Yucay
Al subir al cerro desde el que se dominaba toda la vaguada vieron, consternados, lo que sucedía en el albergue. Lo rodeaba una cincuentena de hombres armados. Y alguien yacía tendido en un charco de sangre. Sacó Sebastián su catalejo y reconoció enseguida al herido. Era Anco, el cuñado de Qaytu. Salieron en ese momento del edificio los jefes de aquella partida, y no le costó identificarlos.
—¡Carvajal y Montilla!
Sujetaban entre ambos a Usca, manteniéndola separada de su hija mayor, que iba detrás, con los tres niños más pequeños.
Al ver a su marido tendido en tierra y desangrándose, trató de socorrerlo. Pero Carvajal se lo impidió. La obligó a entrar en el corral, para mostrarle el carromato de Umina y las monturas que aparejaban.
—¡Malditos canallas! —se lamentó Fonseca—. Intentan sonsacar a la hermana de Qaytu.
Sin embargo, ella insistía en señalar el camino a Pisac.
—Creo que trata de confundirlos, desviándolos de aquí, para que no nos encuentren.
Carvajal y Montilla aún permanecieron un buen rato en las dependencias del tambo, registrándolas.
Luego montaron en sus caballos y se perdieron junto con sus hombres en la dirección indicada por Usca.
Cuando los tres llegaron al albergue, poco pudieron hacer por Anco, quien ya agonizaba y no tardó en morir. Umina y Sebastián se llevaron de allí a los niños, mientras Qaytu trataba de consolar a su hermana.
No resultó fácil separar a la mujer del cuerpo de su esposo, para enterrarlo. Y sólo pudieron persuadirla de que abandonase el lugar haciéndole ver el peligro que corrían todos si no se apresuraban. Le ordenó Umina que se dirigiese de inmediato a Cuzco y se presentara a su madre explicándole lo sucedido, para que les diesen protección en la casa.
Tan pronto la vieron partir con los cuatro niños, aprestaron los dos caballos que traía el tiro del carromato. Dispusieron luego en una mula lo necesario para el viaje, montó Qaytu en otra y, sin más tardanza, tomaron un atajo hacia el norte, evitando las rutas frecuentadas por los viajeros.
—¿Había estado Carvajal en ese tambo? —preguntó Sebastián a Umina.
—El sabe muy bien que mi familia lo utiliza cuando nos dirigimos a la hacienda de Yucay.
—¿También la conoce?
—Desgraciadamente, sí.
—¿Y qué hará ahora?
—Supondrá que nos dirigimos allí por el valle, e intentará alcanzarnos a través de ese camino. Por eso tenemos que adelantarnos, para avisar a nuestros arrendatarios, porque si no nos encuentra en Yucay, tomará represalias contra ellos. Vamos a viajar a tiro derecho por esta meseta, en lugar de rodear por Pisac.
—¿Qué ventaja nos dará eso?
—Si han de hacer altos para aprovisionarse y registros en las poblaciones y haciendas que encuentren, al menos dos días.
—He consultado el mapa y podíamos haber tomado desde el principio este atajo para dirigirnos a Ollantaytambo. Entonces, ¿por qué fuimos a Qenqo Grande?
—Porque así figura en el itinerario de Sírax —le respondió la joven—. No creo que ella quisiera señalar sólo la ruta a Vilcabamba, sino también la suya propia.
—¿Su historia personal? ¿Un mensaje en paralelo?
—Aún no lo sé. No acabo de entender del todo cómo se corresponde el quipu con el terreno. Eso sólo lo podremos comprobar en cada lugar cuando hayamos examinado varios.
Llegaron a las tierras de Yucay ya vencido el día. Encontraron a las gentes de la hacienda retirándose de sus faenas, y no quiso Umina que preparasen ninguna cena especial, sino compartir la que hervía al fuego para los propios guardeses. Bastaría con que la sirvieran en uno de los comedores, donde pidió que los acompañasen tanto Qaytu como Yarpay, su hombre de confianza allí, para discutir sus planes con discreción.
