Cuntur Guachana
Ya había amanecido cuando los despertaron unos fuertes golpes en la puerta de la casa. Fue a abrir Sinchi, y regresó con un muchacho indio al que reconocieron de inmediato. Era el hijo de Yarpay, el encargado de sus tierras en el valle.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Umina, alarmada.
Contestó el muchacho en quechua, habló largo rato con la voz atropellada, hasta quebrársele y desembocar en un sofocón de lágrimas.
La joven estaba anonadada por lo que acababa de oír. Pero trató de sobreponerse a la rabia que le desencajaba el rostro, para resumírselo a Sebastián.
—Carvajal… Ha incendiado la hacienda de Yucay.
—¿Y la gente? Habrá resistido…
—Lo intentaron, pero alguien abrió una de las puertas.
—¿Quién?
Umina le trasladó la pregunta al muchacho, y luego le tradujo su respuesta.
—El viejo tuerto que encontramos entre las ruinas.
—¡Maldito loco! —exclamó Sebastián.
—No fue lo único que hizo. Tras entrar en la hacienda, Carvajal preguntó de inmediato por nosotros. Yarpay negó que hubiéramos pasado por allí. Pero ese viejo indio lo puso en evidencia, dijo que él nos había visto, y también que nos había oído que nos dirigíamos aquí, a Ollantaytambo. Y dieron al encargado una paliza de muerte.
—¿Lo mataron?
—No. Carvajal no haría algo así con tantos testigos, a no ser que pudiera acabar con todos. Pero Yarpay nunca podrá volver a valerse por sí mismo. Le han roto todos los huesos…
—Al menos podrán acusar a ese canalla de haber quemado la hacienda.
—Tampoco. Cuando el viejo indio le dijo que habíamos pasado la noche en mi habitación, Carvajal pareció ponerse fuera de sí. Sin embargo, tuvo buen cuidado de mantenerse a la vista de todos mientras el tuerto pegaba fuego a mi cama. Y sólo se marcharon cuando los edificios ardían por los cuatro costados.
—¡Es una venganza por el incendio del obraje!
—Mi pobre madre se morirá cuando lo sepa. No lo resistirá.
Vino en ese momento el quipucamayo a prevenirles:
—Hombres… hombres armados. Abajo en el valle… Hacia la entrada del pueblo se están desviando.
Se asomó Fonseca a una de las atalayas desde la que se dominaba la vega, tendió su catalejo y comprobó que era una avanzadilla:
—Ahí está Carvajal. Supongo que Montilla vendrá detrás, rastreando el camino con la retaguardia… Está hablando con ese cura borracho que nos amenazó anoche. Y señala en esta dirección.
—Tenemos que irnos inmediatamente —dijo Umina—. ¿Hay otra salida del pueblo?
—Por detrás, el camino de Chuica —respondió el quipucamayo—. Allí tendrán que tomar otro. Junto al valle lo tomarán. Donde baja otro río. Silqe se llama.
—No podemos seguir por el valle del Urubamba, nos verían todos los que viven allí y también desde arriba. Seríamos una presa fácil —aseguró Umina.
—El valle, sólo cruzarlo, bajando a él después de Chuica —les aseguró Sinchi—. Luego volverán a subir por el río Silqe. Una vieja calzada inca hay allí. Va muy alta, une este río con el Cusichaca y el Pacamayo.
—¿Sabrás encontrarla? —preguntó la joven a Qaytu.
Movió la cabeza Qaytu, pesaroso. No estaba muy convencido el arriero. Sabía que por aquel camino, mucho más abrupto que el del valle, evitarían a los lugareños y quizá algún control militar, gente que podría informar a Carvajal de su paso. Pero a cambio se enfrentarían a otros encuentros indeseables, contrabandistas o saqueadores de huacas.
—Es buena senda —insistió Sinchi—. Al Nido del Cóndor lleva derecha.
—¿Cómo hemos de preguntar por él? —dijo la joven.
—Digan Cuntur Guachana.
Cubrieron la primera parte de su recorrido sin ningún sobresalto, manteniéndose sobre la orilla derecha del río Urubamba hasta llegar a Chuica. Allí, tal como les había indicado Sinchi, descendieron al valle y lo atravesaron para cruzar hasta la margen izquierda en el lugar donde desembocaba el río Silqe, e internarse en su cañada.
A medida que ascendían siguiendo el cauce fueron ganando parajes más escarpados y solitarios, sobrevolados por los aguiluchos cordilleranos y los halcones perdigueros. El silencio apenas era roto por el silbido de los mirlos que saltaban de roca en roca en medio del arroyo, picoteando lombrices. Chapoteaban los patos de los torrentes, lanzándose al agua al oír los cascos de sus caballerías.
