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Guanipata

Trataron de ahorrar fuerzas, conservando el calor a la espera de que amaneciese. Sólo empezaron a abrirse paso cuando una luz lechosa iluminó difusamente la nieve que se extendía frente a ellos, cubriéndolos. Retiraron luego la manta que habían utilizado como puerta para emerger hasta al islote de piedra en el que se habían refugiado.

Qaytu fue el primero en salir al exterior, y se volvió hacia ellos, gesticulando como un desesperado.

—No sé si son buenas o malas noticias —dudó Sebastián.

—¡Ayúdanos a salir! —gritó Umina al mayoral.

Tras asomarse ella al exterior, tendió a su vez la mano al ingeniero, diciéndole:

—¡Podemos continuar! ¡Podemos seguir nuestro camino!

Se abrazaron alborozados mientras señalaban el lecho que se abría bajo ellos, donde antes se extendía la enorme fisura que los dejara aislados tras la rotura del puente de hielo. El alud había rellenando parcialmente la grieta. Eso no les permitiría subir hasta el otro lado, pero sí bajar hasta el fondo y tantear aquella salida.

—Será muy peligroso —aseguró Sebastián.

—Después de haber visto la muerte tan cerca, cualquier cosa es preferible.

Descendieron por el talud de nieve hasta internarse bajo una gran bóveda congelada que penetraba en las entrañas del glaciar. Al bajar y aumentar el deshielo, menudeaban los temblores. Aquella masa gélida crujía amenazadora, con bruscas sacudidas. Y hubieron de pegarse a los bordes del túnel para evitar el arroyo formado en el centro. Hasta que la corriente aceleró, ganando fuerza y arrastrando bloques que se bamboleaban al flotar, percutiendo contra las paredes y provocando nuevos desprendimientos.

Al cabo de un prolongado descenso escucharon el ruido de un gran golpe de agua. El cauce se despeñaba, resuelto en un choque de témpanos, y la corriente que venían flanqueando aceleraba para precipitarse contra unas rocas afiladas. Desde arriba, la veían abatirse por la hendidura, agitándose en remolinos y espumas, dividida en docenas de cascadas, desbordadas las unas sobre las otras. El rebote de aquella catarata, al estrellarse contra el lecho del río, vertía en cortinas de agua, surcadas por los colores del arco iris al romper la luz del sol a través de la boca de una cueva.

Era el momento de abandonar sus orillas para ganar tierra firme. Se hallaban en una gran oquedad de piedra negra. Y el contraluz de su boca estaba obstruido por troncos y ramas atravesados de pared a pared, a modo de bañera que parecía natural.

Cuando los estaban retirando para salir de la cueva, notaron que aquel parapeto ofrecía una resistencia mucho mayor de la esperada, y que encima de ellos retemblaba la montaña. La reacción instintiva de Qaytu y Umina fue abandonar el lugar a través del hueco que habían conseguido abrir.

Pero Sebastián se les opuso, gritando:

—¡Atrás! ¡No salgáis!

Se oyó un gran estruendo, como si el techo se desplomara. Y, frente a ellos, en el angosto pasadizo por el que habían intentado escapar, empezaron a caer ingentes pedruscos que les habrían aplastado si hubiesen salido de aquel refugio.

—Creo que esta cueva es esa huaca que se llama ¡Cuidado a muerte! —dijo Sebastián—. ¿Os acordáis de la descripción que hace Diego de Acuña en su Crónica? Es uno de los caminos que debía evitar, por las galgas que había encima. Están conectadas con cuerdas a estos troncos que cierran la entrada a la cueva, de modo que las piedras caen sobre el sendero cuando alguien los mueve.

—Entonces, es uno de los accesos a Vilcabamba —le respondió la joven.

—La ciudad sigue bien protegida. Quizá porque todavía está habitada.

Al gatear entre los pedruscos salieron a un paso estrecho, como cuchillada dada en la montaña. Su forma de media luna coincidía con la descripción de la Crónica. También la pared de más de doscientos pasos de alto, almenada con cuatro torres que se alzaban en los flancos.