—Escúchame —advirtió la joven al encargado indio—. Sólo estaremos dos noches, lo contrario sería arriesgado. Pasado mañana nos levantaremos antes del amanecer para continuar hacia Ollantaytambo y hablar con su quipucamayo. Nadie debe saber a dónde nos dirigimos, porque nos anda buscando una partida armada. Tú conoces a su cabecilla.
—¿Quién es? —preguntó Yarpay.
—Alonso Carvajal.
Al escuchar el nombre pudo comprobar Fonseca que se demudaba el rostro del encargado.
—Por eso hemos venido —continuó Umina, tratando de tranquilizarlo—. Para preveniros. Y para que mañana nos muestres las antiguas defensas, y revisarlas de manera que no os pillen de improviso.
Les puso al tanto Yarpay de cómo estaba la hacienda y trazaron un primer plan.
—Ahora debemos retirarnos a descansar —propuso la joven—. Mañana nos espera una dura jornada de trabajo.
Al romper el día se despertó Sebastián con el ajetreo de la casa. Abrió la ventana de su dormitorio y le asaltaron los primeros rayos de sol. Desde el vecino patio llegaban los mugidos de las vacas, gordas como toneles y listas para el ordeño. Olía a leche, y reían las muchachas indias mientras la batían, sirviéndola espumosa en copas de cristal tallado.
Le llamó la atención una de ellas, a la que veía de espaldas, el cabello destrenzado y los hombros desnudos, con un descuido lleno de picardía. Hasta que las otras jóvenes le advirtieron de su presencia, y ella se volvió para mirarlo. Era Umina. Por su sonrisa y el modo en que lo saludó, parecía sentirse allí a sus anchas, lejos de aquella tensa preocupación que la atenazara en Qenqo Grande. Y nunca la había visto tan hermosa.
Fue la mestiza hasta él con una bandeja donde había dispuesto una cestilla con frutas, bizcochuelos, chocolate y dos copas de leche.
—Recién ordeñada —le dijo—. Vamos a desayunar.
No le pasó desapercibida a la joven la sorprendida mirada del ingeniero al sentarse a la mesa. A Sebastián le costaba apartar los ojos de la camisa desabrochada, que destacaba las formas de Umina.
—Esto no es Lima, ni Cuzco —le dijo ella, riendo—. Aquí se vive en plena naturaleza y las costumbres son otras, más libres.
—Claro, claro —admitió él, aplicándose a los bizcochuelos.
—Mi madre me trajo aquí de niña para que me criara. Está más abrigado de los vientos de la sierra que Cuzco, y a menos altura.
—¿Eso era cuando se preocupaba por tu salud?
—Veo que te lo ha contado. Luego se me llevó, porque decía que me estaba convirtiendo en una salvaje.
Apuraron el chocolate y salieron al patio, donde ya les esperaban Qaytu y Yarpay. El encargado mostró a Fonseca el foso y la muralla de la antigua hacienda, ahora muy abandonados. Los examinó el ingeniero y preguntó al encargado:
—¿De qué armas disponen?
—Poca cosa. Algunas escopetas, lanzas, espadas y hondas.
—Estamos hablando de una partida de cerca de cincuenta hombres bien provistos —le recordó Fonseca, preocupado—. Hay que hacer obra en la muralla, poner empalizadas con espinos contra las caballerías y llenar ese foso de agua. Con eso y una guardia permanente se evitarán al menos las sorpresas y, llegado el caso, daría tiempo a pedir ayuda a las haciendas vecinas. ¿A qué distancia queda la guarnición española más cercana?
—A una legua.
—Bien. Pues entonces, manos a la obra. ¿De dónde se podría tomar el agua para llenar este foso? Hace falta una acequia de buen caudal, fácil de reponer.
—La madre principal, que faldea la montaña a media ladera —aseguró Yarpay.
