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Qenqo

Sebastián y Qaytu se impacientaban en el interior del albergue que, situado a las afueras de Cuzco, atendía la ruta hacia el valle del río Urubamba y el pueblo de Pisac. Aunque trataban de disimularlo, se les veía inquietos. Estaban sentados en una mesa discreta, pegada al rincón más alejado de la puerta de vaivén, y vestían como los indios de la región. De la cocina venía el olor y el trajín de los pucheros en que se afanaba Usca, la hermana de Qaytu. Afuera, junto al camino, su marido Anco reparaba la cerca de madera.

Escucharon en eso a tres caballos a media rienda, procedentes de Pisac. A medida que se acercaban fueron rebajando el galope hasta detenerse frente al tambo.

El ingeniero y el mayoral se miraron, poniéndose en guardia. De un modo instintivo, el indio comprobó que tenía su cuchillo a mano, y Fonseca tanteó la pistola bajo el chaleco.

Al abrirse la puerta entraron un sargento y dos soldados españoles. Tras ellos venía Anco, quien los acompañó hasta una mesa para preguntarles qué deseaban tomar.

Aunque los militares habían saludado, y se destocaron cortésmente, ni Sebastián ni Qaytu las tenían todas consigo. Tampoco el cuñado de éste. Hizo una señal a su hija mayor para que recogiera a los tres hermanitos, que jugaban a la rana en el exterior. Y las miradas que cruzó con ambos indicaban sobradamente lo inoportuno de aquella visita para sus planes.

Anco sirvió la comanda con diligencia, deseando que los recién llegados se marcharan pronto. Y quedó a la espera, atento a cualquier novedad en el camino. Sin embargo, el sargento y los soldados españoles no parecían tener prisa por llegar a Cuzco. Alargaron la sobremesa de tal modo que sucedió lo inevitable.

Se oyó afuera una voz de mujer, pidiendo paso franco hasta el patio trasero. Anco hizo un gesto casi imperceptible a su cuñado y a Sebastián, para que no se movieran de la mesa, lo que habría infundido sospechas. El mismo se dispuso a abrir el corral. Pero antes de que se ausentara le preguntó el sargento qué se debía. Y en cuanto hubieron pagado tomaron los tres militares sus armas y abandonaron el lugar junto con el indio.

Fonseca y Qaytu corrieron de inmediato a una de las ventanas y desde allí pudieron observar el carromato en el que venía Umina. El sargento la observaba sin perder detalle, apoyado en la pared encalada, donde el sol repercutía con fuerza. Y no era aquella mirada de las que solía levantar la mestiza, de admiración. Ciertamente, había procurado pasar desapercibida, para sortear los controles de salida, menos severos que los de entrada al Cuzco. Aun así, no ocultaba aquel hombre su desconfianza, que terminó impulsándolo a acercarse a la joven para conversar con ella. Por los gestos de ésta dedujeron el ingeniero y el mayoral que trataba de explicarle a dónde se dirigía y cuál era el objeto de su viaje.

Nada de ello evitó que los soldados siguieran sospechando: ya se habían subido al carro y lo registraban.

Sebastián miró a Qaytu, alarmado. El arriero lo sujetó por el brazo para calmarlo, tratando de explicarle por gestos que Umina contaba sin duda con aquella eventualidad, porque ya la habrían inspeccionado antes.

—No es lo mismo —le respondió Fonseca—. En la salida de Cuzco no estábamos nosotros, ni sabían que iba a detenerse en este tambo.

Gesticuló Qaytu, haciéndole ver que todo parecía transcurrir con normalidad en aquel control. Y señalaba al sargento y a los soldados, que bajaban del carro para proseguir su marcha hacia la antigua capital.

Cuando hubieron perdido de vista a los militares, Sebastián corrió hacia Umina.

—¿Estás bien? —le preguntó cogiéndola de la mano, para ayudarla a bajar del pescante.

—Creo que todo ha salido según lo previsto.

—¿Y tu madre?

—No correrá peligro, al menos mientras permanezca en el Cuzco.

—¿Qué pasa con Carvajal y Montilla?

—Han acudido al corregidor de la ciudad, pero no les hará mucho caso hasta que se cumplan las ejecuciones. La prueba es que están levantando el campamento que montaron junto al convento.

Fonseca se alarmó.

—Eso quiere decir que se van a poner de camino. —Seguro. Han apalabrado rastreadores que conocen bien la zona a la que nos dirigimos.

—Pero no saben nuestra ruta.

—El arranque hacia las sierras de Vilcabamba no tiene muchas alternativas desde Cuzco, hay que tomar el valle del Urubamba. Carvajal sabe que allí está nuestra hacienda de Yucay.

—Entonces evitaremos las calzadas más concurridas.

—No siempre podremos. Tenemos que recorrer un itinerario prefijado. Ahora lo más urgente es empezar por nuestra primera huaca, la de Qenqo Grande, aquí al lado, y abandonar este lugar lo antes posible. Se halla muy expuesto, junto al camino.

Qaytu, su hermana y su cuñado habían introducido el carromato en el corral trasero. Y venían ahora para discutir con ellos las provisiones que debían preparar, de modo que estuviesen listas a su regreso.

—Usca y Anco dicen que lo mejor es ir a pie mientras ellos cargan los caballos y las mulas —informó Umina a Sebastián.

Hizo entonces un aparte Qaytu para consultar a Anco, por señas, sobre aquel lugar de Qenqo. Le respondió su cuñado con un largo parloteo en quechua. Fonseca, que los observaba, dedujo que tras ello le correspondería al mayoral explicar a la mestiza el plan que se les presentaba. Pero a medida que el arriero escuchaba al marido de su hermana se fue sonrojando, pareció sentirse muy violento, casi anonadado. Hasta el punto de que, cuando se acercó Umina a él, ésta hubo de preguntarle:

—¿Qué sucede?