Cundía un olor a putrefacción. Y debajo de la última avalancha de piedras descubrieron otra anterior, que debía de ser reciente, con una veintena de hombres aplastados. Por sus atuendos y armas, la mayoría parecían españoles.

—Aquí no están ni Carvajal ni Montilla —dijo el ingeniero—. Pero esta gente debe pertenecer a su partida. Han caído en la trampa mientras trataban de hacer el camino inverso, para entrar en la cueva. De modo que deben de quedar otros tantos.

—Tendremos que andar muy vigilantes, porque o nos atacarán ellos, o lo harán quienes vivan aquí.

Salvado aquel desfiladero, el camino descendía abruptamente hasta una quebrada, al hilo de las torrenteras. Gracias al atajo de la cueva, se hallaban en una zona mucho más templada, con hondonadas bien mantenidas, círculos concéntricos dispuestos en tenazas a distintos niveles. Eran terrenos de aclimatación, cada uno con sus propios cultivos, variedades de diferentes regiones, latitudes y alturas, para adaptarlas a aquel lugar.

—Por fin algo que llevarnos a la boca. ¿Qué plantas son ésas? —preguntó Sebastián.

—Papas, lo que vosotros llamáis patatas —le respondió Umina.

—¿Todas son patatas? —se extrañó el ingeniero.

—Tenemos miles de variedades. Hay poblados, y hasta familias, que cuentan con las suyas propias, que guardan en secreto, como un tesoro.

—¿Por qué? Sólo son patatas.

—Porque siembran cinco o seis tipos distintos. Si hace frío, algunas morirán. Pero otras lograrán sobrevivir a las heladas gracias a que las plantas cierran sus hojas durante la noche, para protegerse. Al contrario, si hace demasiado sol, ésas se pudrirán, pero no otras mejor preparadas para el calor. Por eso es tan importante que una comunidad establezca lazos de parentesco en territorios con diferentes alturas y climas, para que siempre sobreviva algún cultivo por mal dado que venga el año y poder socorrerse unos a otros.

—Esto indica que aquí vive gente —dijo Sebastián—. La ciudad perdida no debe de andar lejos, y nuestra próxima huaca es Guanipata, ese Andén del Escarmiento. No suena muy tranquilizador.

Cuando hubieron repuesto fuerzas y reemprendido su camino, empezaron a encontrar ruinas extendidas al pie de una ladera. No eran simples chozas, sino edificios antiguos. Aceleraron el paso, impacientes. Al remontar un cerro se abrió antes ellos un claro en la espesura, distribuido en andenes, galpones y canales.

—¡Vilcabamba, por fin! —exclamó Umina.

Allí estaba, la última ciudad que habían construido los incas en su desesperado intento por sobrevivir y ser libres.

—Me la había imaginado de otro modo —hubo de reconocer Sebastián.

Lo que aparecía ahora ante ellos era poco más que un trozo de selva reclamado de nuevo por la vegetación, devorado por el afanoso trenzar de árboles, lianas y maleza.

Qaytu los devolvió a la realidad, al peligro que corrían, haciéndoles un gesto para que permaneciesen alerta y evitaran cualquier ruido: el chasquido de las ramas rotas al pisarlas o el rodar de escombros despiezados, al caminar entre las ruinas.

Los muros exteriores aún conservaban muchas de sus hileras rectangulares de granito. Una rampa muy empinada conducía hasta las murallas, torres y baluartes defensivos. Otros edificios debían de servir de cuarteles. Cuando sobrepasaron las primeras circunvalaciones de defensa, se abrió ante ellos el núcleo de la ciudad, esparcida sobre una prominencia rocosa.

Umina seguía fascinada, caminando como en trance, sin dar reposo a la vista.

—¡Cuánto había esperado este momento! —dijo apurando el paso—. No te separes de nosotros —le pidió Sebastián—. El lugar está muy emboscado y es fácil tender una trampa.

Sin embargo, tras examinar el terreno detenidamente no encontraron indicio alguno de vida humana.

—No hay nadie, nada que temer —insistía ella—. Eso es lo que más me preocupa.

Frente a ellos varias tenazas apuntalaban la tierra hasta volverla llana. Y desde allí descendía escalonada hacia el río que bajaba de las cercanas montañas. Grandes muros de contención la protegían de las avalanchas. Ahora estaban agrietados, y en ellos se acumulaban rocas amenazadoras.