—Yo te la mostraré —dijo Umina a Sebastián.
Treparon los dos hasta la meseta que dominaba aquel exuberante vergel, el trecho más fértil regado por el río Urubamba. A medida que ascendían, se encontraron entre añosos sauces, duraznos, granados y naranjos. Luego, el sendero discurría entre una retama tan crecida que formaba auténticos bosques.
Tras Yucay, el sol iluminaba la nieve y los glaciares de los picos de Calca y Paucartambo como un esplendoroso telón de fondo. Sus abruptas paredes descendían hasta el río, suavizándose al quebrar en andenes escalonados, manantiales y arroyos, convirtiéndolas en un jardín lleno de verdor incluso en pleno invierno y trazando un paisaje plagado de colorido.
—No hay mejores tierras en todo el país —dijo Umina, respirando hondo.
—¿Siempre han pertenecido a la familia de tu madre?
—Siempre. Son su mayor orgullo. Eran un pantano insalubre hasta que las hizo drenar Huayna Cápac, el padre de Quispi Quipu y antepasado de mi madre. En muchas de esas terrazas se quitaron las piedras de una en una para mejorar los cultivos. Ahora parece natural, pero todo es mano del hombre.
Señaló Umina unas ruinas que se alzaban sobre las amplias tenazas dominadas por los glaciares de Calca.
—Es el palacio de verano de Huayna Cápac. Mi madre dice que aquí reunió lo mejor de su gente y que dejó el más importante legado de nuestra cultura antes de que llegaran los españoles.
—¿El Plan del Inca?
—En cierto modo, sí. Fíjate cómo están organizadas las tenazas y acequias.
Hubo de hacerlo muy a conciencia el ingeniero mientras buscaban el camino más corto para llevar el agua desde la falda de las muelas que circundaban el valle hasta el foso de la antigua hacienda.
Reparó en el enorme esfuerzo que suponían los andenes: nivelar las irregularidades, edificar paredones que los apuntalaran, rellenarlos, construir presas y canales. Y lo habían hecho respetando la fisonomía de cada lugar, tanteando su identidad oculta. De modo que ésta terminaba aflorando a través del profundo conocimiento que el agua era capaz de establecer sobre cada terreno, fluyendo de un nivel a otro, perfilándolo.
Sabía bien el trabajo que implicaban las obras hidráulicas, incluso en condiciones infinitamente mejores. Los cálculos debían comenzar en lo más alto, al borde mismo de las nieves y glaciares, despejando sus escombros antes de poder utilizar las corrientes de agua. Luego, había que recolectar todo aquel disperso deshielo en un solo canal, domeñándolo con cauces de piedra y atenuando su ímpetu con represas. Después, ganado ya un terreno menos abrupto, desviar ese arroyo por varias acequias. Y, finalmente, distribuirlas de un andén a otro, con inclinaciones y gradientes que compensara las diversas formas, niveles y recorridos, para que irrigara de un modo uniforme todas las terrazas y cultivos. Era necesario construir éstas con infinito cuidado, de manera que retuviesen lo justo del agua que necesitaban, sin ser erosionadas ni arrastradas por ella.
Eso suponía planificar un bien meditado sistema de depósitos que regularan las corrientes a leguas de distancia, con la altura justa, ni más ni menos, estancándolas cuando eran excesivas, liberándolas cuando iban escasas. También, conocer palmo a palmo sus ciclos y comportamientos. En el viaje había comprobado que se podía seguir el curso de alguna de estas acequias durante horas y horas. Y estaba seguro de poderlo hacer durante días, quizá semanas, sin interrupción, discurriendo constantes y tenaces, zigzagueando por los entrantes y salientes de los cerros, manteniendo la pendiente exacta a través de túneles y acueductos, quebrándose hacia acá o allá según lo exigían los accidentes de un terreno que era puro recoveco y derrumbe. Así hasta formar toda una red que, junto a la integrada por las calzadas tendidas sobre montes y ríos, parecía encaminada a atrapar un animal salvaje, capturando una Naturaleza indómita.
