Totorgoaylla
Haciendo de tripas corazón avanzaron hacia el grupo que había salido de frente. A medida que se acercaban pudieron darse cuenta de que tampoco ellos las tenían todas consigo. Su actitud delataba inseguridad, desconfianza. Y eso los hacía aún más peligrosos. Umina se dirigió en voz baja a Qaytu y a Sebastián, que la flanqueaban, para insistirles:
—Acerquémonos despacio, sin tocar las armas y sin mostrar temor.
No contaba con quienes tenían detrás. El cabecilla del grupo que les había cenado la retirada a espaldas suyas se había aproximado hasta la joven y sujetó su caballo por las riendas. Sebastián vio que le hablaba en quechua de un modo insinuante, mientras ella lo miraba con desdén.
Qaytu sí que había entendido sus palabras, porque se adelantó hacia aquel hombre, se inclinó en su montura y le cruzó la cara con el rebenque.
Se produjo un silencio insoportable cuando aquel cabecilla se rehízo, lanzó una risa tan forzada como siniestra y apuntó al mayoral con su fusil. Umina se interpuso y, sin perder la calma, se dirigió al grupo que estaba frente a ellos, el primero que había interceptado el camino, hablándoles en su idioma con voz firme.
Sebastián no podía entender aquellas palabras. Seguía los acontecimientos con el alma en vilo. Y vio cómo, tras otro largo silencio, uno de los hombres avanzaba hacia ella. Después, aquel individúo se dirigió a quien apuntaba a Qaytu con su arma. Y con dos palabras como dos bofetadas le hizo bajar el fusil, abortando su intento de réplica.
Descabalgó entonces Umina, miró alrededor y, dirigiéndose a quien acababa de hablar, que parecía el jefe de toda la partida, señaló un lugar en la espesura, a orillas del camino.
Aquel hombre dio una seca orden a sus compinches, antes de disponerse a seguirla. Cuando advirtió que Qaytu y Sebastián se preparaban también para echar pie a tierra, les hizo clara señal de que aquello no rezaba con los dos. Luego, acompañó a la joven hasta la enramada, donde ambos parecieron entrar en un refugio bien disimulado.
A medida que pasaba el tiempo, el ingeniero se encontraba más intranquilo, preguntándose qué descabellada idea habría tenido Umina. Qaytu estaba aún más inquieto que él.
Pasó otro largo rato. No se oía ni una mosca, y Sebastián pensó en lo peor: nada resultaría más sencillo para aquel hombre que abusar de Umina, matarlos luego a ellos dos y quedarse con sus monturas y provisiones. Por el modo en que aquellos bandidos las calibraban, ésa era la intención de los saqueadores.
Le preocupaba igualmente Qaytu. Quien lo había amenazado, aquel individuo gritón que parecía el lugarteniente del grupo, no perdía de vista al mayoral. Y le lanzaba de vez en cuando lo que parecían improperios, mascullados de la manera más soez. Advirtió Fonseca que la falta de respuesta del arriero era tomada por el bandido como una provocación, e intervino para decirle:
—Este hombre no puede hablar.
Se revolvió su asaltante como una víbora, dirigiéndose al ingeniero con los ojos inyectados en sangre. Y empezó a gritarle de un modo amenazador, con una violencia y crispación de inusitada ferocidad. Aquello estaba cobrando un cariz horrible.
En ese momento salió Umina de entre la espesura. Parecía estar bien, dueña de sí. Debía de haber escuchado las voces, y de inmediato se hizo cargo de la situación. Se enfrentó al lugarteniente, hasta hacerlo retroceder. Pero aquel hombre señalaba a uno de los suyos, y luego gritaba, dirigiendo su dedo hacia Sebastián.
El jefe de la partida se encaró con el ingeniero mientras Umina iba traduciendo sus palabras.
—Dice que te descubras, que te quites el sombrero. —Y al observar sus dudas, insistió—: Obedece, por lo que más quieras.
