(Nota del Autor)
El nudo de sangre debe tal nombre a su uso en el látigo de nueve colas con que se azotaba a los marinos. Su confección fue un secreto muy bien guardado hasta que el ingeniero naval Jack Purvis logró desmontarlo en 1910 con ayuda del microscopio, y lo publicó en una revista.
Por el contrario, los quipus siguen siendo un enigma, a excepción de los numéricos. Aún no se ha encontrado la Piedra de Rosetta que permita descifrarlos, como sucedió con los jeroglíficos egipcios o los glifos mayas. Carecemos, pues, de la clave para acceder al núcleo íntimo de una de las más importantes culturas históricas.
Los dos grandes fondos hoy existentes son el del Museum für Volkerkunde de Berlín, con unos trescientos quipus, y el del American Museum of Natural History de Nueva York, que ronda el centenar. Otras colecciones privadas y públicas aumentan esas cifras hasta cerca de seiscientos. Muestra insignificante en comparación con los miles y miles que hubieron de trenzarse a lo largo del Tahuantinsuyu.
Su investigación científica es reciente. Gary Urton mantiene un proyecto en la Universidad de Harvard que considera su sistema binario en términos de almacenamiento digital de la información. Otros expertos lo han comparado con el protocolo EAN-13 de los actuales códigos de barras. De hecho, para obtener un quipu bastaría con sustituir por hilos anudados esas barras verticales de grosores variables que marcan los artículos sujetos a los controles modernos.
Dadas sus innumerables variedades, las hipótesis continúan hoy abiertas. Susan Niles y Frank Salomón han vinculado los quipus con la organización del territorio, complementada por el sistema de ceques y huacas, sobre el que tampoco hay unanimidad. El de esta novela tiene en cuenta tanto los trabajos de Zuidema como los de Bauer, y se basa en la relación establecida por el jesuita Bernabé Cobo en el siglo XVII. No es casual que se debiera a un sacerdote de la Compañía de Jesús, por el persistente interés que dedicó la orden a tales cuestiones. En cuanto al peinado de Sírax, se inspira en el de sendas momias conservadas en la Casa del Inca Garcilaso en Cuzco y el Museo del Oro en Lima.
Estos indicios, y otros que podrían añadirse, subrayan la profunda originalidad de la cultura incaica, con su apuesta por un sistema de registro alternativo al de la escritura, vinculado al textil, al parentesco y al territorio. A ese respecto, el trasfondo que sustenta Nudo de sangre es deudor del Universalismo constructivo de Joaquín Torres García y El paradigma amerindio de César Paternosto. Este último recuerda que el término sánscrito Tantra equivale a telar, tejido, urdimbre, mientras que Sutra designa al hilo, el Ching —el reverenciado libro oracular chino— significa trama. De un modo similar, las tres categorías a las que recurre Juan de Fonseca (techo o Tecton-textil-texto) remiten a un ancestro común, el latín texere, tejer. Palabra ligada, a su vez, a la raíz indoeuropea teks, urdir un armazón, de donde derivan los vocablos griegos tekton (carpintero, constructor) y arqui-tecto. Y también tékhne, técnica, que en origen significó trenzar, para designar luego cualquier destreza, la principal de las cuales fue en un principio la gran revolución de las cuerdas, la cestería y los tejidos.
Para procurar sobre tales asuntos una perspectiva compatible con el siglo XVIII se recurre aquí a un artefacto denominado mesa detective. El anacronismo es deliberado, ya que la palabra detective no resulta operativa hasta Edgar Allan Poe. Pero sólo afecta al término, porque el mueble se inspira en el clasificador de Albrecht von Haller (1708-1777), el padre de la Neurología, por sus estudios del tejido nervioso. Hace algunos años su ciudad natal, Berna, le dedicó una exposición que lo consideraba «el primer internauta» u «hombre en red». Y es que utilizó la correspondencia masiva —unas diecisiete mil cartas en distintos idiomas— para ampliar sus informaciones, gracias a una malla de más de mil doscientos corresponsales que iban de Dublín a Moscú, y de Estocolmo a Málaga. Por ello, su mesa clasificadora ha sido vista como un mediador entre sus trabajos sobre las redes neuronales y las futuras de Internet.
Muchos de los personajes de esta novela son históricos: los Pizarro, Manco Capac, Túpac Amaru, Beatriz Clara Coya, Francisco de Toledo, Martín García de Loyola, Farfán de los Godos, etcétera. Otros mezclan realidad y ficción, como Quispi Quipu, inspirado en la princesa Quispi Quipi, hija del emperador Huayna Cápac, a quien se suele aludir por su nombre cristianizado, Beatriz Manco Cápac.