Tras pasar un asperísimo puerto, empezaron a descender hacia la zona templada. La niebla se volvió más cálida y perezosa, mientras los flancos del camino desbordaban con la vegetación de los bosques húmedos de la ceja de selva. Alternaban los helechos gigantes y los rastrojales de bambú, el enmarañado trenzar de árboles cubiertos de musgo y salvajina que se entredevoraba con sus colgadizos plagados de bromelias y orquídeas moteadas de púrpura. Los pájaros picaflores aleteaban en la espesura, junto a los tucanes de montaña de aguzado pico, buscando las fresas silvestres y las granadillas maduras.
El trazado del camino inca tenía mucho de peregrinación, por el modo en que remoloneaba aquí y allá, invitando al viajero a acatar la grandiosidad del paisaje. Aun así, Sebastián no estaba preparado para lo que les esperaba al doblar el último recodo. Fue entonces, de improviso, cuando apareció a sus pies uno de aquellos reductos secretos cuya existencia ni siquiera llegaron a sospechar los españoles.
El espectáculo de aquella ciudadela impresionaba. Sus ruinas retrepadas de selva se extendían como un yunque, descolgándose de un alto picacho cónico que cenaba el paisaje al fondo. Y desde allí se desplegaban en una vorágine de andenes, plazas y edificios desparramados por un cerro abrumado de montañas, coronado de nubes.
Un pastor, junto con un muchacho, cuidaba su rebaño de llamas, y se sobresaltó al verles aparecer. Descabalgaron, para tranquilizarlo, y le ofrecieron compartir su comida con ellos.
Le preguntaron cómo se llamaba aquel lugar. Respondió que algunos le decían Machu Picchu, que significaba Montaña Vieja. Y les confirmó que en las ruinas de aquella ciudad había un santuario conocido como el Nido del Cóndor, que muchos consideraban su cogollo, pues todo aquel conjunto había tenido en tiempos, según decían, la forma de este animal.
Se ofreció a acompañarlos hasta esa huaca principal, que se encontraba en el centro de recinto. Era una peña de granito labrada de tal modo que simulaba la cabeza, el pico y collarín de un cóndor. Tras ella, dos rocas que se alzaban hacia las alturas parecían cumplir el papel de alas desplegadas.
A juzgar por los ocho caminos que confluían allí, aquél debía de ser un importante centro ceremonial. También un observatorio astronómico muy singular, como lo demostraba el cercano intihuatana.
—¿Qué es un intihuatana? —preguntó Sebastián.
—Un amarradero solar —le respondió Umina—. Un machón de piedra tallado en una roca y situado en un lugar alto. Sirve para atar ritualmente el sol en el solsticio de junio, el día más corto del año en estas latitudes, y traerlo de regreso.
De su conversación con aquel hombre dedujo la joven que allí jamás se había dicho misa alguna, ni había moneda. Sólo se practicaba el trueque. Por lo tanto, no contaban con curas, comerciantes u otros intermediarios de mercancías o de almas. Ni siquiera estaban censados para la guerra.
—Benditos ellos —dijo Sebastián cuando se lo hubo traducido Umina.
Para mayores detalles, se ofreció a acompañarlos hasta el poblado vecino, donde se disponía a recogerse junto con su hijo.
En la plaza, las mujeres tejían bajo un árbol, usando el pie y la mano izquierda para sujetar las telas, de modo que éstas parecían brotar de sus cuerpos como una función natural. Conservaban las tramas y motivos antiguos, repletos de los vibrantes colores de los campos, el azul del cielo, el amarillo del sol, el fluir de las aguas. Y de ese modo, sobre la urdimbre imperturbable de los ciclos sucedidos, al hilo de las estaciones, trenzaban las historias que surgían de aquellos parajes.
El pastor los llevó ante una mujer que parecía llevar la voz cantante. Y cuando Umina le preguntó qué contenían sus tejidos, le respondió:
—Las leyes, la fundación, la costumbre. Son también como un calendario: dicen los días, las cosechas, todo.
Le contó que aquellas telas se llamaban quechua, y que sus tramas no se cortaban. Eran de una continuidad total, como las propias generaciones que las tejían. Telas como seres vivos. Le mostró el motivo dominante: rombos y más rombos entrelazados, el espacio como un lugar sin límites, aquella malla diagonal que jamás cuadraba, extendida hasta el infinito. Un puente de matrices prolongando la vida. Las mujeres celebrando su fertilidad en contacto con la tierra, desarrollando su peculiar inventiva, acogidas a una tradición que les permitía ser libres, expresar sus alegrías, ilusiones, dolores y angustias. También sus creencias más íntimas, en aquellos tejidos que eran a la vez su abrigo, techo y protección…
Cuando le pareció que ya se había ganado su confianza, Umina le mostró el paño que habían encontrado en la tumba de Sírax, sujetando sus cabellos. Lo examinó aquella mujer con detenimiento. Y no pudo ocultar su incredulidad al comprobar la urdimbre. Lo mostró a las otras comadres, y parlotearon entre ellas. Sebastián alcanzó a entender varias veces las palabras Ñusta Hispana. Era otro de los hitos recogidos en el itinerario de Sírax, pero en su momento Umina se había negado a traducirle su significado.