Así lo hizo. Y aquel hombre lo miró largo rato, con asombro, intercambiando algunas palabras con quien se había referido a él.
Habló entonces con Umina, y ésta dijo algo a Qaytu en quechua. Los dos, la mestiza y el mayoral, se marcharon al refugio junto con el jefe. Y cuando volvieron, al cabo de un buen rato, el arriero se acercó a su mula, sacó la bota en la que solía llevar un aguardiente más que bravo y se lo tendió al cabecilla. El desconfiado bandido le hizo un gesto que claramente quería decir: «Después de ti».
Bebió Qaytu primero, le pasó el odre al jefe, y éste le dio un buen tiento. Su lugarteniente, detrás de él, debió reclamarlo, pero su superior le contestó con un gruñido y se lo pasó a Umina, quien no quiso beber, trasladándoselo a Sebastián.
Umina y Qaytu se acercaron hasta las dos mulas de carga y empezaron a entregar al jefe provisiones, un par de cuchillos y un hacha. Pareció conforme con aquello, y gritó un par de órdenes a los suyos. Pero luego se dirigió a la joven y señaló hacia Fonseca, mirándolo otra vez detenidamente.
Umina preguntó a Sebastián:
—¿Dónde llevas la pólvora y las balas?
—¿Cómo dices?
—Quiere tu fusil —dijo ella recalcando bien las palabras—. Y también munición.
—Pero… vamos muy justos. Nos quedaremos desarmados.
—Dáselo ya si quieres que salgamos de aquí con vida. Él es el jefe, y no se puede conformar con cualquier cosa. Bastante me ha costado convencerlo de que no tenía por qué convertirse en un ladrón y que podíamos pagarle un peaje a cambio de que nos dejara pasar por sus dominios. Supongo que una cantidad superior a la que le ha prometido la gente de Carvajal al lugarteniente.
Le hizo caso Fonseca, sin mayor resistencia. Tomó el cabecilla su fusil, el cuerno con la pólvora y la bolsa con las balas. Comprobó que sus hombres habían cargado con el resto y les dio la orden de retirada para que salieran del camino.
Cuando se hubieron marchado y ellos reemprendido su marcha, el ingeniero preguntó a Umina:
—¿Quieres contarme qué diablos ha pasado?
—Es muy sencillo —resumió ella—. Por el modo en que discutían esos dos hombres deduje que uno era el jefe, el que mandaba el grupo que nos salió de frente. Y que el otro, quien mandaba a los que nos cortaron la retirada, era su lugarteniente, el típico bocazas. Había que acudir al jefe como interlocutor, y ponerse de su parte, para reforzar su autoridad, ignorando la del lugarteniente.
—Y mi fusil era la guinda.
—Ha sido más complicado que todo eso. Era el modo de hacerle sentir importante. Ya sabes cómo son los hombres para estas cosas.
—Ni idea, pero seguro que tú estás al cabo de la calle.
—No te ofendas. No fue tan sencillo. Creo que el lugarteniente era más partidario de ponerse del lado de quienes nos buscan.
—O sea, de Carvajal…
—Supongo. Mientras que el jefe parecía más inclinado hacia Condorcanqui, o quizá de jugar con todos los palos de la baraja. A ese hombre le gusta creer que en vez de simples bandidos son rebeldes sublevados contra los abusos de los españoles. Y enseguida sospechó que éramos quienes andan buscando por el incendio del obraje. La familia de Qaytu y la gente que liberamos allí ya han hecho correr la noticia. Por eso nos trató tan bien.
—Entiendo. No tienes precio como estratega. Ni como negociadora.
—Más bien te lo debemos a ti.
—¿Bromeas?
—Uno de sus hombres le dijo al jefe que tu cara le resultaba familiar. Y mencionó a José Gabriel Condorcanqui. Entonces fue cuando el cabecilla quiso algo tuyo, algo personal. Yo le sugerí un arma, el fusil. Sin ello no habríamos cenado el trato.
