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Qasana

El mayoral intentaba hacerse entender. Pero en semejantes circunstancias incluso Umina tenía dificultades para comprenderle. Y a cada movimiento, a cada palabra de la mestiza, el puma respondía con un rugido, del que se hacía eco el resto de la manada.

—Qaytu trata de decirnos que nos estemos quietos y callados, protegiéndonos con las mantas, creo… —dijo la joven con un hilo de voz.

El gran macho seguía frente a ellos, sin bajar la guardia, mientras otro de los animales, una hembra, se alejaba, arreando a los cachorros.

Cayeron en la cuenta de que el jefe de la manada estaba protegiendo la retirada del resto. La madre de los dos pequeños pumas se había detenido ante una estrecha grieta horizontal en la pared rocosa, pegada al suelo, de donde brotaba una de las surgencias del pantano.

Cuando sus cachorros hubieron entrado en la grieta, los siguió ella. Se les unieron luego los otros dos adultos. Y, por fin, el gran macho que hasta ese momento tenía frente a ellos. Retrocedió, y tras trotar hasta el mismo punto por donde habían entrado sus compañeros, se agachó, pegándose al suelo, y desapareció engullido por el farallón rocoso.

—Debe de haber una cueva —dijo Umina, consultando a Qaytu con la mirada.

El humo los estaba asfixiando y aquel calor infernal amenazaba con achicharrarlos. El arriero les confirmó con un gesto que no tenían tiempo que perder.

—Si nos metemos ahí dentro, los pumas nos atacarán al verse acorralados, ¿no es cierto? —preguntó Sebastián.

—Tendremos que arriesgarnos. O eso o morir aquí abrasados. Esos animales no se habrían metido de no contar con alguna salida.

Sebastián se ciñó a aquella surgencia que había terminado por horadar la roca, arrastrándose por el baño. El paso, sumamente estrecho, no permitía ver ni oír nada de lo que pudiera haber en el interior de la cavidad. El avance era muy incómodo, al llevar delante, como mínima protección, la manta y el macuto con algunas de sus pertenencias. En compensación, salía una intensa corriente de aire frío, impidiendo que el humo penetrara en el angosto corredor.

Gateaba tan pegado al techo que sentía los salientes más aguzados clavándose en las costillas. Al llegar a la parte central, donde la galería giraba formando un recodo, la oscuridad fue total. Rezó para que los pumas no lo hubiesen venteado ni lo estuvieran esperando. Sería una presa fácil.

Contuvo el aliento al ver la luz, mientras la estrecha boca se ampliaba al cabo de un trecho que se le hizo interminable. El pasadizo crecía hasta permitirle ponerse en pie.

Lo que más le sorprendió fue la luz procedente del interior. Miró hacia lo alto y la vio descender desde una amplia grieta del techo, que servía de chimenea.

Buscó a los pumas, pero no encontró rastro de ellos.

Se asomó a la boca por la que había accedido a la cavidad y gritó:

—¡Podéis entrar, el camino está libre!

Al aparecer Umina y Qaytu les dijo, señalando hacia lo alto:

—Esa grieta y las corrientes de agua y aire indican que esto tiene otras salidas. Hemos de aprovechar la luz para buscarlas.

Fue una larga y penosa ascensión, siguiendo una torrentera. Subieron hacia la luz y el aire, cada vez más frío. Al principio, el frescor de la gruta reconfortaba. Pero pronto se volvió gélida.

Y cuando salieron al exterior se encontraron con un reborde duro y escamoso de hielo compacto.

—Esto ha de ser la Cajana o Qasana, el Lugar del Hielo que aparecía en la relación de ceques y huacas —dijo Umina.

Al trepar sobre aquella meseta se ofreció ante ellos la extensa y azulada superficie de un glaciar. Aquel río helado se descolgaba entre los picos que comprimían sus costados, formando una áspera lengua que descendía hacia el frente.