La matrona que gobernaba aquel gineceo estaba seria. Se diría que preocupada. Y dijo algo a la mestiza que obligó a ésta a pedir a Sebastián y Qaytu que se marcharan. Al parecer, y al igual que había sucedido en Qenqo Grande, se trataba de algo sólo apto para mujeres.
Sentados junto a un andén, los dos hombres pudieron ver desde lejos lo que sucedía. La matrona tomó en sus manos aquel tejido y se lo acercó mucho a los ojos. Lo puso del revés, volvió a ponerlo del derecho, y hasta pareció contar las hebras, tratando de entender el sentido de aquel hilado. Aún se extendió en este examen largo rato, recabando opiniones de sus compañeras. Hablaron, al fin, con Umina, haciendo cono cenado. Tras ello, la joven fue a rescatar de su destierro a Sebastián y a Qaytu.
—¿Qué has conseguido averiguar sobre Sírax? —le preguntó el ingeniero.
—Conocen la historia de una princesa inca como la que nos contó el quipucamayo de Ollantaytambo. Este lugar debió de ser uno de los últimos refugios de la sabiduría inca, donde se conservó para que pudiera ser restaurada algún día. En ese caso, Sírax completaría su formación en el santuario donde acabamos de estar, tras vivir en el Cuzco con su madre, Quispi Quipu.
—¿Y es cierto que estas mujeres recuerdan todo eso en sus telas?
—Dicen que ellas todavía tejen a la manera antigua, usando un motivo llamado Cola de la Serpiente, que está relacionado con esa princesa y la Yurac Rumi, la Piedra Blanca de Ñusta Hispana, en el valle del río Vitcos, un afluente del Urubamba, al norte de aquí. Creo que nos darían más detalles si les enseñaras el quipu rojo.
—Está bien, vamos allá —aceptó Fonseca, disponiéndose a entreabrir su camisa.
—No, por Dios —le dijo Umina—, quítatelo del cuello y dáselo en mano. Muéstrales tu confianza, no actúes como si te lo fueran a robar.
Cuando se lo entregó a la mujer, miró ella aquel trenzado de cuerdas y nudos. Y pareció quemarle, porque se lo pasó de inmediato a una compañera. Otro tanto hizo ésta, hasta que terminó de correr de mano en mano. Discutieron entonces entre sí. Y concluyeron con un gran silencio.
Movió la cabeza la matrona, murmurando entre dientes que eran aquellos asuntos muy arduos. Y terminó negándose a hablar en redondo. Llamó, finalmente, al pastor, y le dijo algo en un tono tan agrio que apenas dejaba lugar a dudas sobre su actitud.
—¿Qué sucede? —preguntó Sebastián a Umina.
—Dice que nos marchemos.
—¿Pero porqué?
—Sospecho que ese nudo de sangre contiene pistas que no quieren revelar.
—¿Vilcabamba? —aventuró Fonseca.
—Calla, no digas nombres, que los pueden entender. No se fían. Otros lo habrán preguntado antes y no quieren problemas.
Al ver que no se marchaban, uno de los hombres que se mantenía a la expectativa se adelantó hacia Umina y le dijo algo que no pareció muy agradable.
—Nos vamos —dijo la mestiza a Sebastián y a Qaytu—. A caballo, inmediatamente, para que no haya lugar a dudas.
Las mujeres trataron de poner paz. Tampoco deseaban que se produjera violencia alguna. Dijeron a la joven que no hiciese caso a aquel individuo, que era un cholo que andaba de aquí para allá y no miraba bien a nadie, ni a indios ni a chapetones.
Mientras se alejaban, bordeando el río Urubamba desde lo alto, Umina se lamentó:
—Lo único que hemos sacado en claro ha sido la dirección para encontrar Ñusta Hispana, donde se inicia la cola de nuestra última constelación, la de la Serpiente. Pero quizá hayamos pagado un precio demasiado alto por esa información.
—¿Por qué lo dices?
—Las preguntas que hemos hecho a esta gente se pueden volver contra nosotros, nos hacen aparecer como buscadores de Vilcabamba. Y saben que ahora nos dirigimos a Ñusta Hispana. Carvajal contará con exploradores y aliados entre los indios. Les habrá prometido una buena recompensa. Ahora lo avisarán y pondrán sobre nuestra pista. Ese cholo, por ejemplo.
No se equivocaba. Cuando se hubieron alejado del poblado, Qaytu llamó su atención sobre las señales de humo que pasaban de cerro en cerro. Las mismas que luego se multiplicaron por la noche, en forma de hogueras, siguiendo las atalayas del antiguo sistema de comunicaciones inca. Alguien estaba previniendo a los siguientes poblados, avisándoles de que se dirigían hacia allí. Y también a sus perseguidores.