Estoy segura. A su madre, ¿te acuerdas?, la viste en las reuniones con los profesores, es la que nos preguntó dónde estaba el de Dibujo. Sí, te habría gustado. Te encantaban los tipos como él, los que pasan olímpicamente de todos, los que tienen siempre a todos en contra y, de improviso, sacan un lápiz de su chaqueta de plástico y te sirven el mundo en un trozo de papel, sólo para ti. Le habrías dicho que te gustaba el invierno y le habrías pedido que te dibujara la ciudad en ciertas noches frías en que las luces se reflejan en el asfalto, brillante por la lluvia. Y a ti no te habría dicho que no, porque tú sabías pedir las cosas. Estoy segura, le habrías pedido la ciudad, en exclusiva para ti, y al final habrías elogiado su dibujo con ojos de admiración. Con el corazón. Odio esa expresión, pero no encuentro otra mejor para referirme a cuanto te concierne.
Eso era justo lo que te gustaba: las personas inusuales, las sorpresas, las cosas insólitas. No te daban miedo y con uno así no te lo habrías pensado dos veces. Te habrías mostrado amable con él enseguida, y luego lo habrías acribillado a preguntas sin demostrar estúpidos prejuicios ni temores. Quizá lo habrías invitado sin más al cine o a dar un paseo. Igual que aquella vez en que te confié que me gustaba un chico y tú, como si fuese la cosa más natural del mundo, me sugeriste que lo invitase a comer. Te contesté irritada que no se podía actuar siempre así, que el trato con las personas requería ciertas maneras —yo, la gran experta—, que no había que comportarse como tú. A veces te entusiasmabas tanto con las cosas, con las personas, y lo manifestabas de una manera tan ingenua, que con frecuencia me avergonzaba de ti, sobre todo cuando venían a casa mis amigas. Quería que fueses una madre como las demás, una que nunca se entromete, y en cambio daba la impresión de que pretendías demostrar justo lo contrario y parecer distinta. En esos momentos te odiaba, me decía que eras la única culpable de que mi padre se hubiese marchado. ¿Cómo se podía convivir con alguien así? Al final, cuando mis amigas se iban, siempre reñíamos y tú respondías a mis críticas resoplando, como si yo fuese la persona más aburrida del mundo. «Pero ¿qué he hecho? —repetías sin cesar—. ¿Qué he dicho?» Y cuanto más me enfadaba, más me hacías pasar por una loca furiosa. Los días siguientes a nuestras peleas ni siquiera soportaba que me preguntases cómo me había ido en clase. En realidad, siempre fingías, porque jamás te enfadabas. Incluso cuando salía el tema de mi padre y yo te vomitaba todas mis idioteces, preferías callar y encerrarte en ti misma en vez de contestarme. Te ensombrecías por unos instantes y revivías ciertos momentos, dolorosos y remotos, de los que yo nunca llegaría a saber nada, pero al final acababa saliendo vencedora tu mejor parte. La rabia se rendía a tu dulzura, a tu alegría, y volvías a ser la de siempre, una mujer un poco anárquica, extraordinariamente afectuosa.
Si hubiese conocido a alguien de mi edad con tu carácter, habría sido mi mejor amiga. Estoy segura, y también de que me habría mostrado más indulgente con ella de lo que fui contigo.
Tu alegría me gustaba, pero en ocasiones la rechazaba simulando que me parecía estúpida e inútil. A mi rabia, en cambio, la consideraba profunda y justificada.
Ahora echo mucho de menos tu alegría, tanto como la amiga que jamás tuve.