La casa de Teresa

En ocasiones tomo conciencia de que estás muerta y lo acepto todo: la casa que ya no reconozco, tus cosas que lentamente van deslizándose hacia una lejanía de objetos olvidados. Ahora me doy cuenta de que tu muerte se repite en cada cosa, también en mí: tu muerte es mi muerte. Recuerdo a una amiga de mi abuela, Teresa, que se quedó sola en su piso enorme. De pequeña, cuando mi abuela iba a verla, a veces me llevaba consigo. Desde que sus hijos se marcharon y su marido murió, muchas habitaciones estaban siempre cerradas y con los postigos entornados. Dentro reinaba una penumbra perenne y un silencio de objetos impregnados del olor de esos espacios sin vida. Las únicas habitaciones que todavía usaba eran la cocina y el cuartito al final del pasillo, donde dormía. El resto estaba vinculado a un pasado remoto y mudo que aullaba su nostalgia en la oscuridad. Era tal el silencio que en ciertos momentos aún parecían oírse las voces y los ruidos de los primeros tiempos, cuando los adultos hablaban y los niños jugaban.

Pobre Teresa, me daba una pena… Cuando se lo dije a mi madre, ella contestó que no estaba obligada a visitarla, y luego oí que reñía a mi abuela. Pensé que se había enfadado, pero volvió para hablar conmigo:

—¿Por qué no se lo dijiste enseguida a la abuela?

No se lo había dicho porque la señora Teresa me daba pena. Creo que mi madre lo intuyó y entonces me contó una historia sobre ella y sus nietos, que iban a verla y le llevaban pasteles. Sabía que no era cierto, pero me sentí aliviada.

Creo que también se muere así: cuando se deja de usar ciertos objetos o de entrar en algunas habitaciones. Aprisionamos el pasado para que no nos dé alcance con el peso de los recuerdos.