Agua de Estrellas
Decidieron que Sebastián y Qaytu se asomarían al aire libre de un modo concertado. Cada uno lo haría en una dirección distinta, para prevenir cualquier peligro. Cuando se acercaron y miraron hacia lo alto se quedaron sorprendidos al comprobar que el conducto por el que entraba la luz del sol desembocaba a través de un orificio semejante en todo al brocal de un pozo.
Al trepar por él y otear el exterior se encontraron en el centro de una extraña construcción de piedra. A su alrededor se extendía un amplio círculo vacío, rodeado por tres muros paralelos de pequeña altura. Se desplegaban éstos dibujando otros tantos anillos concéntricos, cruzados por doce paredes transversales, como segmentos de radios.
—¿Qué es esto? —preguntó el ingeniero al mayoral.
Qaytu se encogió de hombros, dando a entender que aún no acababa de hacerse cargo de dónde se hallaban.
No se veía a nadie. Al salir constataron que estaban en el núcleo de lo que, a juzgar por su envergadura, podría tomarse por las ruinas de una fortaleza. Debía de coincidir con la cabeza del gran puma rampante que cerraba la ciudad por el noroeste. Y, dentro de aquel plano o diseño, el agujero por el que habían emergido desde el interior era como el ojo vigilante del animal.
Se encontraban en lo alto de la colina de Sacsahuamán que dominaba Cuzco. Y al mirar hacia la ciudad extendida a sus pies advirtieron gran despliegue de tropas en las puertas. Se acercaba el tiempo de las ejecuciones de los rebeldes y los controles parecían mayores aún de lo habitual. No se distinguía desde allí el campamento de Carvajal y Montilla, junto al convento de Santo Domingo. Pero ya habrían descubierto lo sucedido en la cripta, y andarían buscándolos.
Cuando hubieron ayudado a Umina y a Chimpu a salir del orificio, el quipucamayo examinó con detenimiento la construcción.
—Parecen los cimientos de una ciudadela —aventuró Sebastián.
—Creo que son los del torreón de Muyumarca —añadió Umina.
—Así lo llaman —corroboró el anciano—. Pero ni son cimientos ni forman parte de ningún torreón.
—¿Qué son entonces? —se interesó Fonseca.
—La solución a los problemas que usted me planteó antes —aseguró Chimpu—. Yo sólo conozco las huacas de las inmediaciones del Cuzco, los accidentes del terreno y los hitos hasta donde alcanza el horizonte desde aquí, desde lo alto de esta colina. ¿Recuerda que me preguntó cómo se prolongaban las líneas de los ceques más allá de las montañas que rodean esta ciudad?
—Sí. Usted me contestó que mediante las estrellas. Y que para saber cómo funcionaba el quipu rojo habríamos de recurrir al mismo sistema de medición que usaron los incas para tejerlo.
—Exactamente. Pues bien, estamos dentro de él.
—¿Esto?
—Es un observatorio astronómico. Las tres circunferencias que rodean el agujero por el que hemos salido y los doce segmentos de radios que las atraviesan forman parte de él. Nos encontramos en un enorme reloj solar y calendario. Con él controlaban las estaciones, establecían las tareas agrícolas y las grandes festividades. La mayor de todas tenía lugar por estas fechas, durante el solsticio de junio, el Inti Raymi.
—¿Y este gran redondel que rodea el brocal?
—Servía para observar las estrellas durante la noche. Aunque ahora esté seco, en realidad es un estanque circular. En tiempos de los incas había una fuente. Con el agua de ésta llenaban la alberca y por la noche la usaban como un espejo para ver el cielo. Hacían las anotaciones correspondientes en los anillos concéntricos de piedra, tomando como referencia esos doce segmentos de radios y otras marcas que había en ellos.
—Entonces, si lo llenamos de agua, esperamos a la noche y recuperamos su uso, podríamos reconstruir el sistema que utilizaban los incas y conocer la orientación de ese itinerario que hemos copiado en el quipu.
—El quipu rojo ha de estar ajustado mediante este observatorio. Pero tendremos que pasar aquí toda la noche.
—No podemos desaprovechar esta oportunidad.
—¿Se arrepiente ahora de que los haya acompañado?
—Si he de serle sincero —confesó Fonseca—, cuando me veía a mí mismo resollar en esos malditos escalones, pensaba en usted. Y me entraba tal coraje de no oírle quejarse que es lo único que me ha servido de acicate ahí adentro. Puro amor propio.
—¿Y qué me dice de Umina? —le preguntó el quipucamayo con complicidad.
—Me tiene admirado. Nunca vi una mujer tan valiente.
—Tampoco yo, y por lo menos le doblo a usted la edad —se rió Chimpu—. Ni tan guapa. Claro que todo eso tiene su explicación.
—¿Ah, sí?
—Los miembros de la casa real matrimoniaban con las doncellas más hermosas, escogidas en todo el imperio. Luego tenían descendencia con sus favoritas, y éstas debían imponer a sus hijos en la línea dinástica. Necesitaban mucho carácter para sobrevivir a las intrigas palaciegas. Y de casta le viene al galgo.