Lo mismo sucede con los hechos que se cuentan. De entre los autores de las numerosas crónicas y testimonios consultados he de destacar a Mansio Serra de Leguizamón, en cuyo testamento se basa el memorial a Felipe II atribuido a Diego de Acuña. Uno de sus descendientes, Stuart Sterling, ha reconstruido las circunstancias de tan excepcional documento.
La suerte corrida por el Punchao es un misterio. Consta que en 1572 este ídolo de oro formaba parte de la comitiva triunfal de Martín de Loyola cuando entró en Cuzco. También consta que el virrey Toledo quiso enviárselo a Felipe II para que se lo regalara al Papa. Pero la famosa reliquia nunca ha aparecido. En las narraciones Sol de los soles y Espejo de Constelaciones, Luis Enrique Tord especula con su ocultamiento en algún lugar del Perú y el uso astronómico del torreón de Muyumarca, que he tenido en cuenta para ciertos detalles de los capítulos 51 y 54.
Otro de los personajes históricos, José Gabriel Condorcanqui, acaudilló en noviembre de 1780 la mayor rebelión de la América hispana, proclamándose heredero de Túpac Amaru e invistiéndose con su nombre. La sublevación fue aplastada y su cabecilla cruelmente ejecutado en 1781. Pero no se logró extirpar su memoria. En 1816, vísperas de la declaración de independencia, el general Manuel Belgrano expuso en el Congreso de Tucumán su Plan del Inca, que suponía restaurar el trono de los antiguos reyes del Perú. Una idea ya acariciada por José de San Martín, quien propuso para ello a Juan Bautista Condorcanqui, hermano menor de José Gabriel y discípulo, como éste, de los jesuitas. Tras estar recluido durante treinta y cinco años en el presidio de Ceuta, en 1822 fue puesto en libertad y viajó a Buenos Aires. Allí murió en 1827, siendo enterrado en el cementerio de la Recoleta.
La ubicación de Vilcabamba no ha podido establecerse de modo seguro. A lo largo de distintas épocas se ha identificado con Choquequirao, Vitcos, Machu Picchu o Espíritu Pampa. Las opiniones parecían inclinarse hacia este último lugar. Pero en 1987 María del Carmen Martín Rubio aportó nuevas pistas al encontrar un manuscrito perdido del cronista Juan de Betanzos. Valiéndose de ellas, en 1997 Santiago del Valle empezó sus expediciones por una zona apenas cartografiada, en la cara norte del Nevado Choquesafra, a cuarenta kilómetros al sureste de Espíritu Pampa, cincuenta al noroeste de Choquequirao y ochenta al oeste de Machu Picchu.
En cuanto a las fabulosas riquezas de los incas, ninguna comparable a la patata, que Pablo Neruda llamó «tesoro interminable de los pueblos». Cada hora se consumen en el mundo unas ochocientas toneladas. Por no hablar de su valor humano, al salvar de las hambrunas a generaciones enteras. Su domesticación fue una hazaña extraordinaria, aunque rara vez se rinda a agricultores y héroes anónimos el tributo que con tanta largueza se concede a otras castas, como la militar.
Finalmente, he de dejar constancia de algunas libertades y deudas con otros autores.
En aras de la claridad he reducido a un solo nombre —Urubamba— el del río que en el siglo XVIII aparece en los mapas como Vilcamayo, recibiendo en su cabecera el de Vilcanota, y Ucayali tras unirse al Apurímac, para formar una de las corrientes madre del Amazonas.
Los versos que se citan de la refundición El nudo gordiano pertenecen a la Trilogía de los Pizarro de Tirso de Molina.
El supuesto refrán madrileño «Es natural al más crudo varón/ser algo retrechero y coquetón» procede de El diablo mundo de Espronceda.
El cuadro que se describe en el capítulo 13 es una paráfrasis del óleo Bordando el manto terrestre, de Remedios Varo.
Alguno de los recursos que se barajan, como el «chocolate de los jesuitas», está inspirado en las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma.
Deseo expresar mi agradecimiento a Alberto Cabeza, de la Biblioteca «María Moliner» de la Universidad de Zaragoza. A Pablo Jiménez y Daniel Restrepo, del Instituto de Cultura Mapire. Al Centro Bartolomé de las Casas de Cuzco, por su gentileza durante mi estancia en aquel lugar en marzo de 2000. A Concepción Oliveros, Juan José Mendy y Ana Martínez de Aguilar. Y a Juan Marquesán y Amparo Martínez, por sus inestimables juicios.