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Ollantaytambo

La salida del sol los sorprendió de camino. A Umina le había costado dejar atrás Yucay. Detuvo el caballo en el momento en que iban a perder de vista la hacienda, y Sebastián quiso respetar su recogimiento mientras las monturas abrevaban en el río. Ella había vuelto a atarse el pelo en una trenza. Se le acercó y apoyó la cabeza en el hombro del ingeniero para recibir su calor, aquel tácito entendimiento de los cuerpos tras derribar todas las barreras. La tibieza de la piel en el entumecido frescor de la mañana.

Cuando llegaron a Ollantaytambo la luz, que caía hacinada y plena, les ayudó a entender por qué, dentro de las equivalencias terrenales de la Vía Láctea, el lugar se correspondía con la constelación de la Llama. La montaña sobre la que se asentaba el poblado había sido atenazada por los naturales de tal modo que el perfil cultivado y edificado de su falda se asemejaba a uno de estos animales, puesto así bajo su protección astral.

En la torre más elevada del recinto amurallado se veían restos de hogueras. Un sistema de señales que permitía comunicarse con los alrededores para trasladar de inmediato cualquier aviso.

La cruz que se asomaba al valle marcaba el núcleo habitado del pueblo. Al acercarse, los naturales los miraron con desconfianza. Preguntaron por Sinchi, el quipucamayo, y les dieron las señas de su casa.

Estaba construida en torno a un patio en el que se alimentaban libremente cerdos, patos, gallinas y conejillos de Indias.

Al llamarlo, salió el quipucamayo. Su recelo se disipó cuando le mencionaron a su colega de Cuzco y le entregaron el mensaje que Chimpu les había proporcionado, a modo de presentación. Tras consultarlo, les dio la bienvenida, ordenó a uno de los indios que condujera sus monturas a un alfalfar cercano y los hizo pasar al interior.

Salió un momento para volver con un quipu que tomó entre sus manos. Fue recorriéndolo con los dedos, mientras les explicaba en un trabajoso español:

—Mi amigo Chimpu, en su mensaje, hace preguntas —les informó—. Quiere saber mis quipus. Si entre ellos alguno hay sobre Vilcabamba. Yo digo sí. Alguno hay. Una historia hay. Una princesa inca.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Sebastián.

—Hace dos siglos por aquí pasó. La princesa, digo. Es historia vieja. Escrita está en los quipus. Una vez al año, en estas ruinas, al aire libre la representan, como teatro la hacen. La gente de los alrededores llega aquí, poblados enteros. Les gusta. Muchos lloran.

Y por todo lo que les fue diciendo Sinchi se hicieron cargo de cómo todo aquel sistema de quipus, ceques y huacas se fundía con los lugares ligados al recuerdo de lo que allí había sucedido.

—En la fiesta se recuerda al difunto —resumió el quipucamayo—. Sus vestidos, sus cosas. Sus hechos se cantan. Sus lugares se recorren. Por donde anduvo, se anda. Donde se sentó, se sientan. Aquello que miraba, se mira.

—¿Y ése es el modo en que se guarda la historia de esa princesa inca de la que nos hablaba? —le preguntó Umina.

Asintió Sinchi y, tomando el quipu que había traído de su archivo, procedió a recitar aquella pieza, que se sabía de memoria, bastándole con acudir de tanto en tanto a los nudos y cuerdas para retomar el hilo y trama de su recuento.

—Está en verso, y tendrías que conocer la lengua quechua para entenderlo bien —dijo la joven a Sebastián.

El idioma, al resonar armonioso entre las ruinas, devolvía la vida al lugar. Era un lenguaje firme en las consonantes, de respiración contenida en los resuellos, eco de la fiereza esparcida por aquellos peñascos guerreros. Pero también reflejo del valle feraz, que atemperaba la materia épica concertando las vocales, hasta el punto de resultar cantarín, hipnótico, persuasivo. Y la queja vertida desde lo más profundo de la garganta terminaba procurando alguna concordia entre tanta rebelión y carga de destino.

A medida que Umina se lo iba traduciendo al oído, notaba que la joven apenas podía contener su emoción al trasladarle algunos versos. Era una historia de amor, de un amor desesperado, de una princesa enfrentada a los poderes que se oponían a la consumación de su amor. Y eso prestaba a aquel lugar otro aire, otra intención.

—Quizá por eso lo eligió Sírax como una de sus huacas personales —dijo Umina—. Porque estaba convencida de que Ollantaytambo perduraría. Y porque las leyendas sobreviven mejor cuando se relacionan con un territorio.

—Otra razón hay —añadió el quipucamayo—. Este lugar es paso obligado. A un santuario lleva, río abajo, nunca conocido de españoles.

—¿El Nido del Cóndor?