No contestó él, ni siquiera con las señas que solía, sino que se enzarzó con su hermana y su cuñado en una reñida discusión.

Estaba perplejo el ingeniero, sin saber a qué atenerse. Hasta que al fin, y ante la impaciencia de la mestiza, que los llamó al orden, la hermana de Qaytu se la llevó aparte y pareció darle cumplidas explicaciones. Hubo cuchicheos al oído entre las dos mujeres, asentimientos de cabeza y, por fin, todo pareció estar en orden para dirigirse a la cercana vaguada de Qenqo Grande.

Mientras se encaminaba hacia allí junto al mayoral y la joven, Sebastián le preguntó a ésta:

—¿A qué viene tanto secretismo?

—Nunca he estado en ese sitio —le respondió Umina—. Según Chimpu, es la huaca donde empieza el Chinchaysuyu, la orientación norte de las Cuatro Direcciones del imperio inca.

—¿Y por eso es el arranque del itinerario de Sírax?

—No lo sé.

—¿Qué se supone que debemos hacer una vez allí?

—Ya lo verás cuando lleguemos —concluyó ella de un modo un tanto abrupto, como si le hubiera acometido, de pronto, la misma incomodidad que había podido apreciar en Qaytu, Usca y Anco.

Y por más preguntas que le hizo, fue incapaz Fonseca de sacarla de ahí. Todo fueron evasivas. Se preguntó el ingeniero qué le sucedía a la joven, la razón de aquella actitud que no acertaba a explicarse.

Siguiendo las instrucciones de su cuñado, Qaytu los condujo por una hondonada que se abría paso entre dos lomas. Llegaron así hasta el origen del arroyo junto al cual discurría la vereda, una fuente de agua clara y abundante.

No era el único lugar ceremonial de la huaca. Había también un montículo rocoso. Y bien se echaba de ver su importancia, por el cuidado con que había sido esculpido, aquel modo singular que Umina le mostrara en la Piedra Cansada que coronaba la fortaleza de Sacsahuamán. Un trabajo de talla de los aplicados por los incas a sus adoratorios más importantes, parajes que deseaban honrar de forma especial.

El afloramiento rocoso se distribuía en terrazas semicirculares hasta formar un anfiteatro natural, con escalones y profusión de figuras geométricas.

Frente a él, claramente separado, destacaba un alargado monolito de piedra. Orientado al mediodía, guardaba la misma disposición que la parte abierta de una herradura respecto a su arco, de manera que su sombra se proyectaba sobre el semicírculo.

En la grieta más ancha del afloramiento rocoso se abría una entrada. Parecía de origen natural, aunque perfeccionada por la mano del hombre. Dentro observó, y lo que quizá fuera un altar. Varios peldaños facilitaban el descenso, adentrándose en aquella oquedad. Umina permaneció unos instantes callada, en recogimiento, antes de disponerse a bajar.

Iba a seguirla Sebastián, cuando sintió que se posaba sobre sus hombros la mano de Qaytu. Al volverse, el arriero le hizo una seña inequívoca para que la dejara sola.

Y mientras ella estaba allí dentro, su mayoral pareció controlar con sumo cuidado el curso de la sombra del monolito sobre el anfiteatro de piedra, por el que se desplazaba como el gnomon de un reloj solar.

Transcurrió un largo rato. Hasta que en un momento determinado el arriero se levantó y fue a avisar a Umina.

Cuando la joven salió de la gruta la acompañaron los dos hombres hasta el pie de aquel montículo. Una escalera tallada en la roca ascendía hasta lo más alto de la huaca.

Una vez allí, buscó ella la sombra del monolito, que había ido avanzando, proyectándose sobre la profusión de tallas. Y se detuvo junto a una ranura excavada en la piedra, por la que discurría, surcándola, hasta dar nueve quiebros.

—Decías que Qenqo significaba algo en zigzag. ¿Es a esto a lo que te referías? —preguntó el ingeniero.

Umina ignoró totalmente su pregunta, e incluso su presencia. Ni siquiera prestaba atención a la ranura, sino a dos protuberancias redondeadas sobre ella, en su extremo, entre las cuales arrancaba. Y también al curso del sol, que en ese momento proyectaba su sombra entre los dos machones.

Sebastián no entendía nada de lo que estaba haciendo la joven. Pero tampoco tuvo ocasión de ver mucho más. Porque Umina se dirigió a Qaytu en quechua, con un tono que parecía ofendido, como si éste estuviese incumpliendo unas instrucciones que le había explicado con claridad. El arriero pareció arrugarse a todo lo ancho y alto de su gigantesca humanidad. Muy compungido, manoteó sus disculpas, al tiempo que le agarraba con brusquedad para llevárselo de allí.

Intentó oponerse el ingeniero. De nada le valió. Qaytu lo arrastró sin contemplaciones hasta el otro lado, manteniéndolo fuera de la vista de Umina. Y cuando al cabo de un rato hizo Fonseca amago de acercarse, pudo ver en los ojos del mayoral que aquello no era ninguna broma: iba muy en serio, y debía mantenerse lejos de la joven.

Una sorda indignación embargaba a Sebastián cuando Umina bajó de lo alto de la piedra. Tenía la joven una expresión extraña.

Trató de sonsacarla. Fue inútil. La mirada que ella le dirigió la preocupación de su rostro resultaban demasiado elocuentes.

Y ya se disponía Fonseca a iniciar una de sus inoportunas discusiones cuando sonó un disparo.

Parecía venir del tambo.