Después de un examen a fondo, Sebastián comprobó que el estanque central estaba seco porque la corriente de agua que lo nutría había sido desviada hacia el río Rodadero. Pero el canal y las compuertas aún podían apreciarse y se hallaban en buen estado.
—Creo que se podría restablecer fácilmente la irrigación, llenar el estanque y usarlo esa noche.
—Y tenemos el quipu. Magnífico. He soñado con algo así toda mi vida —admitió Chimpu, frotándose las manos.
Con la ayuda de Qaytu, se puso el ingeniero manos a la obra. No fue tarea ardua. Y al concluir decidieron reponer fuerzas, dando buena cuenta de las provisiones que habían llevado.
Tras ello, mientras esperaban que anocheciera y se llenase el estanque, Umina y Sebastián procedieron a un cuidadoso examen del lugar para evitar imprevistos.
Lo primero que se encontraron, mirando hacia el norte, en los promontorios que se divisaban desde la ciudad, fue un cerro remodelado para conseguir que su perfil ostentase en horizontal la efigie del rey Carlos III, tal y como aparecía en las monedas. Vano intento de obligar a los indios a expresar fidelidad a un monarca tan lejano, recurriendo a sus ancestrales costumbres de esculpir a gran escala los accidentes del terreno. Pues, como le explicó Umina, sus antepasados creían que los incas habían salido de la propia tierra, de las piedras, y el primer rey que los gobernó surgió de su interior, de una cueva.
Volvieron luego la vista al otro lado, hacia la ciudad, que desde aquella fortaleza de Sacsahuamán se dominaba en toda su extensión.
—Cuzco es hermosa, muy hermosa —dijo Sebastián.
—Cuando subía aquí de niña, a jugar con cometas, mi madre me explicó muchas veces cómo era en tiempo de los incas —recordó la joven, melancólica.
Y calló largo rato.
—¿Estás preocupada por ella, verdad? —le preguntó.
—No debería hacerlo —contestó Umina—. Chimpu lleva razón, Carvajal no se atreverá a molestarla. Pero ya has visto cómo es mi madre. No le gusta desentenderse de los problemas, se los toma muy a pecho, como suyos. Estará al tanto de lo sucedido.
—¿Te refieres a lo que ha pasado en Santo Domingo?
—Habrá estado pendiente, ya sabrá lo del derrumbe. Y si empieza a revolver amistades e influencias, puede empeorar las cosas. Casi la que me da miedo es mi madre. Hace tiempo que debería haberse retirado a nuestras tierras de Yucay.
—¿Tú crees que con la ciudad pendiente de esas ejecuciones va a importarles lo que haya podido pasar en el convento?
—Al corregidor de la ciudad no, desde luego. Pero Carvajal y Montilla están acampados allí mismo, ya saben bien lo que hacen… En fin, no quiero seguir pensando en ello. Tenemos lo que andábamos buscando y hemos de averiguarlo sin más tardanza.
Siguieron examinando la fortaleza. En realidad, aquello era mucho más que una ciudadela. Sus extensas terrazas estaban reforzadas por muros ciclópeos, ásperos y recostados, que no se limitaban a sujetar la tierra. Los enormes bloques se extendían por el terreno en zigzag, como los dientes de una sierra. No eran piedras domesticadas o inertes.
Se las diría vivas, celebrando todavía la luz y el aire de las pampas de las que procedían. Y con el sol rasante del atardecer semejaban la mandíbula abierta de un dragón o un monstruo fabuloso. Quizá los dientes del puma que simulaba el perfil de Cuzco.
Sus dimensiones eran tan formidables que no parecían sillares, sino parte de la montaña. Había piedras que superaban en altura a tres hombres puestos uno encima del otro, y en anchura a otros tres con los brazos extendidos.
—¿Cómo pudieron transportarlas desde las canteras con su solo esfuerzo? —se preguntó Sebastián, admirado—. Porque tengo entendido que no usaron ruedas.
—No las conocían. Tampoco bueyes ni otros animales de tiro, ni hierro o acero para tallarlas.
—¿Cómo pudieron ajustarías con tanta precisión sin poleas ni máquinas? ¿Cuántas veces tendrían que subir y bajar una piedra sobre otra, con la sola fuerza de sus brazos, hasta encontrar el ajuste perfecto? No he visto nada semejante en ningún lugar de Europa.
Umina se acercó hasta uno de los baluartes y pareció rascar su superficie.
—Alguno de estos plomazos ha de ser obra mía —confesó—. Aquí solía venir con mi padre y sus milicias a practicar el tiro al blanco.
Pasadas las murallas, llegaron hasta un extenso promontorio que cerraba la explanada por el norte. En su cima podía admirarse el llamado Trono del Inca. No lejos de allí los tallistas se habían empleado con generosidad sobre un gran afloramiento rocoso, labrándolo de mil formas, hasta dejarlo harto historiado. El resultado era un gran bloque esculpido a troche y moche, una interminable algarabía de figuras geométricas.