Pero había más. Ahora, al ver a sus pies las tierras de Huayna Cápac, extendidas como un mapa, se percibía mejor el alcance de aquel renovador Plan del Inca.
—¿Te has fijado en la forma de estas tierras? —preguntó a Umina.
Tras otear el valle de extremo a extremo, hasta donde alcanzaba la vista, la joven le preguntó, a su vez:
—¿A qué te refieres?
—Me estoy acordando de lo que nos dijo Chimpu. Aseguraba que los quipus servían como modelo para todo. Y eso incluía el territorio. Por ejemplo, las acequias. Son la clave, sin ellas no hay cultivos, y es lo primero que hubieron de calcular los ingenieros incas. El agua corre por un canal principal que baja desde las montañas. De él van ramificándose en perpendicular otros secundarios para cada tenaza. Y de ellos salen, a su vez, los surcos.
—El canal principal sería como el espinazo de un peine, y los secundarios sus púas —dijo la joven.
—Eso es. Y a partir de ahí se distribuyen los andenes y los caminos. Siguen idéntico patrón. Y lo mismo las escaleras, los estanques de riego y las viviendas. Nunca un quipu fue más parecido a un mapa.
—¿Crees que es algo intencionado?
—Es casi inevitable. Si las acequias y los andenes estaban ordenados como un quipu, esto facilitaría levantar un plano mediante ese sistema de registro.
—Y también llevar las cuentas. A partir de ellos se podían establecer los turnos de trabajo según lo que hubiese que hacer en cada momento, siembra, cultivo o cosecha. También, organizar los riegos y los pastos, la producción de cada lugar.
—Todo eso tenía que facilitar el almacenamiento de la información, proporcionar de un simple vistazo toda la estructura del sistema, para verificar cualquier dato. Y transmitía la idea de orden, de control, de gobierno, de poder. Prestigio político.
—Los mismos principios que intentaba transmitir Huayna Cápac en su arquitectura —reconoció Umina.
—Y quizá Sírax con este quipu —añadió Sebastián descolgándolo de su cuello y comparándolo con aquel panorama que se extendía ante ellos.
Cada vez comprendía mejor lo que había tratado de hilar su padre. Allí quedaba patente el modo en que se podía expresar un territorio de forma directa, sin escrituras intermediarias, como un mapa vivo.
Tierras, aguas y astros habían configurado parajes únicos, abonados por los cuerpos de los ancestros, regados con su sudor, engarzados en un gran quipu de tenazas y acequias. Y en sus gentes afloraba idéntico entrelazo de quebradas, torrenteras y linajes.
Cuando hubieron establecido las acequias que les permitirían llenar el foso con rapidez y seguridad, las fueron marcando con jalones rematados en gallardetes rojos. Y Sebastián dedicó el resto del día a dirigir los trabajos para conducir las aguas. No permitió Umina que tomara las herramientas por su propia mano.
—Tienes el brazo derecho resentido por las heridas y lo vas a necesitar para el viaje que nos espera. Guarda tus fuerzas. Aquí sobra gente que domina estas faenas.
Antes bien, le impuso un ayudante, el hijo mayor de Yarpay, un joven muy despierto que no habría cumplido los dieciséis años. Luego, ella misma inspeccionó las armas mientras el encargado de aquella hacienda se ponía al frente de quienes restauraban la vieja muralla y Qaytu dirigía la tala de los árboles necesarios para reforzarla con una empalizada.
A media tarde aquel laborioso ejército había concluido. Y estaban lavándose, satisfechos del trabajo realizado, cuando sonó el repique de la campana que anunciaba la hora de la merienda, que les serviría a la vez de comida y de cena.
Se habían armado varios tableros bajo la enramada de un frondoso pisonay, un árbol tan alto y ancho que podía acoger a su sombra holgadamente a cuantos se habían esforzado por dotar a la hacienda de defensas. Y desde aquel andén atenazado se dominaba toda ella, incluidos los horizontes de las montañas y las praderas que bordeaban el río.
