Intihuatana
El jefe del poblado, tras reparar en el nudo de sangre que cenaba el quipu, subió las manos hasta el rostro de Sebastián. Y tanteó sus rasgos lentamente, como pudiera hacerlo un ciego o un escultor que los modelase en arcilla.
—¿Qué intenta, palpándome la cara? —preguntó a Umina, inquieto.
—No lo sé —le contestó ella—. Me preocupa más lo que dice este otro.
Se refería al sacerdote, quien proseguía con su vehemente perorata y se enzarzó en una violenta discusión con el jefe.
Terció Umina, con el resultado de que ambos se le enfrentaron. Pero no sólo no se calló ni se arredró la joven, sino que esto pareció redoblar su ímpetu.
Trató Sebastián de adivinar el curso de la conversación a través de sus gestos, de las inflexiones de sus voces. O auscultando el rostro de Qaytu, que solía resultar más indicativo.
Imposible saberlo. Por de pronto, no los soltaron, siguieron manteniéndolos bien amarrados.
Y a una orden del jefe les hicieron caminar, conduciéndolos en procesión hasta un aterrazamiento que no parecía de nueva traza, sino parte de la vieja ciudad inca.
—¿No será esto, por casualidad, el Andén del Escarmiento? —le preguntó a Umina, refiriéndose a la penúltima de las huacas que figuraba en su lista.
Esperó ella a estar a la par de él para responderle: —No lo sé. Pero quienes les han atacado han sido Carvajal y Montilla.
—¿Cómo han llegado hasta aquí?
—Los han guiado indios renegados que conocen la zona. Al parecer, esos insensatos buscaban a tiro derecho el Ojo del Inca.
—Supongo que les habrás dicho que no tenemos nada que ver.
—He tratado de convencerlos de que esos hombres eran también nuestros enemigos. Pero no se han creído ni una palabra. Como tú suponías, el nudo de sangre de mi espejo y tu quipu nos convierten en fuente de información. El sacerdote va más lejos e insiste en que somos nosotros quienes lo hemos organizado todo… El jefe del poblado no lo ve del mismo modo, y habla de tu cara.
—¿Qué tiene que ver mi cara?
—No lo sé. Pero mientras el jefe del poblado parece dispuesto a concedernos el beneficio de la duda, el sacerdote no. Está furioso porque el ataque los ha pillado desprevenidos, y cree que la elección de esta fecha no es casual. Se disponían a celebrar el Inti Raymi, la fiesta del solsticio de junio. Entonces, y para zanjar la discusión con el jefe del poblado, le ha propuesto someternos a una sencilla prueba.
—¿Qué prueba?
—Tampoco lo sé. De ella dependerá nuestra suene.
Los apremiaron en ese momento, haciéndolos callar y señalando al sol. Faltaba poco para que se pusiera, y pronunciaron varias veces la palabra intihuatana.
Los arrearon sin contemplaciones en dirección a un estrecho camino que se abría paso entre las rocas. Debía de ser otro de los accesos a la ciudad perdida. Antes de entrar en él hubieron de sortear varios agujeros en el suelo. Salía de ellos un hedor pestilente, y bordoneaban alrededor moscas y tábanos.
—Mira —le dijo a Umina—. Ahí abajo.
—¡Es hombre!
—Han caído en otra trampa.
Se referían a los nuevos cadáveres de mercenarios españoles. Yacían atravesados en el fondo, erizado de varas de bambú cortadas a bisel.
—¿Y Carvajal? ¿Y Montilla? —preguntó ella.
—Imposible saberlo, tenían las caras destrozadas.
Gritó el sacerdote, señalando hacia el sol que declinaba a ojos vistas, y los empujaron de nuevo para que se apresurasen.
Llegaron al fin a una plataforma circular de piedra, una gran roca que había sido desbastada del natural para allanarla, dejando en su centro un saliente en ángulo recto que remataba en un gnomon enfundado de oro sobre su afilada punta.
—Ahí está el intihuatana —dijo Umina.
Señaló el amarradero que iba a protagonizar aquel solsticio de junio, cuando el día más corto del año amenazaba con privarles de la presencia del astro.
—¿Qué pasará ahora?
—El sacerdote tiene que atar el sol a ese estribo de oro. Ellos creen que el metal está forjado con el sudor de sus rayos. De ese modo volverá a lucir y reemprender el camino de vuelta hacia jornadas más largas y luminosas.
