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Punchao

La ladera de aquel pico estaba cubierta de una vegetación / muy tupida. Los naturales se abrieron paso entre ella para conducirlos a través de sendas que trepaban hacia una terraza dominada por un árbol gigantesco. Debido a algún extraño efecto, el sol parecía brotar de entre sus raíces. Éstas habían atrapado con sus tentáculos una construcción incrustada en la montaña, desparramándose sobre ella como un rayo solidificado en madera. Al crecer, aquel soberbio ejemplar había estrujado los sillares, descabalando y cuarteando la piedra hasta borrar todo rastro del dintel. Pero no había podido cenar la entrada de la galería, a través de la cual surgía ahora la luz.

Los indios desbrozaron el camino de acceso, golpeando con los machetes para espantar a las serpientes que allí pudieran esconderse. Junto con Umina, ayudaron a entrar por el hueco del árbol a Sebastián, resentido por su herida. Esquivaron las raíces que se abrían a los dos lados del pasadizo, en busca de la humedad. Y al hacerlo trazaban un baile de formas inquietantes, con aquel extraño modo de recibir la luz del sol.

Llegaron así al punto en que la galería se internaba dentro de la montaña. Encendieron sus acompañantes las antorchas que allí había prevenidas. Y se las entregaron sin querer pasar adelante. Desde aquella distancia prudencial, el jefe del poblado les indicó un corredor con escalinatas excavadas en la roca dura y negra para que siguieran por él.

—Esto no me gusta nada —dijo Umina.

—Sí —coincidió Sebastián—. Ellos se quedan de nuevo atrás, como antes de empujarnos hacia el intihuatana donde se escondía Carvajal. Pero ¿qué podemos hacer?

—Escucha eso.

Pararon en seco para que sus pasos no perturbaran los sonidos que llegaban hasta ellos, rebotando difusos en la piedra. Se oía un ruido angustioso y rítmico, la agónica respiración de una tráquea obstruida. Y chillidos lejanos, agudos, que se alzaban entrecortados, sobrevolando en ráfagas intermitentes.

—Esos gritos me ponen la carne de gallina —dijo la joven—. ¿Qué hay debajo de nosotros?

—No se ve nada. El único modo de averiguarlo es seguir bajando.

—¿Y ese olor? ¿Lo sientes?

Era un tufo acre y amoniacal, que hendía la oscuridad, penetrando como un escozor en los intersticios de los demás sentidos, ahora puestos a prueba y en sordina.

Después de un prolongado descenso, desembocaba aquel tránsito en una cámara de gran amplitud y considerable altura. Los mismos sonidos se escuchaban ahora más nítidos, amplificados por la reverberación. Y a ellos se añadía un siseo inquietante, convertido en silbido opaco al pasar por algunos lugares.

En la pared de la caverna se abrían varias hornacinas, y en el suelo se alzaba un ara de piedra, que ellos veían ahora desde arriba y desde lejos. Al descender hacia aquel altar percibieron el resplandor de un ídolo de oro con forma humana. Alrededor de su cabeza se desplegaba en abanico una gran patena, a manera de espejo cóncavo. Y al concentrar los rayos del sol que sobre ella caían, reflejándolos, bañaban la imagen en una atmósfera irreal, fuera del tiempo, como si emergiera de la luz.

—¡Es el Punchao! —exclamó Umina, con la emoción en carne viva.

—Nunca imaginé que llegaría a verlo —confesó Sebastián.

Allí estaba, el Sol naciente y renaciente, aquel testigo que cada solsticio aseguraba el regreso del astro al asentarlo sobre su pecho. Aquel relicario donde se guardaba el polvo de los corazones de todos sus hijos, los Incas que le habían consagrado el Tahuantinsuyu, el Imperio de las Cuatro Direcciones, gobernándolo en su nombre.

Pero el Punchao no estaba solo. Ni, al parecer, desprotegido. Entre ellos y aquel ídolo de oro se interponían en el suelo varios esqueletos humanos.

Comprendieron entonces que los naturales los estaban sometiendo a la prueba definitiva.

—Era de temer —dijo Sebastián.

—¿De qué han muerto? —preguntó Umina, señalando los despojos.