Había dado instrucciones Umina para que no faltase de nada en la mesa. De modo que se veían tamales, humitas y choclos verdes con queso fresco, comida toda ella más ordinaria, pero también cabrito asado o capones con huevos. Corrió en abundancia la bebida, en especial la cerveza de maíz, vino y un aromático pisco.
Se empeñó Umina en que probara Sebastián las uñuelas, ofreciéndole por su propia mano aquella especie de duraznos de piel aterciopelada. Notó el ingeniero que toda la mesa estaba pendiente de su juicio. Y hubo de reconocer, tras su degustación:
—Nunca había comido una fruta tan delicada.
Aplaudieron todos, con alborozo. Sin embargo, se percató el ingeniero que esperaban de él algo más. Yarpay, que estaba a su lado, le dio un codazo disimulado, pasándole una fruta que no había visto en su vida.
—Gracias, pero estoy lleno —le dijo Fonseca.
Hubo risas en la mesa, sobre todo entre las mujeres. El encargado de la hacienda le susurró al oído:
—No es para usted. Cuando una muchacha ofrece algo así a un hombre, un bocado especial como las uñuelas, él debe corresponder. Ésta es una papaya de Lares. Désela a ella.
Se alzó Sebastián para cumplimentar a la mestiza, ruborizándose hasta la punta de las orejas. Hubo nuevas risas de las mujeres. Y una de las muchachas, que parecía integrar el coro de las compañeras de infancia de Umina en aquel lugar, se puso en pie empujada por el resto.
Cundió el silencio en torno suyo cuando se arrancó a cantar un yaraví. La voz, limpia, cadenciosa, fue desgranando las palabras en quechua, con esa mezcla de picardía y sentimiento propia de las canciones de amor en que las mujeres vierten su deseo sin tapujos:
Caylla llapi
puñunqui.
Chaupituta
samusac.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Sebastián a Umina—. «Al cántico, / dormirás. / Media noche, / yo vendré» —tradujo ella.
Se pidió más música, al concluir. Y fue la señal para ir a buscar guitarras, quenas y charangos. Reinaba la alegría mientras el sol declinaba ya en el horizonte. Y hasta Qaytu, de ordinario tan taciturno, parecía haberse sumado a ella, en buena compañía.
—¿Quién es esa chica india tan guapa que está con Qaytu? —preguntó Sebastián a Umina.
—Un amor de juventud. Qaytu es de los que las matan callando. ¿Quieres dar un paseo?
—Me gustaría.
La joven le propuso llegarse hasta las ruinas del palacio de Huayna Cápac, desde donde se tenía al atardecer la mejor vista de aquellos parajes.
Su privilegiado emplazamiento había llevado a aprovechar el lugar para trazar un jardín con escalinatas, setos de arrayanes y una fuente de mármol. En el centro estaba la tumba del padre de Umina. No era nada tétrica. Menos aún en aquel momento, cuando llegaba desde el valle un pausado tintineo de esquilas entre los olores de la madreselva. Parecía más bien una celebración del regreso a la tierra.
—Tu madre me dijo que quería ser entenada aquí —dijo Sebastián—. Ahora lo entiendo.
—Esto es lo más parecido al paraíso.
—Y el palacio, ¿por qué está así? —preguntó señalando las ruinas—. Usaron sus piedras para construir los conventos e iglesias del valle…
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el ingeniero al oír un ruido.
Le sorprendió el temor en los ojos de la joven. Sabía bien que no era medrosa. Y se volvió en la dirección hacia la que apuntaba su mirada.
Entre las ruinas se movía una extraña figura, silenciosa como un fantasma. Se levantó Fonseca para dirigirse allí, pero Umina le hizo un gesto para que lo dejara estar y no se separase de su lado.