—Sí, Cuntur Guachana lo llaman. Las mujeres allí aún tejen esta historia. En sus telas la cuentan, a su modo. A esa princesa inca recuerdan en ella —dijo Sinchi. Y dirigiéndose a Umina, añadió—: Tú eres mujer. Te la contarán.

Y se disculpó, pues debía preparar la estancia donde pasarían la noche.

Entre tanto, Sebastián y Umina decidieron visitar la antigua fortaleza inca. Buscaban, también, un rincón tranquilo.

—¿Crees que es Sírax esa princesa inca de la leyenda que ha recitado Sinchi?

—No me cabe duda.

—¿Por qué estás tan segura?

—Por lo que pude observar en Qenqo Grande.

—¿Y qué es lo que viste allí?

—Intento meterme en su cabeza…

—¿En la de Sírax?

—Sí. Pero sólo consigo adivinar algunas cosas. Y cada vez me asombra más su coraje. Ella empezó allí su recorrido.

—En el mismo sitio donde estuvimos nosotros hace un par de días.

—Sí, en aquella vaguada cerca del tambo. Después hubo de pasar por aquí con destino a ese Nido del Cóndor. Y lo que le sucedió debía ser algo importante para aquellas gentes, cuando ha quedado recogido en las leyendas y tejidos que todavía hilan las mujeres de este lugar. Sospecho que así lo hubiera querido, que lo hizo a propósito.

—¿A propósito?

—Creo que dejó un itinerario que sólo podría reconstruirse si la gente que continuaba viviendo a lo largo de él mantenía la memoria de su pasado. De lo contrario, no merecería la pena, era como reconocer que se debían esperar tiempos mejores.

Habían entrelazado sus manos cuando se vieron interrumpidos por un vozarrón áspero:

—¿Qué hacen aquí?

Al volverse, vieron a un hombre de rostro juanetudo.

—¿Quién es usted? —se le enfrentó Sebastián.

—El párroco del pueblo —contestó.

Lo era, a juzgar por su hábito, ahora que se le veía de cuerpo entero, chaparro y recio, propio de labrador prófugo del arado, las manos apenas amansadas por misas y bendiciones.

—¿Qué hacen un hombre y una mujer solos a estas horas? Y, además, por lo que oigo, usted es español. Un español vestido de indio. Ya me imagino lo que andan buscando. ¿De dónde vienen?

A punto estuvo Fonseca de despacharlo con viento fresco. Pero Umina le apretó la mano para que se contuviera.

—De Yucay —respondió la joven.

—¿Y dónde se alojan aquí?

—En casa de Sinchi.

—¿El quipucamayo? Eso confirma mis sospechas. Si no, ¿por qué habrían de buscar la hospitalidad de ese idólatra, en vez de acudir a cumplimentar al cura, como buenos cristianos?

A esas alturas Umina y Sebastián ya se habían dado cuenta del estado de embriaguez en que se hallaba el sacerdote.

—Seguro que andan buscando tesoros —continuó—. Y no quieren compartirlos con este pobre siervo del Señor. Pero tengan cuidado. Aquí los indios andan muy asilvestrados y tan supersticiosos, a pesar de mis esfuerzos por traerlos al buen camino. Tendrán problemas si se dedican a hurgar entre las ruinas. Si estuvieron en Yucay, verían en el palacio de Huayna Cápac a un indio, armado con un martillo.

Umina y Sebastián se miraron entre sí, al acordarse del viejo tuerto, pero callaron. Esto no desanimó al cura, que continuó su perorata:

—Ya veo que sí —se rió, sarcástico—. Ese hombre no para de recorrer este valle. Sepan que tomará buena nota de cuanto hagan. Tiene más de cien años y nunca ha sido cristianizado. Aún hace sacrificios en las huacas. Ahora estará espiando para los indios rebeldes que infestan los alrededores. Y seguro que sabe de memoria dónde esconden los malditos tesoros que por aquí enterraron los incas. Por eso vigila, para que nadie se los lleve.

Como notara de nuevo el escepticismo en su mirada, les advirtió:

—Si es eso lo que están buscando, me necesitan.

Se inclinó hacia Sebastián, tambaleándose, para espetarle con su aliento que apestaba a aguardiente:

—Conozco bien esta zona, les mostraré los lugares donde excavar si hacen partición conmigo de las riquezas que encuentren. No estaría bien que yo anduviera por ahí con un burro, un pico y una pala —se rió—. Pero nada me impide aceptar donativos.

Sebastián lo rechazó, con un gesto. El cura insistió, vociferando:

—Déme, al menos, algo de beber.

El ingeniero trató de sacudírselo de encima. El cura se apartó, no calculó bien, dio un traspiés y rodó ladera abajo.

Cuando se levantó y logró ponerse en pie, empezó a proferir amenazas. Y tenía todo el aspecto de cumplirlas.