XV

El escudo que decora el edificio donde sesiona la Corte del Almirantazgo produce veneración entre los que confían en su justicia… porque no han tenido que apelar a ella. A esta conclusión llega en algunos meses el recompuesto coronel de marina Guillermo Brown. En efecto, el juicio que ha iniciado contra la infame resolución de los tribunales de Antigua se desarrolla morosamente. Sus razones son tan claras y fuertes que sólo motivos extrajudiciales pueden postergar tanto el fallo.

Sus parientes le gastan bromas sobre los años vividos junto al Río de la Plata, su crucero en el Pacífico y la pérdida de su nave: ¿ésa era la vida de tranquilo comerciante que se proponía llevar en «el fin del mundo»? Brown ha madurado. Se toca la pierna: su fractura es testimonio indeleble de un triunfo justiciero en el Atlántico sur. Su nombre se convirtió en grito de batalla, en símbolo de la libertad. A lo largo del Pacífico lo combatieron los realistas, es cierto, pero lo bendijeron los criollos oprimidos. Ya no podrá ser un navegante desprovisto de causa; preferiría dedicarse a la huerta.

—¿Qué significa «causa»? —preguntan.

Y Brown contesta:

—Causa, por ejemplo, es lograr la Independencia de Sudamérica y después contribuir a mantenerla.

Elizabeth comprende a su marido. Pero quisiera no entenderlo para oponerle mejor resistencia. Sospecha hacia dónde huyen sus pensamientos cuando mira con fijeza los visillos de la ventana. Sospecha qué barrunta cuando sale a caminar solo.

—¿Quieres volver, Guillermo?

Guillermo contrae los labios, traga saliva. Sí, quisiera volver a Buenos Aires, extraña Buenos Aires, extraña a esos malditos que trataron a su familia con tanta desconsideración.

—¿Sabes lo que te espera? ¿Sabes que no te han perdonado, que nunca te perdonarán? ¿Sabes que te llamaron extranjero, traidor, aventurero, pirata?

Sí, lo sabe; sus ojos azules no brillan, sus dedos dibujan navíos en el mantel. En Londres circulan noticias deprimentes: los patriotas no consiguen el triunfo total y los españoles se alistan para llevar a cabo una represalia abrumadora. Las tierras emancipadas se deslizan hacia al caos, sin aliados, ni líderes, ni recursos suficientes. Londres mantiene contactos plurales y ambiguos, el futuro es incierto.

—¿Estás seguro de volver, Guillermo? ¿No nos entregamos a otro sacrificio inútil?

—Sacrificio puede ser, Eliza; inútil, no. Mi tío, si pudiera hablar, estoy seguro que me traería un ejemplo de la Biblia: diría que he nacido en tierra de esclavos y después he conocido la libertad; no debo traicionar la libertad, ahora que he recuperado la lucidez.

Le escribe a Bernardino Rivadavia, en misión diplomática por Europa. Su planteo honesto recibe pronta respuesta: «… para responder dignamente a la sinceridad que se ha dignado exigirme, no debo disimular que las circunstancias que intervinieron a su salida del puerto de Buenos Aires, la falta de comunicaciones, la poca correspondencia entre sus instrucciones y su derrota, uno que otro dato que arroja desgraciadamente el expediente y la mal aconsejada evasión de su familia de la capital de nuestro Estado, lo ponen a usted en la necesidad y el deber de volver pronto, por su honor». Rivadavia le aclara que él, personalmente, no necesita explicaciones ni gestos de Brown para comprender su honestidad y lealtad, y agrega: «por mi parte, nada dejaré de hacer» para solucionar el desagradable embrollo.

Brown confía a Hullet Hnos., que se desempeñan como agentes del Gobierno argentino, la prosecución de su juicio en el Almirantazgo para recuperar la inolvidable Hércules. En una carta le adelanta al Director Supremo su disposición de regresar, «esperando con la verdad y justicia de mi parte, rendir cuenta satisfactoria de mi conducta y operaciones».