—No tienen aplastamientos, ni flechas, ni señal de arma alguna. Esto es mucho peor que Carvajal. Un enemigo invisible.

—¿Y ese olor? ¿No notas un olor extraño?

Arreciaba aquel tufo acre, tan intenso que ahora raspaba en la garganta. Y el ruido de fondo, ominoso y rítmico, se convertía en un claqueteo tumultuoso, un castañetear encima de ellos, pronto seguido de gran alboroto y desapacibles chillidos.

Al alzar la vista se les ofreció un panorama que los perturbó profundamente. Las teas, al barrer las anfractuosidades de la roca, fueron descubriendo en ellas bultos apretados de un color más claro que la piedra volcánica de la que parecían brotar. Las llamas de las antorchas se reflejaban en unos puntos diminutos como alfileres, que rebullían al ser alcanzados por la luz.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Sebastián.

—Murciélagos —le respondió ella.

Cientos y cientos de murciélagos colgaban cabeza abajo en racimos siniestros como tumores.

Umina fue la primera en reaccionar.

—¿Te acuerdas de la Crónica de Diego de Acuña?

—Claro.

—¿Recuerdas que Sírax estaba tejiendo un vestido ceremonial para Túpac Amaru?

—Sí, cuando él la sorprendió en la alberca.

—Era de pelo de murciélago.

—Y tú crees que lo sacaban de aquí.

—¿De dónde, si no?

Resonaba ahora con mayor fuerza el batir de alas, quizá la preparación de aquella infame turba para salir a la caza de insectos. Uno de los animales manó al intentar sujetarse, rechazado por uno de sus compañeros. Se descolgó y descendió en quiebros irregulares, en dirección al altar del Punchao. Y cayó fulminado al salir de la zona iluminada por los rayos de sol. Éstos trazaban una senda intangible al ser reflejados por la patena desplegada alrededor de la cabeza del ídolo. Se oyó un golpe sordo al estrellarse contra el suelo.

Fue entonces cuando se dieron cuenta cabal de dónde se encontraban: en el interior de un tubo volcánico que horadaba la montaña, desde lo alto hasta las profundidades. A su través soplaba el viento y entraba el sol, al ponerse tras el pico de Sinca. En algunos de los conductos había emanaciones de gases. Y los rayos, al reflejarse mediante espejos cóncavos de oro, señalaban el camino libre de ellas. Un camino que ahora se estaba borrando, al desaparecer la luz, que no volvería a entrar en aquel recinto hasta encontrar otro conducto más bajo que el ahora iluminado.

—Si nos metemos en las galerías contaminadas, estaremos perdidos —dijo Sebastián.

—Acuérdate de la advertencia que le hacía Sírax a Diego: «Evita la cueva, porque encierra grandes peligros. Pero si te vieras obligado a ello, camina sólo por los lugares donde veas murciélagos».

—Nos mantendremos debajo de ellos.

Avanzaron hacia el interior sintiendo sobre sí aquel desapacible paraguas que les garantizaba poder respirar aire. Trataban de este modo de abrirse paso hasta la cámara principal en la que se encontraba el Punchao, embebida en las entrañas del pico, donde los rayos del sol aún incidían a través de una chimenea natural de ventilación.

Cuando llegaron allí, se quedaron boquiabiertos.

—Mira eso —dijo Sebastián a la joven.

—¡El tesoro de los incas! No era ninguna leyenda.

A ambos lados había lingotes de oro y plata, vasijas llenas a rebosar de monedas y alhajas, animales fundidos en estos metales. Y envolviéndolo todo se retorcía aquella gigantesca serpiente dorada que parecía custodiarlo.

—La cadena con eslabones de oro que Huayna Cápac mandó hacer para celebrar el nacimiento de su hijo Huáscar.

—¿Y esto? ¿No son quipus? —le preguntó él, señalando toda una batería de cuerdas, cuidadosamente alineadas y ordenadas.

—Parece un archivo. Quizá contenga el inventario de otras huacas que a su vez guardarán tesoros y la memoria de sus gentes.

—Con éste que llevo al cuello se podrían localizar y rescatar.