—¿Lo ves? —le dijo Umina, señalándolas—. El lugar está abandonado. Ésa ha de ser la plaza principal.

Se refería a la explanada abierta al cabo de una amplia escalinata de piedra que debió de ser magnífica y ahora ondulaba desbaratada por los arbustos.

—Aquí fue donde Diego de Acuña hubo de esperar hasta que lo llevaron a presencia de Túpac Amaru —evocó Sebastián.

Tras salvar los troncos carcomidos y caminar sobre un lecho de hojas podridas salieron a un claro bañado por el sol.

Tampoco allí se veía a nadie. Los árboles —cedros, yanais y quebrachos— eran más corpulentos y destacaban por encima de las construcciones, muchas de ellas derruidas y sepultadas por la vegetación.

Y entre todas destacaba por la calidad de su sillería el palacio del Inca, protegido por un bastión semicircular que lo aislaba de miradas ajenas. Junto a un muro de gran altura, semiderruido, todavía se conservaba un estanque termal rodeado de estancias de mediano tamaño que Sebastián reconoció de inmediato.

—Ésa ha de ser la alberca donde se bañaba Sírax cuando la sorprendió Diego tras saltar la tapia.

Su atmósfera desprendía un hálito sofocante, mezcla del olor de las rojas flores del Inca y los vahos sulfurosos de los manantiales de agua caliente. Alrededor se distribuían las plantas colgantes, volviéndolo más íntimo, sin que eso impidiera contemplar desde él una magnífica vista del valle.

—Nada. Ni un alma —dijo Sebastián, sorprendido, haciendo visera con la mano, a medida que repasaba los canales de riego, los lugares de reunión, el templo, los enormes depósitos de grano—. Si la ciudad está habitada, como nos han dicho, ¿dónde han construido el nuevo poblado?

—Quizá al otro lado de esa corriente —respondió Umina.

Se refería a la última esquina de la explanada, la única que les quedaba por explorar, al otro lado de un riachuelo de aguas agitadas, que allí pasaba estrecho y encajonado. El único modo de salvarlo era gateando sobre un tronco tendido por encima de su cauce, que se cimbreaba peligrosamente.

Cuando lo hubieron cruzado, todo aquel deslumbrante paisaje cambió de arriba abajo. Columnas de humo espeso salían de detrás de unas peñas, marcando, por fin, la presencia humana.

—¿Qué está pasando ahí detrás? —se preguntó la joven, inquieta.

—No tenemos ni una maldita arma —se lamentó Sebastián imitando a Qaytu, que había echado mano a un árbol para arrancar una tranca de madera.

Avanzaron hacia allí con grandes precauciones. Aquél sí que era, claramente, un lugar habitado, con viviendas mucho más modestas. Pero se quedaron estupefactos al adentrarse en las primeras casas.

—¡Dios mío! —exclamó Umina—. ¿Qué le han hecho a esta pobre gente?

Todo era desolación en tomo suyo. Las techumbres yacían derribadas por tierra, sus vigas tiznadas. Y las aves cañoneras sobrevolaban un árbol del que habían colgado los cuerpos mutilados de varios indios.

—Se han cebado con ellos —dijo Sebastián—. Esto es obra de Carvajal. Una venganza por la muerte de sus hombres, los que vimos aplastados a la salida de la cueva.

Qaytu, que había entrado en otro de los edificios, más amplios salió horrorizado, con los ojos extraviados. Trató de impedir que entrara allí Umina. Pero ella quiso verlo, y también Sebastián.

Entre las ruinas humeantes asomaban los cadáveres de ancianos, mujeres y niños. Y en el aire flotaba el inconfundible hedor de la sangre quemada y corrompida.

Intentaron retroceder. Demasiado tarde. Al salir de aquel edificio los rodearon indios armados. Y cuando quisieron reaccionar, se les echaron encima, reduciéndolos sin contemplaciones.

Los golpes llovieron sobre ellos con furia enconada. La peor parte se la llevó Qaytu, por parecerles el más peligroso y difícil de someter.