Apareció un indio, un hombre viejísimo, encorvado por el peso de los años. Su cara arrugada aún resultaba más grotesca porque le faltaba un ojo, tajado por una gran cicatriz oblicua. También, por la mascada de coca que hinchaba su mejilla. Vestía pantalones de vellón de llama, tan astrosos y sucios que bien podrían sujetarse por sí solos sin ninguna asistencia humana.
—¿Quién es?
—Un loco que dice guardar estas ruinas. Ya era viejo cuando yo no levantaba algunos palmos del suelo. De niña me producía terror, pero dicen que es inofensivo.
Molestos por su presencia, terminaron sentándose junto a un estanque apartado.
—¿Qué distancia tenemos desde aquí hasta Ollantaytambo? —preguntó Sebastián
—Unas cuatro leguas. Si madrugamos podemos estar allí a primera hora de la tarde.
El viejo se sentó en un bloque de piedra tendido por tierra que señalaba la entrada a las ruinas del palacio. Como si fuera la cosa más natural del mundo, sacó un martillo de picapedrero y se aplicó sobre el pedrusco. Apenas se dignó mirarlos. Se limitó a aplastar un saltamontes que se posó a su lado, chasqueando sus labios finos y descarnados, ennegrecidos por la coca. El resto del tiempo permaneció ajeno a ellos y sólo desapareció cuando hubo caído la noche.
A sus pies se extendía el Valle Sagrado, y en lo alto la insondable profundidad de la noche andina. El aire era tan tenue y limpio que las estrellas casi se podían tocar. El cielo no aparecía negro ni vacío, sino cuajado de luz. Destacaba la Vía Láctea, como un espejo y correspondencia cósmica del río Urubamba. Sus constelaciones chisporreteaban con tal intensidad que se entendía la familiaridad de los incas, para quienes resultaba tan cercana como los propios paisajes y animales de la tierra.
—Ahora veo por qué se la compara con un río —dijo Sebastián mostrando el reflejo en el estanque y acordándose de aquella otra noche en que la habían observado en lo alto de Sacsahuamán.
—¡Ay de los que llevan en la frente una estrella! —exclamó Umina, poniéndole un dedo en el entrecejo.
—¿Por qué dices eso?
—Es lo que mi madre me viene repitiendo desde niña, que tengo muchos pajaritos en la cabeza.
—¿Es cierto que al nacer no te daban ni una semana de vida?
—Sí. Pero sobreviví. A lo mejor porque se me habían metido muchas estrellitas por los ojos. Casi tantas como las que se reflejan ahora en el estanque.
Señaló Sebastián los astros que cabrilleaban, lagrimeando sobre el agua.
—Parecen luciérnagas. De niño, llegué a confundirlas. Una noche de agosto estaba en el campo y hubo una lluvia de estrellas fugaces. Vi una luz en la hierba y la recogí. La guardé en la palma de la mano, creyendo que era un trozo caído del cielo. Dejé aquella lucecita en mi mesilla de noche, bajo un vaso de cristal puesto al revés. Y me quedé mirándola en la oscuridad hasta dormirme. Cuando desperté a la mañana siguiente descubrí que un gusano se había comido mi estrella.
Rieron los dos. Al cabo de un rato, Umina rompió su silencio para susurrar:
—Te he visto trabajar hoy, aquí, mezclado con nuestra gente. Me gustó mucho cómo te manejabas entre ellos. No parecías un militar.
—Mi verdadera vocación es la de ingeniero. Construir.
—¿Y por qué no te dedicaste a ello directamente?
—Porque en España no hay un cuerpo de ingenieros civiles, como en Francia. Y porque una vez expulsados los jesuitas, los únicos lugares al día en las ciencias positivas eran las escuelas militares.
—Perdona, no quería ofenderte.
—No me has ofendido. Yo mismo me he hecho esa pregunta cientos de veces.