—Quizá sea el quipu de los quipus.

—Y eso, ¿qué es eso?

Se refería el ingeniero a un objeto perfilado al final de la cadena de oro. Al acercarse, apenas repuestos de su asombro por el tesoro, vieron en su centro algo todavía más pasmoso y que nunca habrían esperado encontrar allí.

—¡Es un cofre! —exclamó Umina

—Un antiguo cofre español —corroboró él.

Costaba creerlo. En tal latitud y lugar, aquello parecía un despropósito tan exótico como un quipu en los páramos castellanos.

Pero no ofrecía lugar a dudas. Y ahora, de pronto, todo su viaje, aquella larga peregrinación y peripecia, parecía cobrar una dimensión que amenazaba con sobrepasarlos. Sus manos temblaban cuando se adelantaron hasta él.

Sebastián sujetó su antorcha en el suelo para dejar libre el brazo sano, miró a la joven y se dispusieron a abrirlo juntos. Cedió la tapa, cayendo hacia atrás con un crujido.

Su interior parecía perfectamente inofensivo. Banal, incluso. Sólo había prendas femeninas. Prendas europeas, desgastadas y antiguas. Y no pudieron evitar mirarse, decepcionados:

—¿Para esto lo acarreó alguien hasta aquí? —se preguntó ella.

—¿Desde tan lejos? No puede ser.

Al revolver los vestidos, sucedió algo inesperado, que resonó en el fondo, amortiguado:

—¿Qué ha sido eso? —dijo él.

—Algo que había oculto. —Y metió la mano para rebuscar entre las ropas.

—¡No hagas eso! —la previno Sebastián, sujetándole el brazo. Pero ya era tarde. Había tropezado con algo, y ahora lo sacaba para mostrárselo.

—Es un canuto de plomo.

Un cilindro de un dedo de diámetro y algo menos de dos palmos de largo, cenado por un lacre.

—Lleva el mismo nudo de sangre que el espejo y el quipu —dijo él. Lo sujetó Umina, para que él rompiera el precinto.

Pudo entonces extraer ella un papel recio. Lo desenrolló, acercándolo a la luz.

—Está escrito en español…

—Y, a juzgar por la letra, se corresponde con la época de las ropas y la Crónica de Diego de Acuña.

—Está fechado en mil quinientos setenta y tres.

—El mismo año en que Sírax llegó a España.

El resto del documento dejaba poco lugar a dudas. Era una probanza, una acreditación, en la que figuraba como testigo Sulca, la criada. Y explicaba las razones que había tenido su dueña para proceder como lo hizo. Era, pues, el testimonio de la doncella de Sírax tras la muerte de ésta, preservado para la posteridad por el jesuita Cristóbal de Fonseca.

Comenzaba trazando los antecedentes familiares de aquella princesa inca, contando cómo su madre, Quispi Quipu, trató de reproducir el mismo sistema que habían empleado con ella y su hermano Manco Cápac. En el caso de Sírax, intentando asegurar una descendencia secreta de Túpac Amaru con la hermana más cercana, para conseguir la máxima legitimidad en la línea genealógica.

—Por eso la hubieron de someter antes a las pruebas de virginidad de Qenqo Grande —aseguró Umina—. Sobre todo tras el incidente con los soldados españoles en Cuzco.

Luego, a través de Ollantaytambo, la llevaron hasta el santuario del Nido del Cóndor, para que terminase de conocer las tradiciones de sus mayores. Y allí, en aquel lugar que nunca habían descubierto los invasores, fue visitada por Túpac Amaru desde su refugio de Vilcabamba. Cuando supusieron que había quedado embarazada, cumplieron en ella el rito de fertilidad de la Piedra Blanca de Ñusta Hispana.

—Hasta aquí lo previsto, y lo que ya habíamos deducido tú y yo —dijo Umina.

Después, las cosas discurrieron de muy otro modo. En realidad —proseguía el documento—, Sírax todavía no estaba embarazada. Ni ella ni Túpac Amaru se prestaron a aquel plan, pretextando que los augurios no habían sido favorables. Alegaron no haber recibido el permiso de las momias del padre de él y de la madre de Sírax, preceptivos ambos para aquella unión. Aunque quizá todo se debió a que sus afectos estaban en otro lado. En el caso del Inca, en el amor por su esposa, que le daría un hijo en breve.