Antes de continuar, les pidió Qaytu por señas que tomaran precauciones, imitándole. Con su cuchillo, tajó una estrecha banda de su manta, y se envolvió las botas con ella, protegiendo los pies del frío. Y cortó los brotes de un matorral, la chachacoma, extrajo la resina y les frotó con ella el rostro y las manos para aislarlos de la cruda intemperie. Luego, los ayudó a abrigarse con sus cobijas, haciendo él lo propio.

Comenzaron la bajada, franqueando un ventisquero. Cuando dejaron atrás aquel paso, saliendo al descubierto, les sorprendió un ruido opaco, que resonó como una gran explosión en el fondo de un pozo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Sebastián.

—Yo diría que un cañonazo —respondió Umina.

—¿Un cañón aquí? Imposible.

Qaytu hacía gestos desesperados para indicarles que no se pararan, que siguiesen adelante.

Al cabo de un buen rato volvieron a escuchar el mismo ruido ominoso, una refriega de truenos enmarañados que brotaba del suelo, en vez del cielo. Esta vez más cerca, mucho más cerca.

La superficie empezó a temblar bajo sus pies. Y, de pronto, antes de que pudieran darse cuenta, se abrió con un crujido ensordecedor. A punto estuvieron de ser, tragados por aquella grieta. Pero, al menos, supieron de dónde procedían los estallidos. Y también el peligro que suponía el continuo reajuste de la lengua de hielo al deslizarse imperceptiblemente sobre el terreno, provocando una opaca vibración de fondo, la vasta extensión del glaciar resquebrajándose en hendiduras y derrumbes, librando en las entrañas una sorda batalla.

Buscaron el centro, aquel espinazo resbaladizo de un fascinante azul turquesa, que en otras circunstancias habría resultado hermoso. La luz, cegadora hasta entonces, cedió paso a un cielo encapotado. Empezó a nevar. La cellisca barría el desierto de hielo en rachas que se congelaban sobre sus cuerpos. Si llegaban a detenerse, pronto serían un carámbano arracimado, un montículo más cubierto de nieve.

El aire enrarecido por la altura dificultaba la respiración. La fatiga les acalambraba las piernas con una rigidez de madera. Qaytu se detuvo para pasarles hojas de coca que les ayudarían a sobrellevar el cansancio.

A medida que declinaba el día, los témpanos fulguraban como gigantescas gemas, al quebrar en sus aristas los rayos de sol. Iban cambiando de color, desde el azul intenso y el rojo crepuscular hasta dar en un violeta cárdeno y aterido.

Y cuando cayó la niebla comenzó un baile de formas fantasmagóricas, como si la Naturaleza, haciendo propios sus delirios y asombros, soñase ciudades y ruinas, pirámides, dólmenes, chapiteles de una improbable catedral de hielo, cúpulas y alminares, el desfile de espejismos de quien empieza a verlo todo con temor.

El camino se perdía con la nieve, adquiriendo un tono irreal, diluyendo el sentido de las distancias. Hacía mucho frío. La luz se había ido ocultando entre los grandes picos. Apenas se veía.

Qaytu empezó a hacerles gestos para que lo siguieran, desviándose hacia uno de los costados.

—Creo que lleva razón —dijo Sebastián a Umina—. No podemos arriesgarnos a dar pasos en falso. Tenemos que retirarnos a algún flanco del glaciar para encontrar un refugio antes de que caiga la noche.

Abandonaron el recorrido longitudinal a lo largo del lomo de la lengua de hielo para acercarse a uno de los bordes laterales, donde surgía un islote de roca y tierra sobre el que crecían algunos arbustos. Una gran hendidura los separaba de él, y sólo podían acceder a la roca a través de una arista helada, a modo de puente, colgada sobre un gran precipicio.