Se quedó asombrado Sebastián por lo del parecido de su rostro. No era la primera vez que le sucedía aquello. De hecho, esa sensación de algo ya visto la había sorprendido en otras gentes que no lo conocían de nada. Desde el propio Condorcanqui, a raíz de su encuentro en Abancay durante la Yahuar Fiesta, hasta la primera vez que se encontrara con Umina en el teatro de Madrid. De modo que cuando reemprendieron su camino sintió que algo raro estaba pasando. Y que, aun habiendo salido ahora con bien, todo aquello podía acarrearles a la larga consecuencias funestas.
A esta preocupación se sumó lo accidentado del terreno. Porque a partir de ese momento, escarmentados por el asalto de que habían sido objeto, tomaron de nuevo trochas escabrosas, evitando las más frecuentadas de los valles, así como los poblados, tambos y refugios. Habrían de tener mucho cuidado con las hogueras que encendiesen y no dejar rastros comprometedores.
Llegaron así hasta un abra donde se partían las vertientes, dando origen a dos senderos. Uno, muy destruido, se dirigía hacia el norte, ceñido a un afluente del río Pampaconas. Y el otro, más dado a páramos y punas, se encaminaba hacia el sur. Preguntaron a un indio que arreaba su rebaño de llamas, y les informó que siguiendo este último se había topado en el monte con viejas construcciones cubiertas por la densa vegetación. Y algunos decían que eso no era nada en comparación con una ciudad grande, custodiada por gente belicosa, de la que nunca proporcionaban el derrotero.
Decidieron tomar aquella ruta, que muy pronto acusaba las trazas de un antiguo camino inca y discurría asomada al borde de estrepitosos barrancos y precipicios. Cabalgaron por aquella ceja de selva donde la montaña se descolgaba hasta los bosques húmedos. El calor era sofocante, y los mosquitos y tábanos aprovechaban la lentitud de su paso para martirizarlos con sus picaduras.
Imposible saber en cuál de aquellos parajes podría haber ruinas. Cualquier cerro o quebrada podía ocultar la ciudad perdida de Vilcabamba. La vegetación era tan tupida que, fuera de los senderos, no se alcanzaba la tierra ni metiendo sus espadas hasta la empuñadura: lo impedía la maleza. La única posibilidad para localizarla sería dar con las antiguas calzadas o los fuertes y tambos que las flanqueaban.
Creyeron haberlo logrado cuando Qaytu detectó un viejo camino pavimentado con lajas de piedra que trepaba hasta atravesar la cuchilla de la sierra para internarse en un desfiladero que perdía vegetación al ganar en altura.
Ya habían avanzado largo rato por aquel cañón cuando al mirar hacia arriba los vieron: una partida a caballo que espiaba sus movimientos.
—¿Desde cuándo nos vienen siguiendo? —se preguntó Sebastián. Sacó su catalejo y, tras un detenido examen, confirmó lo que se temían los tres:
—Son Carvajal y Montilla. Con más de treinta hombres bien armados. Y se disponen a bajar contra nosotros.
Apretaron el paso hacia el interior del desfiladero. Éste se iba estrechando progresivamente, hasta dar sus flancos en paredes verticales. Y demasiado tarde se percataron de que no tenía salida.
—Hemos caído en una trampa.
En cuanto al suelo, a medida que fueron avanzando hacia el fondo se fue encharcando, convirtiéndose en un pantano por donde sus monturas no podían avanzar. Tuvieron que descabalgar, tomarlas por las riendas y caminar hundidos en aquel fango traicionero. Croaban a su alrededor las ranas y sapos como zambombas. Callaban a su paso, y luego se recuperaba aquel latido de la ciénaga.