Sucedió, en cualquier caso, que el embarazo de Sírax no fue de su hermano Túpac Amaru, como podría haberse creído y esperado por quienes se mantenían al tanto del Plan del Inca, sino de Diego de Acuña.

—¡Fue Diego! —advirtió Sebastián.

—Claro, esto explica muchas cosas —añadió Umina—. Sírax sabía que en cuanto naciera aquel hijo estarían perdidos. Los matarían a los tres, a ella, al hijo y a Diego.

—Y tras la ejecución de Túpac Amaru, al ver que Acuña iba a morir, se lo contaron todo a Cristóbal de Fonseca.

El virrey Toledo había encomendado entre tanto al jesuita una misión extremadamente confidencial. Se trataba del Punchao, el ídolo más buscado por los españoles desde hacía cuarenta años, y el más estimado por los incas. Muertos los reyes autóctonos y destruidas sus momias, era el único vestigio de haber sido un pueblo libre y soberano. Sabía bien el solitario virrey los riesgos corridos al ejecutar al último emperador. Y deseaba hacer llegar a Felipe II algo que justificara y atenuase en la medida de lo posible aquella acción suya. Le enviaría aquel ídolo, sugiriéndolo como el mejor obsequio para el Papa. El monarca español estrecharía así su relación con el Sumo Pontífice en sus querellas por el reparto de América. Era tanto como poner a los pies de Su Santidad el polvo de los corazones de todos los Incas, el principal objeto de idolatría del más poderoso imperio en aquel continente.

De ahí surgió el viaje a la Península, entre 1572 y 1573. Al llevarse a Sírax consigo, Fonseca trataba de jugar sus propias bazas, valiéndose de las redes de la Compañía de Jesús. Pero ella estaba dispuesta a aprovechar cualquier oportunidad. La primera condición, y la más difícil de aceptar por parte del jesuita, fue que el Punchao no saliera de aquellas tierras. Pues las reiteradas alusiones de Túpac Amaru a aquel ídolo poco antes de ser ejecutado, durante su discurso desde el cadalso, venían a ser como una consigna. Se sabía que el virrey Toledo tenía los días contados: ya iban camino de España los informes sobre lo sucedido, que le costarían el cargo. Tan pronto embarcara el sacerdote podía considerarse fuera del alcance de Francisco de Toledo. Y no había ninguna prueba de aquella misión, que debía conservarse en secreto por todos los medios. La segunda condición impuesta por Sírax era que con ella fuese la Crónica de Diego de Acuña, como un documento que pudiera utilizarse en su día, a la espera de acontecimientos. Y la tercera, que —cualquiera que fuese su suerte— el cuerpo de ella sería entenado en el Cuzco, en la cripta del Templo del Sol. Como garantía de su cumplimiento, la acompañaría en el viaje su doncella Sulca.

Así se hizo. El Punchao desapareció camino de Lima. Hubo un ataque concertado por parte de un grupo de leales, que asaltaron la comitiva de Cristóbal de Fonseca y Sírax para despojarla del ídolo. Éste fue ocultado a la espera de ser devuelto algún día a Vilcabamba. Continuaron ellos hasta la costa. Tomaron un buque clandestino. Desembarcaron en Andalucía, eliminando testigos incómodos. Y Sírax quedó a buen recaudo en un convento de Cádiz.

Comenzaron entonces las laboriosas gestiones y tanteos del jesuita, sin revelar el paradero de la princesa, que avanzaba en el embarazo. A pesar de sus esfuerzos, la familia de Diego rechazó la perspectiva de acoger a alguien como Sírax.

—Los padres no querrían un mestizo, y ninguno de los hermanos segundones iba a permitirlo —afirmó Sebastián—. Menos aún después de que Diego escribiera ese memorial a Felipe II, renegando del proceder de España en América. Y semejante actitud invalidaba la Crónica para las ambiciones de los Acuña.

—Aunque eso no evitó, al cabo de los años, que alguno de ellos tanteara la suerte viniendo aquí a Perú, donde arraigó la rama de la que procedía Alonso Carvajal.