Pasó primero Umina, que era la más ligera. Discutieron luego Sebastián y Qaytu. El mayoral lo convenció de que, por su peso, él debía atravesarlo el último. Así lo hicieron. Cuando éste se hallaba en el centro se oyeron fuertes crujidos, seguidos de algunos desprendimientos, trozos de hielo que cayeron rebotando hasta el fondo de la grieta. Y al llegar el arriero al otro lado, apenas le dio tiempo a sujetarse a las manos que le tendían Fonseca y la joven. Aquella pasarela empezó a desmoronarse y se vino abajo con gran estrépito. Los témpanos que la componían se replegaron sobre sí mismos y se desplomaron, golpeando en las paredes.

Umina recontó el perímetro rocoso y constató, angustiada, asomándose a aquel abismo:

—Nos hemos quedado aislados en todas direcciones. Sebastián trató de animarla.

—No pienses ahora en eso. Está cayendo la noche y tenemos que damos prisa para construir un refugio en ese hueco de la roca. ¿Por qué no buscas leña mientras Qaytu y yo traemos piedras para cenarlo? Sin fuego no sobreviviremos.

Se metieron dentro cuando ya las estrellas colgaban en lo alto como carámbanos congelados.

No resultó fácil encender una hoguera. Ardió al fin la leña y pudieron calentarse. Cenaron con una de las mantas el estrecho paso por el que habían entrado y se dispusieron a conservar el calor que les brindaba.

Umina recordó la lista de ceques y huacas, y concluyó:

—Si Totorgoaylla es el prado de la totora de la zona de pantanos que acabamos de dejar atrás y esto es la Qasana, por el hielo del glaciar, sólo nos quedan dos huacas para llegar a Vilcabamba: Pactaguañui, que significa ¡Cuidado, la Muerte!, y Guanipata, que quiere decir Andén del Escarmiento.

Mientras afuera aullaba el viento se miraron en silencio a la luz de las llamas, sumidos en la incertidumbre de lo que sucedería cuando se apagase la hoguera.

—¡Y pensar que detrás de esas montañas está Vilcabamba! —se lamentó la joven—. Mi pobre madre ni siquiera sabrá lo que nos ha sucedido. Después de que le hayan dicho que ha perdido su hacienda en Yucay, nadie le sabrá decir qué fue de su hija.

—Encima van a salirse con la suya esos dos miserables, Carvajal y Montilla, sin recibir su merecido.

—Además, si nadie ha avisado a la gente que vive cerca de allí, los pillarán desprevenidos, será una carnicería. Y con ese tesoro en su poder pueden hacer mucho daño.

—¡Qué pena que haya permanecido oculto y a salvo tantos siglos para terminar en sus manos!

—¿No te subleva haber pasado tantas fatigas para quedarte al final tan cerca? —le preguntó ella.

—Tampoco estuvo tan mal… Gracias a eso nos hemos conocido. Aunque me había imaginado un final mejor que terminar aquí, aislados en medio de la nieve.

—¿Como qué?

—No sé, cuando era joven pensaba en algo más glorioso. Desde luego, una forma más rápida de morir.

—Sobreviviremos. Yo tengo el espejo de obsidiana y tú el quipu rojo. Son dos talismanes.

Umina había pegado su rostro al de Sebastián, para que ambos cupieran en la oscura superficie pulimentada del espejo. Se veían reflejados en ella como dos habitantes de un mundo antiguo surgidos de la piedra para asomarse a un presente incierto.

—Lo que más siento es haberte conocido tan tarde —dijo él—. Cuando estuve contigo en Yucay pude imaginarme una vida juntos… Me gustó…

—Sigue, no te detengas ahora —le pidió ella.

Él mismo se extrañó al oírse decir aquellas palabras. Sobre todo en presencia de Qaytu. E hizo un gesto a la mestiza, señalando en dirección al arriero.

Se encogió de hombros el indio, sonriendo como quien piensa: «Bendito pudor, a estas alturas y en estas circunstancias…». Y tras una serie de gestos señalando sus labios terminó tendiendo al ingeniero la bota de aguardiente.