Calló luego, disuadido por la vibración de la noche, que parecía apelar a sus cuerpos como un reclamo. Era demasiado fuerte la atracción que sentía. Un punzante estremecimiento tiraba de él, sumergiéndolo en lo más hondo de sí mismo, para verse abocado hacia Umina de inmediato, subyugado por completo. Sin embargo, algo en el interior de Sebastián, un pudor incomprensible, le impedía pasar adelante. ¿Cuántas estrellas habían terminado en simples gusanos a lo largo de su vida al crecer los desengaños? Por otro lado, ¿por qué pensaba eso ahora, precisamente ahora? No sabía bien si formaba parte de su educación jesuítica, de aquella rancia sarta de abolengos y prejuicios de la limpieza de sangre o, como se temía, eran los destrozos que le habían producido sentimientos anteriores desbaratados por el camino.
Habían cesado los cantos y la música allá abajo, en la hacienda. Ahora sólo se oía el rebullir del agua atareada y el crepitar de los grillos, como una traslación sonora de la majestuosa bóveda estrellada al reverberar contra el valle. Podía sentir el respirar de la mestiza, mezclado con el suyo propio, disuelto en el palpitar y la magia del lugar. Pero no se atrevía a hablar. Fue ella quien lo hizo:
—Mañana tenemos que madrugar. Creo que hoy ya nos hemos ganado el descanso.
Bajaron hasta la casa y, una vez allí, la acompañó hasta su dormitorio. Al llegar a la puerta, Umina se volvió hacia él. Lo tomó de la mano, pidiéndole delicadamente que se acercara. Levantó luego el candil, para encender el de Sebastián con la llama del suyo. Llevaba la joven el cabello suelto, sus labios entreabiertos mostraban una boca anhelante y propicia. Los ojos le brillaban con rara intensidad. De lejos, aparecía en ellos toda su voluntariosa ejecutoria, su fuerza y capacidad de resistencia. Pero ahora, de cerca, se le abrían. Se le abrían hasta la muchacha que allí fuera feliz, pidiéndole que no temiese rescatar tantos sentimientos arrumbados.
Abrió ella la puerta mientras él hacía acopio de fuerzas, respirando entrecortado, mordiéndose los labios, para no decir más de la cuenta. Dudaba. Había sido un día perfecto, de ésos en los que el cansancio del cuerpo se prolongaba hasta una sensación íntima de plenitud como no recordaba desde hacía años. Algo demasiado hermoso para echarlo a perder por una decisión precipitada.
Separó su candil del de Umina y dijo, con voz trémula:
—Buenas noches. Que descanses.
Oyó cómo cenaba la puerta a sus espaldas mientras avanzaba por el pasillo, sonámbulo, como un autómata, en busca de su propia habitación. Podía ver sus pies, caminando al compás, al margen de su voluntad, el corazón latiéndole en el pecho, desbocado, la garganta reseca. Se maldecía por su timidez en esos trances. Pero ya no tenía remedio.
Sintió en ese momento un grito. Volvió corriendo sobre sus pasos y llamó a la puerta.
Salió Umina y le dijo señalando la ventana enrejada:
—¡Ahí, ahí afuera!
Se asomó al patio. Y le pareció que se agitaba el seto junto a la pared.
—Era ese viejo indio tuerto —se lamentó ella—. Tengo miedo —lo tomó de la mano, mientras le pedía—: Sebastián, no me dejes sola.
Se miraron en silencio. No era sólo deseo lo que dejaban traslucir aquellas palabras. Un anhelo compartido, que les surgía desde muy dentro, abriéndose camino hasta brotar por todos los poros, a tal temperatura que se sintieron transportados fuera de aquel lugar y tiempo. Pero ella le estaba diciendo mucho más. Le ofrecía también su mundo. Sus juguetes y recuerdos de niña reposaban en una alacena, junto al espejo de obsidiana. Al reclamarlo desde aquel universo secreto, al abrirle las puertas de su paraíso, le estaba pidiendo que lo compartiera. Y a él le conmovía su entrega, su desarmante acometida, disponible a las caricias.