría perderme y ya no volver.
Hace un tiempo precioso y en la playa se está de maravilla. Intento no pensar en nada, ni en el instituto ni en casa, pero cuanto más me esfuerzo más se acrecienta en mí un sentimiento de soledad. Al cabo de media hora regreso a la ciudad en la vespa. Entro en el Oviesse y paso allí una media hora, me pruebo varios vestidos y un par de camisetas, pero no estoy de humor, así que salgo sin comprarme nada. Acto seguido, voy a una perfumería y curioseo entre los perfumes, los cosméticos y todo cuanto una chica puede ponerse en la cara para parecer más guapa. Las dependientas, algo mayores que yo, están charlando y, tras responder a las preguntas de rigor, no me hacen caso. Confusa, aburrida y con la cara manchada de maquillaje, vuelvo a casa un poco antes de la una. Mientras subo la escalera recibo dos mensajes de Sonia: en el primero me felicita y en el segundo me pregunta si quiero que me traiga los deberes. En el fondo sólo intenta ser amable: decido ponerla a prueba y quedo con ella en mi casa esta tarde.
En la comida, mi abuela me sirve los platos que más me gustan y se esfuerza por parecer alegre. A pesar de que no le he pedido nada, cuando llegamos al postre me tiende una cajita de joyería. Me ha comprado unos pendientes con brillantes auténticos, se nota. Me los pongo y me inclino sobre la mesa para abrazarla y besarla. Ha ido mejor de lo previsto, pienso. Me parece estupendo que ninguna de las dos haya llorado en un día como éste, puede que fuera eso lo que más deseaba.
Sonia llega con media hora de antelación y nada más cruzar el umbral de mi cuarto me abraza y me da un paquete. Lo desenvuelvo y descubro un par de orejeras de peluche rosa, de esas que puedes conectar al iPod y escuchar música con las orejas calientes. Le doy las gracias y le digo que son preciosas, pese a que no recuerdo haber sido nunca de las que saldrían a la calle con dos discos rosas en las orejas. Pero a ella no le bastan las gracias: quiere que me las pruebe. Me las pongo de mala gana y me vuelvo para mirarme en el espejo: parezco una niña, de forma que saco la lengua y hago una serie de muecas absurdas que la divierten y complacen.
Dejo con delicadeza las orejeras sobre la cama y le pregunto si hay mucho que hacer. Como si fuese mi secretaria personal, coge la agenda y me pone al corriente de todo: lecciones, exámenes orales y deberes para el día siguiente. Por suerte, la mayor parte de las tareas son de Matemáticas e Historia, las dos asignaturas que más me gustan. Decidimos resolver juntas los problemas de Matemáticas, y abrimos los libros. Entre un ejercicio y otro me pregunta qué ocurrió la otra noche, pero su curiosidad no me molesta: estoy tranquila, no tengo nada que ocultar, dado que al final entre Gabriele y yo no pasó nada. Me cuenta que esa mañana él ha ido al instituto. «Mejor así —me digo—. Al menos nadie pensará que estamos juntos». Aprovecho para darle mi versión de los hechos y le cuento que se limitó a acompañarme fuera para que tomase un poco de aire fresco y que luego, apenas me sentí mejor, volví sola a casa. Parece tragárselo, pese a que sigue haciéndome preguntas, entre otras, por qué me cambié de pupitre. Me encojo de hombros sin saber qué contestar.
—No sé, tenía ganas de divertirme —digo sin más—, me aburría y quería ver qué pasaba. —Me mira expectante. Sé muy bien que no es una respuesta, ni siquiera lo sería para mí, de manera que opto por contarle una verdad a medias—: Mira, no lo sé ni yo. No estoy pasando una buena racha, ¿podemos cambiar de tema? Gabriele me importa un comino, lo único que pretendía era distanciarme un poco de esa clase de idiotas. —Y, para que no se sienta herida, añado—: Tú no tienes nada que ver, te lo aseguro. Ahora estoy así, ya se me pasará, no es una cuestión personal.
Parece más tranquila y nos ponemos a hacer los deberes. Por un instante tengo la impresión de que todo ha vuelto a la normalidad, como hace dos años, cuando éramos amigas y el mundo quedaba muy lejos. No obstante, de repente se interrumpe y me mira.
—¿Y Giovanni? —me pregunta muy seria.
En ese momento comprendo qué es lo que de verdad le interesa. Su mirada pensativa me lo ha dado a entender. Ni siquiera necesito contestarle, porque lo hace todo sola. Me confiesa que, la otra noche, cuando me vio besándolo en el sofá del Mouse, pensó que acabaríamos saliendo juntos. Ahora que sé que lo que sucede entre Gabriele y yo le trae sin cuidado me siento aliviada, y le explico encantada que Giovanni es un cabrón y no quiero tener nada que ver con él. Le cuento que estaba muy achispada, que habría besado a cualquiera. Veo que se relaja.
—Espero que no te guste ese imbécil —añado.
Se ruboriza y me confiesa que está loca por él. Me cuenta que el verano pasado salieron juntos un mes, pero que luego llegó una de fuera a pasar las vacaciones y rompieron porque él se acostó con ella. No me había dicho nada por lo de mi madre: en ese momento no quería atosigarme con sus estúpidos problemas. Pero no me lo trago, sé por qué no me lo contó y también por qué no me contó que salían juntos el verano pasado. «Menuda arpía —pienso—. Tenía miedo de que yo le gustase a Giovanni». No obstante, en el fondo me alegro, porque ahora ya sé a qué ha venido. Al menos no me dará el coñazo con Gabriele. Dejo que me lo cuente todo hasta el final, y lo único de lo que me percato es de que tanto yo como la razón por la que cambié de pupitre le tienen sin cuidado. «Mejor así —pienso—. Será más fácil pasar olímpicamente cuando esté aún peor que ahora por culpa de ese cretino». Al final me cuenta que no se hablan desde que rompieron y que ella lo ha pasado fatal. En su opinión, le gusto un poco a Giovanni y cree que no debe de haberle sentado muy bien que lo rechazara. La escucho sin abrir la boca, pese a que la tentación de decirle que es muy probable que tenga razón es irresistible; al final la tranquilizo y le aseguro que él no me gusta en absoluto, de manera que ya puede olvidar para siempre la escena del sofá del Mouse.
Cuando acabamos los deberes ya es tarde. Antes de marcharse, Sonia se despide de mi abuela en la cocina.
—¿Cómo está? —me pregunta una vez en la puerta.
Como si a mi abuela se le hubiese muerto su hija y a mí, el gato. Ni siquiera mi futuro albañil sería tan insensible.
—Hecha una mierda —le respondo fríamente, y la atajo, porque he comprendido que ha venido sólo por su propio interés, así que debería ahorrarse el resto de la escena.
Tras cerrar la puerta, suspiro aliviada y vuelvo a mi cuarto.
Por fin se encienden las luces nocturnas en Cerolandia, y sólo hay estrellas.