—Dice Qaytu que él no se lo va a contar a nadie —tradujo Umina—. Y supongo que el aguardiente es por si necesitas armarte de valor, como los soldados a quienes se lo dan antes de entrar en combate.

El arriero rebuscó en sus bolsillos y sacó algunos restos de bizcochos, parecidos a las galletas del barco. Los devoraron en un santiamén.

—Despacio, masticadlas despacio —les recomendó el ingeniero—. Hermógenes, el carpintero del África, me contó que durante un naufragio, cuando apenas les quedaba qué comer, para desayunar repartían una galleta a cada uno, la miraban con ternura y la guardaban.

Para el almuerzo, a una señal, la sacaban, la chupaban, y volvían a guardarla. Y para cenar, se la comían. Así consiguieron sobrevivir…

Rieron los tres. Varias rondas del odre de aguardiente dejaron la bota exhausta y sus cuerpos más confortados.

Luego se hizo el silencio, hasta caer dormidos, rendidos por el cansancio. Y, ya fuera por las impresiones recibidas, o por el alcohol, o por la estrecha proximidad física con la mestiza, que dormía entre sus brazos envuelta en la misma manta, tuvo Sebastián un extraño sueño.

En él veía una gran piedra, que le pareció la de Ñusta Hispana. Sobre ella estaba sentada Umina. Bajo su falda parecía brotar una profusión de figuras talladas, desbordando en todas direcciones. Al ganar distancia se iban convirtiendo en valles, ríos y montañas que se perdían en el horizonte. La joven parecía saber que él la estaba mirando, alzaba la mano derecha. Al principio, no entendía aquel gesto. Sólo más tarde se percataba del hilo rojo que sujetaba ella entre los dedos. Y al levantar aún más la mano podía ver el otro cabo del hilo, deshilachando el pecho de la mestiza. Quizá su corazón. Imposible saberlo, porque se abría allí un hueco, se desfondaba en un laberinto sin fin de puertas y escaleras, alejándose hacia lo más profundo de su interior. Luego, el hilo rojo cobraba vida propia, se descolgaba y unía a la roca bajo la falda, hasta chorrear convertido en un líquido espeso, un manantial oscuro. Era sangre, como la que lloró aquella Piedra Cansada por los muchos muertos dejados en el camino. Y no era entonces una roca dura lo que servía de trono a la mestiza, sino algo entrelazado y viscoso, como de víscera que latiera, esparciendo un serpentear de venas o tentáculos que tiraban de él, trepaban por su cuerpo, ahogándolo, arrastrándolo, sin poder desatar aquella maraña…

En esas angustias andaba, cuando sintió un zarandeo.

—Despierta —le decían.

—¿Qué sucede? —se sobresaltó.

—Oye eso —le pidió Umina.

Frente a ellos se escuchaba un estruendo pedregoso y entrecortado. Venía de la parte del glaciar. A medida que se acercaba se iba convirtiendo en un rugido atronador que crecía por momentos.

—Es una avalancha —aseguró la joven.

Un primer frente golpeó su frágil refugio, que tembló de arriba abajo. Sintieron luego el impacto de las primeras avanzadillas, el rápido despliegue de la nieve arrasándolo todo a su paso. Por suerte, el hueco en el que se habían parapetado estaba protegido por un sólido espolón rocoso que les servía de techumbre. Pero no así el frente que ellos habían construido para cenarlo, desasistido de cualquier apoyo.

—¡Tenemos que sujetar estas piedras, o se nos caerán encima! —gritó Sebastián, intentando hacerse oír por encima del zumbido de las ráfagas que los traspasaba por todos los costados.

Se entrelazaron para soportar la embestida. El alud de nieve llegaba ahora hasta ellos. Los rodeó, extendiéndose en torno al refugio. Una bronca marea los cubrió por completo. Estaban sepultados.