—¿Y cómo piensa lograrlo?
—Con invocaciones y sacrificios.
—¿Eso va por nosotros? —preguntó Sebastián.
Les hicieron callar, los desataron y empujaron, encaminándolos hacia la piedra. Faltaba poco para que el sol se pusiese, justo enfrente de ellos, sobre los picos que cerraban la ciudad, protegiéndola por el oeste.
Al avanzar hasta el intihuatana, Sebastián, a quien habían obligado a ir delante, se detuvo para prevenir a Umina.
—Ten cuidado. ¿No preguntabas por Montilla? Aquí lo tienes.
Un cuerpo yacía derribado por tierra, hecha jirones su ropa a la española. No resultaba fácil reconocerlo por lo desfigurado que había quedado. Pero era el marqués, sin duda.
—¡Dios mío! ¿Qué le han hecho? —preguntó la joven.
Los moratones de su rostro, los párpados hinchados, el pelo lacio pegado a los pómulos por los costrones de la sangre, las erosiones purulentas de las rodillas, los miembros aplastados y desmadejados, daban buena cuenta del castigo cruel al que lo habían sometido.
No le dio tiempo a compadecerse de él, porque hubo de ponerse de nuevo en guardia, prevenida por el grito de Sebastián.
—¡Cuidado, es Carvajal, allí detrás! ¡Y está armado!
Se había hecho fuerte escondiéndose en el parapeto que cenaba la parte posterior del intihuatana.
—Han debido de obligar a Montilla para que se enfrentara a él, y ha pretendido negarse —continuó el ingeniero—. Es una advertencia sobre lo que nos espera si hacemos lo mismo.
Carvajal tenía varias armas de fuego ya prevenidas, y los indios no se atrevían a acercarse. Pero necesitaban hacerlo por la ceremonia del Inti Raymi. Y su intención era utilizarlos para hacerlo salir de allí. Además, así sabrían si eran amigos o enemigos de aquel hombre.
Cuando los desataron, pidió el ingeniero algún arma. Ellos se la negaron, empujándolos para que se acercaran a la plataforma de piedra. Umina fue la primera en aproximarse.
—Dejadme —les dijo—. A mí no me disparará.
—¡No lo hagas! —le gritó Sebastián.
Se lanzó sobre la joven, haciéndola caer al suelo. Sonó un disparo, y una bala silbó junto a sus cabezas.
—Carvajal no bromea. Está tirando a dar.
Fonseca hizo un gesto a Qaytu para que sujetara a Umina mientras él se encaramaba a la plataforma.
Tan pronto como lo hizo, sonó un tiro. Pudo esquivarlo, advertido por el movimiento de su adversario. Y se arrojó al suelo cuan largo era, buscando el precario resguardo del gnomon de piedra.
Carvajal no quiso volver a fallar, y salió de su escondrijo para apuntar desde más cerca.
Aprovechó ese momento Umina, recuperando la espada de Montilla y arrojándola hasta donde se hallaba el ingeniero, pegado a tierra.
Éste no pudo alcanzarla. El arma chocó contra el intihuatana, resbaló y cayó, yendo a parar junto a Qaytu. El mayoral se adelantó entonces para alcanzársela y, al lanzarla, se oyó un nuevo disparo. Cayó el arriero, tiroteado por Carvajal. Umina trató de socorrerlo.
—¡No te muevas, o te dará a ti también! —la previno Sebastián.
Empuñó la espada y, antes de que su adversario volviera a cargar el fusil, avanzó hasta él, obligándolo a batirse.
Carvajal se lanzó contra el ingeniero con una furia desesperada, presa de la tensión del asedio, de la sed y el hambre a que había sido sometido. Vio en ello Fonseca su mejor arma. Aguantó a pie firme las primeras embestidas, y fue ganando terreno lentamente, hasta llevarlo al borde de la plataforma, que caía sobre el precipicio.
Se hallaban ambos junto al abismo, peleando cuerpo a cuerpo, espada contra espada, rostro contra rostro, para ver quién arrojaba al otro al barranco. Y en eso oyó el grito de Umina:
—¡Cuidado, está sacando una pistola!
El obrajero había echado mano a la trasera de su cinturón, y tras extraer el arma le apuntó al corazón. Estaban tan cerca que no podía fallar.
Sintió Sebastián el plomazo a quemarropa. Primero, el impacto en el pecho, un calor intenso, y el borbotón de sangre que le surgió mientras caía hacia un costado.
