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Ñusta Hispana

Ahí está la Piedra Blanca —dijo Umina. Se refería a una roca de gran tamaño, que destacaba entre el reguero desparramado por la falda de un cerro. Dominaba todo el conjunto. Un manantial le brotaba debajo y descendía espejeando por la ladera hasta desembocar en el río Vitcos, que hendía el valle. Su granito de color claro se perfilaba contra el fondo de un lago de aguas inquietantemente oscuras, impregnado de esa inconfundible atmósfera, absorta y ensimismada, de los lugares sagrados.

—Sobre ella colocaron los incas de Vilcabamba la imagen de oro del Punchao.

—¿La que estaba en el Templo del Sol de Cuzco? —preguntó Sebastián.

—Sí. La trajeron aquí para que no la robaran los españoles.

Las nubes y el sol se alternaban bajo una lluvia dispar y un cielo disputado. Al acercarse y rodearla pudieron ver que toda la piedra había sido profusa y cuidadosamente tallada con escalones, plataformas, nichos, cubos… Aquellas aristas acabadas con tanto esmero bien podrían configurar otro observatorio astronómico, por el concertado juego de luces y sombras que proyectaban sus vértices.

Era, en fin, el mismo tallado que habían tenido ocasión de admirar en la Piedra Cansada del Sacsahuamán cuzqueño o en el promontorio rocoso de Qenqo Grande. Y el mismo enigma: ¿cuál era su propósito?

Aquí, en Ñusta Hispana, parecía intermediar entre el agua que brotaba de lo profundo de la tierra y el sol que caía desde lo alto, cuyos rayos incidirían en el ídolo del Punchao cuando éste se colocara en su cima. Diego de Acuña aventuraba en su Crónica que quizá fuese la tumba de Manco Inca, el padre de Túpac Amaru. Otro parentesco más con el Templo del Sol de Cuzco, también panteón real. Quizá Sírax, con su itinerario, había intentado trazar la ruta entre ambos santuarios solares, tan vinculados a su familia, para utilizar aquel eje como referencia entre el principal adoratorio de la antigua capital y la nueva de Vilcabamba. Y también para marcar su linaje y su propia historia.

Umina miraba aquella gran piedra como si quisiera arrancarle su secreto.

—¿Qué significa Ñusta Hispana? —preguntó Sebastián. Y era la segunda vez que lo hacía.

—Quiere decir Doncella o princesa española. Pero su verdadero nombre es Ñusta Jispana.

—¿Y qué diferencia hay?

Tardó en responder Umina. Notó Fonseca en ella un cierto embarazo. Hasta que, después de un largo silencio, pareció decidirse a hablar y le dijo:

—Son cosas de mujeres. Ven por aquí.

A través de unos peldaños tallados en la roca, lo llevó hasta lo más alto. La cima había sido aplanada y sus grietas convertidas en canales. Le mostró una fina ranura excavada en su lomo que descendía hacia uno de los bordes. Y, de un modo inconfundible, olía a orines.

Ñusta Jispana quiere decir orinal de la princesa. Mira esta grieta.

—Sigo sin entender.

—¿Te acuerdas de Qenqo? —le preguntó Umina.

—Sí, me acuerdo muy bien. En lo alto de la roca había dos bultos redondos con una grieta parecida en medio.

—Exacto. Aquello era una prueba de virginidad. La doncella que debía pasarla orinaba entre los dos machones. Si acertaba en la ranura del medio, era virgen. Tras ello, su orina debía bajar por aquella acanaladura que tenía nueve quiebros, y gotear por el lado derecho. Esto es algo parecido. Los incas sabían que una mujer sin desflorar puede controlar mejor que una que ha sufrido deformaciones por el miembro de un hombre, y es capaz de concentrarlo todo en un punto determinado como éste.

—¿Y si no era virgen?

—Sígueme.

Bajaron por el mismo lugar que habían subido. Lo llevó Umina hasta un costado de la gran roca que, orientado hacia el norte, se hallaba cubierto de musgo y líquenes. Todo él estaba recorrido por una franja horizontal excavada en el lecho de granito. Y de esa raya sobresalían unas prominencias de forma cúbica.

—¿Las ves? —le preguntó, señalándolas—. Son como los nudos en una cuerda, escriben algo, dicen algo. ¿Cuántos hay?

—Nueve.

—¿Lo entiendes ahora?

—Puede ser casual.

—¿Casual…? Ven conmigo.

Lo llevó hasta el lado oriental de la piedra. En él se abría una cueva, flanqueada por una pared de la que sobresalían otros cubos nítidamente tallados. Le pidió que los contara.

