28 de noviembre

Hoy en el instituto soy el centro de todas las miradas. Siento tanta vergüenza que me gustaría estar varios metros bajo tierra. Apenas entro en clase, las más capullas se acercan para preguntarme cómo estoy.

—¿Por qué? —replico con dureza.

—La otra noche tenías una cara… —afirma Silvia en tono insolente, mientras complacida mira de reojo a Barbara, quien se deleita con la escena desde un rincón.

—¿Nunca has visto a nadie como una cuba? —me defiendo con arrogancia, como si hubiese hecho la cosa más guay del mundo, pese a que me siento incómoda; confío en que no se me note. En cualquier caso, la verdadera pregunta es otra, que de hecho llega enseguida:

—¿Y Gabriele? —inquiere la muy víbora.

—¿Gabriele qué? —replico mirándola con odio.

—Te llevó fuera él, ¿no? —responde Silvia con una sonrisita estúpida.

—¿Y qué? —le espeto mirándola fijamente.

—Nada, lo decía por decir. —Se hace la idiota y añade, con una risita de auténtica gilipollas—: Es que hacíais muy buena pareja. —Y mira alrededor para comprobar el efecto que produce la burla.

—Ya. ¿Y eso te hace reír? —le digo mientras me acerco peligrosamente a su cara demasiado ancha, rosácea y granujienta, e intento que me venga a la mente algo lo suficientemente venenoso para herirla.

—Va, sólo era una broma —me dice retrocediendo. Y añade para disculparse—: Es que estábamos preocupadas por ti.

—Por supuesto —replico con frialdad—, ya vi cuánto os preocupabais. —Intenta protestar, pero se lo impido, irritada por ser el centro de atención—. A ver si aprendes a no meter las narices donde no te llaman. Si te hubiera pasado a ti, al día siguiente no te recogían ni los de la limpieza.

Palidece, niega con la cabeza y hace un ademán con la mano, como diciendo que estoy como una cabra y que no sirve de nada hablar conmigo. La escruto unos instantes, inmóvil, para darle a entender que mi próxima respuesta será aún peor. Por la manera en que me mira comprendo que sabe de sobra que conmigo lleva las de perder. Aún recuerdo su expresión cuando, en cuarto, después de su enésimo comentario cargado de hiel, me vengué mezquinamente escribiendo en la pizarra: «Incluso por dentro eres un callo». En aquella ocasión hizo un gran esfuerzo por simular que no le importaba, pero se veía a la legua que le había sentado fatal. Nuestro duelo silencioso toca a su fin cuando la imponente masa corporal de la profe de Matemáticas ocupa por entero el vano de la puerta. Nos retiramos a nuestros respectivos pupitres.

La profe empieza a preguntar y la llama justo a ella, a la muy cabrona, que no tiene ni idea y regresa a su sitio con un cuatro. Me alegro en el alma y me olvido de todo: de Gabriele, la pizza y el ridículo espantoso de la otra noche.

Durante la pausa evito las miradas de todos escabulléndome del aula y refugiándome en los servicios. Cuando regreso, la clase de Italiano ha empezado ya. Me paso la hora buscando señales de Gabriele en el pupitre mientras las gilipollas de delante siguen intercambiando gestos de complicidad y miradas, y apenas pueden contener unas risitas que recuerdan a las de los macacos del zoo. De repente me siento aún más sola que cuando empecé a sentirme sola y, por si fuera poco, ahora me irrita que alguien pueda pensar que Gabriele y yo salimos juntos. Aunque no lo odio por eso, sino por no estar aquí. ¿Y si hubiese faltado adrede? Eso significaría que a él también le afectan las habladurías. ¿Les habrá contado a sus amigos, los obreros y albañiles, nuestro paseo hasta la playa? Nadie sabe nada, me digo, es un secreto, son sólo esas idiotas, que por lo visto hoy no tienen nada mejor que hacer, aunque si él hubiese venido a clase nadie habría hecho preguntas. Claro que no habrían faltado las miradas y risitas de siempre, pero nadie se habría atrevido a tanto. «Menudo canalla —pienso, y decido—: Mañana no vengo».

Bye, bye, Cero, Zeta se va a la ciudad.