Después, sólo percibió lo sucedido de un modo difuso, como si el tiempo se dilatara y las palabras le llegaran entre ecos. Había oído el grito de Umina. Luego, el de Carvajal. No comprendió bien el de éste hasta entender que maldecía a Qaytu.
En el momento de disparar, el mayoral se había lanzado contra los pies de su mortal enemigo, haciéndole perder el equilibrio y, en parte, la puntería. El hacendado se sacudió al arriero, propinándole una patada que lo lanzó hacia atrás, al borde mismo de la torrentera, donde Qaytu trataba de sujetarse desesperadamente.
Pero al hacerlo, Alonso Carvajal había perdido el equilibrio, cayendo a su vez contra el afilado gnomon de oro que marcaba el medidor solar del intihuatana. Se oyó el crujido de la tela al rasgarse, el golpe seco de la carne y el retemblar del metal al recibir el cuerpo. Y allí quedó ensartado, atravesado el pecho de arriba abajo, la sangre goteando a lo largo del filo dorado.
Apenas se había repuesto Sebastián de aquello cuando se oyó el grito desesperado de Umina:
—¡Qaytu! ¡No! ¡No!
La joven se había lanzado al suelo tratando de agarrar la mano del mayoral. En vano. Para entonces el arriero ya había resbalado, precipitándose al vacío. Y se le oyó caer, rebotando en las piedras hasta ser engullido por las aguas que espumaban allá abajo, mientras los naturales del poblado asistían atónitos a aquel desenlace.
Se arrastró el ingeniero hasta ella y, tomándola por los hombros, la apartó de tan peligroso lugar para abrazarla contra su pecho mientras le decía:
—Lo siento, lo siento de veras.
Sollozó ella largo rato. Y fue al abrir los ojos entre las lágrimas que le nublaban la vista cuando la joven se dio cuenta del alcance de la herida que tenía Sebastián en el hombro izquierdo:
—Estás perdiendo mucha sangre —le dijo.
—No ha alcanzado el hueso. Bastará con sacar la bala y vendar.
Por un momento se habían olvidado de los naturales. Pero la actitud de éstos había cambiado por completo. El propio jefe del poblado ayudó a la joven en la cura de Fonseca mientras eran retirados los cuerpos de Carvajal y Montilla.
Luego, señaló el sol, a punto de ponerse sobre la montaña que dominaba la ciudad, al ocultarse tras la roca más alta que la flanqueaba por aquel lado.
—¡Sinca! —dijo, extendiendo el brazo en aquella dirección.
—Algo dice de una nariz —alcanzó a traducir Umina, enronquecida y llorosa—. ¡Qué importa ahora eso!
El jefe no parecía de la misma opinión, y estaba dispuesto a que le prestaran atención de grado o por la fuerza, pues lo apremiaba el sacerdote. Señalaban ambos la alineación del intihuatana con el cerro, la última huaca de su itinerario. Y, a juzgar por sus palabras, ése iba a ser el momento en el que relumbraría el Ojo del Inca.
Los separaron al uno del otro y los obligaron a contemplar la puesta de sol, que en el aire purísimo de los Andes adquiría una belleza sobrecogedora.
Por alguna causa desconocida, alcanzaba a brillar el astro a través de una fisura o cueva que se abría a media ladera de la montaña, ahora a contraluz, que protegía Vilcabamba.
El sol deslumbraba y hacía daño a la vista. Pidió Umina, aún llorosa, que le devolvieran el espejo negro de obsidiana, y se lo ofreció a Sebastián para que mirase a través de su reflejo
Lo que allí vieron los llenó de asombro.
Al tomar como referencia el Ojo del Inca y aquel pico de Sinca en forma de nariz, aparecía ante ellos la silueta de un rostro. La montaña, perfilada contra el sol, con las sombras que arrojaba en aquel preciso momento, dibujaba una cara humana, yaciendo en posición horizontal.
—Ahora entiendo por qué me miraban de ese modo —hubo de admitir Sebastián.
—Esa montaña es tu vivo retrato.
Una vez descartada cualquier complicidad con sus atacantes, sin duda lo tomaban por alguien estrechamente vinculado al Inca en cuyo honor eligieron y remodelaron aquellos ceños. El quipu que llevaba al cuello así se lo confirmaba. Y les hacían gestos para que se dirigieran hacia allí sin pérdida de tiempo.