—Gracias —le digo mientras baja del ciclomotor tendiéndome las llaves. Me muero de vergüenza y no logro mirarlo a los ojos—. Has sido muy amable, de verdad —añado, a la espera de que su voz me tranquilice—. De no haber sido por ti, aún estaría en el sofá del Mouse.
Me sonríe. Con las manos metidas en los bolsillos de la cazadora, mira sin parar alrededor; probablemente también se siente cohibido. Pero no tanto como yo, en cualquier caso. Menudo espectáculo di, debería agenciarme un doble para los próximos veinte años.
—No lo creo. Una de tus amigas te habría echado una mano —replica.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál, si puede saberse? Porque ya no me quedan muchas. Además, ya sabes cómo pasan de todo —concluyo con amargura.
Se produce un silencio embarazoso. Veo que cambia el peso de una pierna a otra.
—Está bien —dice por fin dando un paso atrás—. Será mejor que me vaya.
Me ofrezco a llevarlo.
—Claro, así nos pasaremos la noche acompañándonos el uno al otro —comenta divertido.
Me echo a reír, aunque no por la ocurrencia, sino porque me alegra verlo contento por una vez.
—Da igual —dice—, daré un paseo, no queda lejos.
—Hace demasiado frío —insisto, y añado risueña—: Te lo prohíbo.
De repente, no quiero que se vaya y me deje sola. No rechaza enseguida la invitación y me mira titubeante con expresión divertida. Sin importarme un bledo lo que pueda pensar, me lanzo:
—Vamos, te invito a una pizza, así me sentiré menos culpable por la noche insomne que te he hecho pasar.
Vuelve a sonreír mientras hunde la barbilla en la bufanda verde caqui que le tapa el cuello.
—Tendrías que pagarme una de tamaño familiar —bromea.
Sus ojos me parecen preciosos mientras sigue plantado allí sin saber si marcharse o quedarse.
—Te pago dos —digo lanzándome de nuevo al ataque, y enseguida me siento contenta. Permanecemos unos segundos así, mirándonos, todavía cohibidos por la nueva situación que se ha creado—. Eso es un sí —decido—. Subo a casa a coger la cazadora, no tardo ni un segundo.
—Vale, te espero —asiente, aunque por su mirada no parece muy convencido, pero no me importa, me alegro de que haya aceptado.
Vamos al Blue Moon, una gran pizzería en el centro, frecuentada sobre todo por familias. Es un local muy bullicioso, abarrotado de niños que deambulan por la gran sala y con el televisor permanentemente encendido. Por supuesto, no es el sitio ideal para dos personas que quieren charlar, pero al menos no nos toparemos con ninguno de nuestros compañeros de clase. No me importa que nos vean juntos, pero esta noche me gustaría no tener que aguantar todas sus miradas fijas en mí.
Estamos sentados uno frente a otro y fingimos que nos interesan las personas de las mesas contiguas. De vez en cuando nos miramos furtivamente, confiando en que el otro no se dé cuenta. La conversación se reduce al mínimo; al fin y al cabo, al margen de la buena acción que hizo conmigo, podría descubrir a una persona que no me gusta en absoluto. ¿Y si los demás tienen razón? No lo considero una especie de delincuente frustrado: ¿por qué molestarse en ayudarme si fuese realmente así? Y eso es justo lo que me gustaría saber, por qué lo hizo, el problema es que si se lo pregunto probablemente lo pondré en un apuro, así que me abstengo. Me pongo a hablar del instituto, de los profesores, de cosas que no nos interesan realmente, ni siquiera a mí, con la única intención de romper el silencio, cuyo estruendo es mayor que la barahúnda que nos rodea. Mientras hablo lo miro a los ojos, a pesar de que él esquiva los míos, como absorto en el televisor. Se siente incómodo, al igual que yo, si bien hago lo posible por parecer desenvuelta. Entonces le pregunto con quién fue al Mouse anoche.
—Con un amigo —contesta encogiéndose de hombros, y añade que fue a la discoteca porque su amigo quiso pasarse por allí a última hora.
—Gracias por haberme echado una mano —le digo dulcemente.
Me escruta sin soltar palabra y a continuación mira alrededor como buscando a alguien.
—Pero ¿es que aquí no hay camareros? —se queja.