Sus enemigos aparecieron cuando los tres habían logrado subir hasta una estrecha franja de tierra desecada que cerraba el barranco, formada por los desplomes de un farallón cortado a pico. Desde allí pudieron comprobar que Carvajal y Montilla contaban con guías locales que les permitían evitar los trayectos más peligrosos, avanzando con seguridad por entre las totoras, aquellos carrizos amarillentos y empenachados.
—Pronto nos habrán rodeado —dijo Fonseca.
En ese momento, Qaytu les hizo señas para que llevaran las monturas hasta la pared rocosa que cenaba el cañón, pegándose a ella.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Umina.
Los gestos del mayoral le respondieron sobradamente. Porque, echando mano de su chisquero, golpeó la rueda dentada contra la piedra, hasta que prendió la mecha de algodón azufrado. Sopló para avivarla, se internó en el pantano y cuando estuvo a una distancia prudencial que les permitiría mantenerse a salvo, empezó a incendiar la reseca vegetación.
Jugaba con el viento a su favor, y pronto se alzó ante él una cortina de fuego que avanzó por entre las espadañas contra sus perseguidores, obligándolos a retroceder a toda prisa, chapoteando a través de la charca.
Qaytu había regresado hasta la franja de tierra donde se refugiaban Umina y Sebastián. Todo había ido bien hasta ese momento. Pero desde allí pudieron ver cómo se torcían sus planes.
—¡Está cambiando el aire! —previno el ingeniero.
El fuego volvía ahora sobre sus pasos. Algunas pavesas volaron hasta los esqueletos de aquellos grandes árboles cargados de musgo, hendidos por las avalanchas. Empezaron éstos a arder, sus ramas negruzcas a caer envueltas en llamas, incendiando el frente de vegetación que el mayoral había preservado junto a ellos, por precaución.
—Estamos atrapados entre el fuego y esta pared de piedra. Y apenas se puede respirar —dijo Umina.
—¡Cuidado con los caballos!
Desde hacía rato, sus monturas estaban aterradas, distribuyéndose a lo largo de aquella estrecha franja para escapar de las llamaradas. Y ahora parecían haber detectado una amenaza aún mayor. Relinchaban, huyendo de algo procedente del pantano.
Intentaron sujetarlas sin conseguirlo. Se mostraban cada vez más inquietas, coceando enloquecidas, hasta el punto de volverse peligrosas. Qaytu hizo señales a sus compañeros para que no trataran de retenerlas. Ni siquiera pudieron tomar sus armas. Sólo él, que estaba más familiarizado con el animal, pudo acercarse a la mula de carga, más mansa, y coger las mantas que acarreaba, para tratar de protegerse humedeciéndolas. Y tan pronto soltaron a las caballerías, éstas se metieron en aquel cenagal, encaminándose a una muerte segura.
—¿Qué pasa ahí delante? —preguntó Umina.
Apenas tuvieron tiempo de reaccionar. Algo sucedía en el escaso flanco de carrizos aún sin quemar que tenían frente a ellos. Los penachos de las plantas se agitaban en su dirección. Era un avance que delataba una presencia de considerable envergadura, a juzgar por la amplitud de los movimientos.
—Hay algo que viene hacia aquí.
Hasta que se entreabrieron las últimas espadañas y apareció lo que había asustado a sus monturas, provocando la estampida.
Umina fue la primera en darse cuenta del nuevo peligro que los amenazaba.
—¡Una manada de pumas!
Eran cuatro de estos animales, de gran tamaño, con dos cachorros. Empujados por el ruego, se veían obligados a avanzar contra ellos, para luchar por el poco espacio que aún no ardía bajo sus pies.
Sebastián, Umina y Qaytu retrocedieron, pegándose a la pared.
El macho de mayor porte, que parecía regir la manada, se les encaró rugiendo, flanqueado por sus compañeros. Se agazapó mientras barría el suelo con la cola, las orejas desplegadas y alerta, los afilados ojos arañados de furia, las fauces abiertas, mostrando los colmillos, tensos los músculos de las poderosas ganas, dispuesto a saltar.