21 de noviembre

Me encanta el invierno, este frío urbano de niebla y lluvia que me envuelve y protege, pero no puedo decírselo a nadie. Es señal de equilibrio mostrar un sano amor por el calor, el verano y las sandalias; si se te ocurre afirmar lo contrario, te toman por una depresiva.

Exceptuando el tiempo que estoy en el instituto, paso las tardes sola y sin echar a nadie de menos. Con Righi sigo saboreando el consuelo que me procura nuestra fría convivencia en los páramos desolados de Cerolandia.

Fantasías aparte, creo que mis compañeros tienen razón, Cero no es normal, le falta algo y ciertos días parece de otro planeta: Cerolandia, eso es, un lugar donde las palabras siempre estuvieron prohibidas. En clase, en cambio, hoy se habla por los codos porque, como todos los años, dentro de poco se celebrará la fiesta en el Mouse, un local de la zona normalmente frecuentado por todo tipo de colgados, pero que en ocasiones como ésta, de un solo día, se vuelve in, y si uno no va se lo considera un marginado. Los de segundo de bachillerato, es decir, nosotros, alquilan el local y se ocupan de la venta y gestión de las entradas, que se venden por media ciudad. El resultado es una barahúnda infernal de cuerpos, música ensordecedora, gente que duerme o que folla en los servicios, o acaba comatosa en los rincones en penumbra del local. La tradición exige que todas las chicas acudan acompañadas de un chico y, por tanto, una semana antes de la fiesta se desata la caza del hombre, la cual genera un sinfín de cotilleos y las parejas más insólitas: menos de la mitad sobrevive a la velada, un veinte por ciento celebra el mes de vida y sólo un modesto cinco por ciento se consolida como tal. El año pasado no asistí para quedarme con mi madre, pero éste he decidido no perdérmela. Sé que puede parecer estúpido, pero es así. Yo también tengo ganas de escoger a alguien, de vestirme bien, de que vengan a recogerme, de desmadrarme un poco y, quién sabe, puede que también de algo más (me refiero al sexo, claro, las drogas ni mencionarlas).

Paso revista a la fauna masculina de los posibles candidatos, pero los únicos que me vienen a la mente son los más improbables. El primero es Roberto. Segundo A de bachillerato, esbelto y rubio, tipo juventudes hitlerianas, educado, tranquilo, sólo lleva jerséis de cachemira, no fuma, no bebe y habla en voz sumamente baja. Conclusión: con uno así no vas a una fiesta, sino que te quedas en el laboratorio de ciencias haciendo experimentos con ranas. Luego está Luca. Segundo B, complexión normal, no muy alto, ojos y pelo castaños, siempre disponible, bueno como el pan pero un coñazo, controla en todo momento lo que haces, con quién hablas, cuánto bebes, una suerte de cura: alguien que habrá dicho que sí a todas las del colegio a quienes nadie ha invitado, y con toda probabilidad yo sería la vigésimo primera. Y por último, grado de dificultad elevadísimo, Giovanni. Segundo A, pelo castaño oscuro, ojos verdes, inteligente e irónico, arrogante o simpático según la persona que tiene delante y cómo decide conducirse. El año pasado me tiraba un poco los tejos y si, a la salida de clase, me paraba a charlar con alguien, siempre se me acercaba. En una ocasión incluso me ofreció llevarme en motocicleta. Es muy hábil con las chicas y ninguna, digo bien, ninguna logra hablar con él sin caer en la onda verde de sus maravillosos ojos. Por supuesto, a un tipo así le sobran las propuestas y el riesgo de tener que tragarse un «no-puedo-guapa» y acabar en boca de todos es elevadísimo. La competición sería demasiado dura y, si bien pretendo perder un poco los papeles, también quiero que sea una cosa tranquila, casera, por decirlo así. Con un tipo como Giovanni te sientes siempre el centro de la atención, y yo lo único que necesito es relajarme. De modo que al final me desanimo y me parece que tampoco iré este año. No obstante, aún faltan varios días y cabe que aparezca un desesperado como yo que me invite en el último momento.