Tras maniatarlos, Sebastián fue alzado del suelo a empellones. Sacudió la cabeza, parpadeando para librarse del polvo que se le había metido en los ojos. Y reparó en la extraña ropa y adornos de sus captores.

«¿Por qué van vestidos así? —se preguntó—. ¿Están celebrando alguna fiesta, o quizá algún sacrificio?».

De buena gana se lo habría preguntado a Umina. Ahora se daba cuenta de hasta qué punto había llegado a depender de ella para conocer aquel país y sus gentes.

Pero hubo de esperar a que los juntaran a los tres mientras los conducían a la explanada del nuevo poblado.

Interrogó a la joven con la mirada, señalando a aquellos hombres enfurecidos que parloteaban entre sí, excitados ante la perspectiva de las nuevas capturas.

A Umina le bastó escuchar sus palabras para deducir lo sucedido.

—Creen que formamos parte de la retaguardia de Carvajal y Montilla —explicó a Sebastián.

—Hay que sacarlos de su error.

—Eso es más fácil de decir que de hacer. Lo que quieren es venganza.

Intentó hablarles, sin que le hicieran ningún caso. Alzó entonces la voz, y se detuvo, gritándoles para que la escuchasen.

Se quedaron desconcertados. Si ya les sorprendía la presencia de una mujer, lo que menos esperaban, seguramente, es que la emprendiera a gritos con ellos.

No parecían muy dispuestos a atender sus reclamaciones. La hicieron callar con palabras despectivas.

—¿Qué te han dicho? —le preguntó Sebastián.

—Que soy una mestiza, la menos adecuada para hablar. Y tú también.

—¿Me toman por un mestizo?

—Sí. Les he dicho que tú no conocías nuestra lengua, y que Qaytu no puede hablar, que por eso lo hacía yo. Pero les ha dado igual, porque a él lo suponen un indio renegado, como los que han conducido hasta aquí a los españoles armados.

—¿Han matado a toda la gente de Carvajal y Montilla?

—No lo sé. Ahora lo averiguaremos. Mira ese hombre de ahí. Creo que es un sacerdote inca.

Estaban llegando a una plaza, y venía hacia ellos un personaje, que, a juzgar por su actitud y vestimenta, ostentaba un alto rango en algún tipo de culto.

No parecía gustarle Umina, porque la mandó callar de inmediato con una mirada iracunda, amenazando con golpearla. Y al rebuscar en el morral de la joven se topó con el espejo de obsidiana.

Lo que más pareció llamar la atención del personaje fue el nudo de sangre que decoraba aquel objeto. Se alborotó mucho y dio grandes gritos en dirección a una de las casas.

—Espero que ese talismán haga efecto —dijo Sebastián—. Lo vamos a necesitar.

Tanto insistió aquel individuo, que al fin salió de la casa quien parecía el jefe del poblado. No se movió de la plataforma que se alzaba frente a su puerta. Los esperó en lo alto, con expresión grave.

Seguía hablando el sacerdote. Sin embargo, él no parecía escucharle. Sus ojos estaban fijos en Sebastián. Y ello hasta tal punto de que hizo algo que no debía de ser usual. Bajó la escalera, se adelantó hacia él, y lo tomó por el cuello de la camisa, que se había entreabierto en los forcejeos con quienes lo sujetaban.

Todos se quedaron sorprendidos de esta reacción. Pero él no pareció inmutarse. Agarró la prenda con las dos manos, las asentó firmemente, tiró con fuerza y la rasgó de arriba abajo.

Quedó entonces al descubierto el quipu rojo que pendía de la garganta del ingeniero. El jefe del poblado señaló el nudo de sangre con que iba marcado. Y quienes los rodeaban empezaron a aullar como posesos, blandiendo sus armas contra Fonseca.

Éste se dio cuenta de inmediato de lo que eso significaba, y dijo a Umina:

—Nuestros talismanes se han vuelto contra nosotros. Los nudos que hay en el espejo y el quipu nos relacionan con este lugar. Creen que nosotros hemos servido de guía a la gente de Carvajal y Montilla. Y nos acusarán de haber traído hasta aquí la desgracia.