Aprovecho para observarlo y pienso que tal vez no sea tan sensible como me había imaginado, que lo suyo no es inquietud sino aburrimiento. Quizá sólo me echó un cable porque le di pena y en el fondo le importo un comino. Ahora soy yo la que se siente más incómoda. Daría cualquier cosa por desaparecer en este mismo instante y me arrepiento de haberlo invitado, de mi enésima idiotez absurda. Ojalá el camarero nos diga que nuestra mesa está reservada y que no sirven pizzas, sólo platos de pescado a cien euros y champán. Sin embargo, se aproxima una camarera jadeante y nos toma nota. Tras un primer momento de pánico me tranquilizo y dirijo la conversación como puedo, como suele hacerse. Le pregunto dónde vive, qué hace los fines de semana, si tiene alguna afición, a tal punto que acabo pareciendo una asistente social a quien hubieran confiado el enésimo caso desesperado. Aún confío en que me cuente algo sobre su pasión por el dibujo, pero en cambio me contesta de mala gana, dosificando las palabras. Me dice que vive en las viviendas populares, pero sólo cuando su padre no está, y si está ocupa una habitación en casa de un tal Petrit, un amigo albanés que de vez en cuando le busca algún trabajito. Estoy a punto de preguntarle qué tipo de trabajos, pero me contengo a tiempo para no verme obligada a escuchar algo sobre lo que en realidad nada quiero saber. Ahora, mientras habla, me mira para observar mi reacción, y yo intento mostrarme impasible. Me cuenta que los fines de semana hace lo mismo que cualquier otro día, sale con sus amigos, nada especial.
—¿Gente del instituto? —le pregunto, aunque sé la respuesta.
Él rompe a reír y me contesta que no.
—Nunca —asegura, y me mira divertido.
—¿Por qué dices eso? —le pregunto, y también me entra la risa.
—Mis amigos no estudian, trabajan.
—¿En qué?
—Son obreros, albañiles, cosas así —responde encogiéndose de hombros y volviendo a mirar en derredor.
—¿Y a ti qué trabajo te gustaría?
—No sé, no me importaría ser albañil.
—¿Y el dibujo? —pregunto decepcionada.
—¿El dibujo qué? ¿Por qué lo dices? ¿Acaso los albañiles no pueden dibujar?
En ese momento llegan las pizzas y la conversación acaba ahí. He entrado en el restaurante con Caravaggio y saldré de él con Gabriele, el albañil. Me he equivocado de medio a medio, mis compañeros de clase tenían razón: no es ningún artista, lo he soñado todo. Anoche debía de estar muy cocida. En cuanto acabamos, me dirijo directa a la caja para pagar, por fin ha terminado la pesadilla. Nos damos las gracias recíprocamente. Tengo la sensación de que somos más extraños que antes. Tras varios meses de silencio, ha sido excesivo pasar más de una hora como personas normales. Creo que para él también ha sido demasiado y, de hecho, parece ansioso por escabullirse. Probablemente lo haya decepcionado a mi vez, quizá borracha le gustaba más.
Me ofrezco a acompañarlo a casa, pero sólo acepta que lo lleve a la plaza.
—Puedo seguir a pie —dice.
Esta vez no insisto y lo dejo donde dice, poniendo punto final a mi intento de entablar amistad con alguien que, con toda probabilidad, sólo existe en mi mente.
—Bueno, pues hasta mañana —le digo confiando en que en los próximos días tenga un compañero de pupitre menos distante, que no me desdeñe por completo.
—Mañana no iré —replica. Parece haber tomado la decisión en ese mismo instante, como para crear de nuevo cierta distancia entre nosotros—. Nos veremos dentro de unos días —añade.
La velada no ha salido lo que se dice redonda, pero con este epílogo me parece aún peor y me gustaría preguntarle qué hará mañana, por qué no piensa ir al instituto, sólo que se ve claramente que no le gusta dar explicaciones.
—Bueno, hasta la próxima —digo.
—Hasta la próxima —repite, antes de dar media vuelta y empezar a alejarse.
Lo miro cruzar la plaza con las manos en los bolsillos de la cazadora, la cabeza gacha y los hombros encogidos. «El físico de albañil lo tiene, desde luego, y también el cerebro», pienso. Sigo observándolo cuando, de repente, se vuelve y se detiene. A continuación alza un brazo, me saluda y me mira unos segundos. Le devuelvo el saludo sonriente. Estoy demasiado lejos para verle la cara, tampoco él puede ver la mía. Cuando echa a andar de nuevo, me digo que ése es el verdadero Gabriele, el que me gusta un poco, el señor de Cerolandia, silencioso y esquivo, Caravaggio con mono de albañil.
Me gustaría pronunciar su nombre en voz alta en el aire frío, pero me limito a mirarlo unos instantes más y luego vuelvo a casa más confundida que nunca.