22 de noviembre

Ayer estaba convencida de que este año iba a quedarme otra vez en casa, pero hoy, en el recreo, ha pasado algo increíble. La providencia ha salido en mi ayuda y ha arrojado a mis pies a Marco, a quien Mara, una de segundo C, acaba de dejar. Atrapado desde hace un año en un tira y afloja que, según las afiladas lenguas del instituto, duraba ya demasiado, por fin reunió el ánimo necesario —al menos eso me ha contado— y rompió con ella para siempre. No especifica de qué ánimo se trata, ni yo se lo pregunto, al igual que tampoco me interesa si la ruptura es definitiva o no. Dada la suerte que he tenido, me abstengo de todo comentario. ¿Qué más podía desear? Marco es simpático, no es un capullo, y, por si fuera poco, puesto que todavía está enamorado de Mara, seguro que no intentará propasarse a partir de las once. A pesar de que todavía faltan tres días, planeamos la velada: aperitivo en la plaza a las siete, pizza y cerveza en la taberna de Lucio a las nueve, y después la vorágine del baile.

Mientras hablo con él, advierto que Sonia no me quita ojo. Quizá esté pensando que mi fase depresiva ha tocado a su fin y que estoy volviendo a la normalidad. Pero la curación todavía queda lejos, y lo que a ella le parece una señal de progreso, en mi caso se trata de un simple momento de euforia pasajera. Si hablase un poco más con su padre, ilustre psiquiatra, sabría que soy un caso típico de bipolaridad y, además de quedarse tranquila, dejaría de rondar a mi alrededor y de darme la lata.

Respecto a mi ilustre vecino, su majestad el rey Cero, como de costumbre nadie le ha preguntado nada y, según creo, tampoco ha invitado a ninguna chica. A saber lo que me habría contestado si se lo hubiese propuesto. Mientras estoy hablando con Marco, Cero me mira dos veces, la segunda de manera más prolongada, luego se inclina sobre el cuaderno de siempre, que usa para todas las materias, y garabatea algo: ¿no será que hoy lo he inspirado y está retratándome? Me sorprendo sonriendo sola: soy Zeta, la musa o, mejor, la musa-huraña.

A la tercera ojeada lo miro también fijamente. Ninguno de los dos da su brazo a torcer. Marco ahora habla con mi oreja derecha, porque me niego a bajar la vista, aunque al final acabo rindiéndome, pues me siento una provocadora y bajo ningún concepto quiero que Cero piense eso de mí. Charlo con Marco unos minutos más y lo acompaño a su clase. Cuando vuelvo a la mía, Cero está jugando con el móvil y me ignora. Qué novedad. Ha cerrado el cuaderno, así que no puedo ver lo que estaba dibujando. Por descontado no era yo, ¿cómo puede habérseme ocurrido? La tentación de preguntarle si va a ir a la fiesta es casi irresistible, pero al final opto por la indiferencia total y cuando suena el timbre salgo a toda prisa para no hacer más gilipolleces.

En la segunda rampa de la escalera ya me he arrepentido: ¿qué mal había en preguntárselo? Total, ya he recibido un vete-a-hacer-puñetas, así que no me habría muerto porque me hubieran soltado otro. Miro a mi espalda, pero no lo veo bajar. Todavía dudo un instante, pero luego me dejo arrastrar hacia la salida.