El parto de Sírax se adelantó y se complicó —proseguía aquel documento—. Supo que iba a morir. Cristóbal de Fonseca no estaba en ese momento con ella, y no pudo recoger su última voluntad. Habían empezado los problemas con sus superiores, que terminarían recluyéndolo. Ella se dio cuenta de que el único modo de asegurar la supervivencia de su hijo sería encomendarlo al jesuita a través de su criada Sulca, para que lo diera en adopción a alguien que supiese guardar el secreto hasta que las condiciones fuesen más propicias. Y hacerlo con la suficiente discreción como para que no lo matasen, dado que era un vástago de la familia real inca. Atrapada en el dilema de salvaguardar la vida de su hijo o la herencia de Vilcabamba, eligió en primera instancia velar por él. Pero sin descuidar la segunda, dejando un mensaje que no pudiera ser entendido fuera de su gente, aunque capaz de asegurar su reconocimiento por los herederos cuando las cosas cambiaran.

Ordenó entonces a su criada que trenzara en su pelo el itinerario hasta Vilcabamba, siguiendo el modelo del quipu rojo que ella sabía de memoria y había utilizado para encuadernar la Crónica de modo que no se separara de ésta, entregándola a Cristóbal de Fonseca. Y pidió a Sulca que la embalsamara y encomendase al jesuita velar por el regreso junto con su cuerpo, para ser entenado en el Templo del Sol de Cuzco.

A su vuelta a Cádiz, Cristóbal de Fonseca se hizo cargo de todo. Oficialmente, inhumó el cuerpo de Sírax en la capilla del castillo familiar. Aunque en realidad lo entregó a su criada, para que lo llevara de regreso al Perú. También dejó instrucciones para incorporar al escudo de la familia adoptiva del niño, como señal, el Nudo de Sangre de Vilcabamba.

Todo lo cual había hecho constar el jesuita en aquel documento, del que hizo una copia para Sulca, como testigo que era.

Se miraron Umina y Sebastián. Nada decían, pero tampoco lo necesitaban. Su pensamiento era idéntico: aquello no habría sido posible sin la fe de Sírax en el futuro de los suyos, sin la tenacidad de su pueblo para salvaguardar la propia memoria, incluso careciendo de escritura. Tampoco sin el poder preservador de la sangre para anudar vidas, encauzar deseos y enderezar destinos.

—Ahora entiendo el calvario de esta mujer —dijo ella—. La pusieron entre la espada y la pared: o ser fiel al legado encomendado o asegurar la supervivencia de su hijo.

—Y los derechos de sus descendientes. Así se comprende mejor de dónde proceden las historias y leyendas que hemos visto.

—Pero ¿qué pasó con el hijo de Sírax y Diego de Acuña?

—Esa familia con la señal del nudo de sangre no puede ser otra que la mía, los Fonseca. Y sólo quedo yo.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó ella.

—No lo sé. ¿Cómo solucionaban los incas estas dudas?

—Lo preguntaban a sus antepasados.

—¿A sus momias? —se extrañó Sebastián—. Ellas no pueden hablar.

—Su voluntad era interpretada por un oráculo.

—En ese caso, necesitamos uno.

—Ahí lo tienes —dijo ella señalando al Punchao—. No lo hallarás mejor. A él le consultaban las decisiones más importantes.

Un último rayo de sol cayó desde lo alto, reflejándose en el rostro hierático del ídolo. Rebotó en la patena que lo rodeaba y se proyectó hacia delante, envolviendo a Umina y a Sebastián, iluminándolos.

Fue como si los eslabones de la cadena que serpenteaba por entre el tesoro y el cofre se resolviesen en una estela dorada, destilándose sobre ellos, aunándolos. Como si los corazones desecados en el pecho del Punchao aún continuaran latiendo, sorteando las generaciones que impregnaban sus rasgos y gestos, las ramificaciones de una sangre impulsada a través de tantos anhelos y batallas, ambiciones y oscuras herencias. Aquella sangre capaz de anudar con sus apremios la distancia de siglos o mares. Y que ahora en ellos no desmentía.