—Nueve otra vez —hubo de admitir Sebastián.

—Si esta roca se parece a la Piedra Cansada de Cuzco y la de Qenqo Grande es porque quizá servía para estudiar los movimientos del sol, siguiendo las sombras proyectadas en todas esas formas geométricas que resumen los más importantes lugares sagrados, la alineación de huacas.

—Un equivalente en piedra del quipu de Sírax.

—Quizá un complemento. Además, toda la zona que rodea la piedra hubo de estar cultivada, aunque ahora se la vea en tanto abandono. Esas hendiduras horizontales y verticales que vemos aquí eran seguramente un esbozo de andenes agrícolas. De modo que esto es como una maqueta del Tahuantinsuyu, podía servir de calendario, oratorio y pronóstico de fertilidad. Una fertilidad en la que también se incluía a la mujer.

—Entiendo. Estos nueve machones son el calendario de un embarazo, sus nueve meses.

—Dicho de otro modo, Sírax estaba embarazada.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

Sacó entonces Umina la manteleta que había cogido de su tumba en la cripta del Templo del Sol, y que había mostrado a las mujeres que hilaban en las cercanías del Nido del Cóndor.

—¿Te acuerdas de este tejido? —le preguntó—. Se llama lloqe pañamanta. Es excepcionalmente fino y sólo lo puede hacer alguien muy hábil, porque hay que alternar cinco hebras hacia la derecha con otras cinco a la izquierda. Gracias a eso queda un canal en medio, por el que se desliza el agua, sin penetrar. De ese modo, es perfectamente impermeable.

—¿Y qué prueba esto?

—Es un tejido protector que se ponen las embarazadas. Eso me dijeron.

—Bien. Admitamos que lo estuviera y que la tumba y el itinerario de Sírax sirviesen para contar su historia. Recapitulemos.

—Ella está en el Cuzco, con su madre Quispi Quipu, en la Casa de las Serpientes, hasta el momento en que Túpac Amaru sube al trono y la reclaman de Vilcabamba para cumplir el Plan del Inca. Unos emisarios suyos bajan a buscarla.

—Y entonces es cuando la conoce Diego de Acuña al salvarla del acoso de los soldados españoles.

—Eso es. Desde Cuzco, la llevan primero a la roca de Qenqo Grande, luego a Ollantaytambo, y después a la ciudadela del Nido del Cóndor. Allí fue donde debió de tener lugar la unión con alguien del más alto rango, y donde aprendería todos los secretos que debía transmitir. Y luego la trajeron aquí, a la Piedra Blanca, cuando supusieron que había quedado embarazada.

—¿De quién?

—Si seguía el mismo plan que su madre, embarazada de su propio hermano, Túpac Amaru, para conseguir una descendencia de la máxima legitimidad. Eso sería lo más lógico.

—Entonces, ¿qué problema hubo que la obligó a marcharse y a embarcar en el Buque Negro? ¿Por qué no se quedó en estas tierras o en Cuzco, como habría sido lógico?

—La respuesta sólo debió de conocerla la criada que viajó con ella hasta España, esa tal Sulca. La que momificó el cuerpo tras su muerte, volvió con él para enterrarlo en Santo Domingo y luego regresó hasta su tierra natal para morir allí. En Vilcabamba. Ése es el rastro que debemos seguir ahora. El Ojo del Inca. La cabeza donde remata la Serpiente que arranca aquí, en Ñusta Hispana. Ten en cuenta que Túpac Amaru significa Serpiente Real.

—Deberíamos buscar un sitio para pasar la noche.

—Éste es un lugar demasiado abierto. Necesitamos otro más alto y protegido.

Subieron a sus monturas y continuaron por un camino cascajoso que les iba a permitir salir de la hondonada.

Pero de poco les valió. Porque al doblar un recodo y entrar en una zona emboscada, donde se estrechaba la senda, se toparon con media docena de indios que, por su actitud, sin duda los esperaban.

Umina se acercó a Sebastián.

—No sabemos si son rebeldes, bandidos o saqueadores de huacas. No hagas movimientos bruscos que les hagan pensar que vas a sacar algún arma, por lo que más quieras —le aconsejó.

—Creo que aún podríamos dar la vuelta —sugirió el ingeniero.

Como si hubiesen escuchado sus palabras, se oyó un ruido tras ellos. Y al volver la cabeza se encontraron con otros tantos indios que habían salido de la espesura, para cortarles la retirada.

Los dos grupos estaban bien armados, los tenían pillados entre dos fuegos.

—No hay escapatoria —se lamentó Fonseca.

—Ni testigos.