—Es la Sayacusa, la Piedra Cansada —precisó la joven—. La llamaron así porque, debido a los muchos trabajos que pasó por el camino, se cansó y lloró sangre, no pudiendo llegar al edificio.
—¿Desde dónde la trajeron?
—Dicen que desde más de trece leguas. Y ocupó en su arrastrar a veinte mil indios, que pasaron muchas fatigas. Iban con tiento, la mitad tirando por delante de sogas muy gruesas, la otra mitad sosteniendo la peña por detrás con otras maromas para que no cayese cuesta abajo.
Pero aun así se despeñó, matando a tres mil o cuatro mil. Fue ya imposible moverla de donde cayó. Entendieron que la roca no quería seguir adelante, por eso lloraba sangre. Y aquí la dejaron.
Estaba poniéndose el sol. Se reunieron con Qaytu y Chimpu, que ya se habían sentado junto al estanque lleno de agua. El cielo se mostraba en todo su esplendor, despejado y limpísimo.
A medida que se hacía de noche fue apareciendo el deslumbrante firmamento andino. El anciano, que había pedido a Sebastián el quipu rojo, lo tomó en sus manos, señalando el reflejo de una nítida y luminosa cicatriz diagonal:
—Es la Vía Láctea. En quechua se llama Mayu, el río. Los incas pensaban que de él brotaba la lluvia y que sus compuertas las abría el rayo.
Chimpu estaba feliz. Veía aquel observatorio convertido ahora de nuevo en el ojo del puma que remataba la sagrada ciudad de Cuzco. Y de ese modo comunicaba el cielo y el suelo, para que a través de él el Imperio de las Cuatro Direcciones vertiera sus destinos, uniéndose a la totalidad del cosmos.
—De aquí salen los cuarenta y un ceques, como los radios de una gran rueda que enhebran a lo largo del territorio las trescientas veintiocho huacas. Dicen que estaban elegidas tan sabiamente que su distribución coincide con la disposición de las estrellas en el cielo.
—¿Por qué necesitaban unos muros tan ciclópeos? —le preguntó Sebastián.
—¿Cree que, de lo contrario, permanecerían aquí? Si aún siguen en su sitio, es gracias a su enorme tamaño, de lo contrario los habrían utilizado para hacer iglesias o palacios. Los reyes incas se proclamaban hijos del Sol. Y toda la estabilidad del Tahuantinsuyu dependía de su conocimiento y observación del firmamento, que se organizaba desde este lugar. Esas piedras servían para clavar en tierra este eje inmutable.
Evocó Chimpu aquella ceremonia mientras descansaba de sus largas y pacientes observaciones, tanteando sus equivalentes estelares en las cuerdas y nudos del quipu rojo.
Contó cómo, durante el solsticio de junio, el Inca se sentaba alrededor de la misma fuente redonda junto a la que se encontraban. A su lado permanecían el sumo sacerdote, un representante de cada una de las Cuatro Direcciones y un quipucamayo. Esa noche se guardaba en todo Cuzco el más absoluto silencio, para que nada distrajera de la minuciosa observación del cielo. El sacerdote, tras escrutar el firmamento reflejado en aquel estanque, iba señalando la aparición de las estrellas más importantes, que también estaban grabadas en un altar del Templo del Sol. Y se detenía sobre todo en el río cósmico de la Vía Láctea.
Una serie de marcas grabadas en oro y colocadas en el muro circular del estanque servían para indicar a lo largo del año el desplazamiento de las constelaciones. Hechos sus cálculos, dictaba sus vaticinios, que iba registrando el quipucamayo sobre lana de vicuña. Luego, éste consultaba los registros anteriores, guardados en sus archivos, y se determinaba el tiempo de siembras y cosechas, los meteoros y climas que serían esperables. De la exactitud de sus registros en aquellas cuerdas y nudos iba a depender la prosperidad de todo el imperio. Y los consejeros de las Cuatro Direcciones se aprestaban a viajar a sus lugares de origen para trasladar las medidas oportunas.
Tras ello, se abrían las compuertas que comunicaban ese estanque con la red de acequias extendida por toda la ciudad. Y se dejaba salir la llamada «agua de las estrellas», que descendía a lo largo del túnel que acababan de recorrer hasta llegar al Templo de Sol para alimentar la fuente que ahora adornaba el claustro del convento de Santo Domingo. De ese modo se vertía por la capital el mensaje celeste, quedaban unificados los dos mundos, el superior y el inferior, reflejo el uno del otro, hermanando los lejanos ceques y huacas, los manaderos y rocas que habían sido enderezados hasta la ciudad, ordenándola y enfilándola hacia el paisaje que una vez fue.
Eso es lo que ahora tenían que reconstruir, aquel vasto quipu desparramado por el territorio al que la ciudad prestaba su centro, tanteando los astros para generar sus ejes sagrados. Y a medida que iban transcurriendo las horas y Chimpu estudiaba aquellas cuerdas y nudos rojos, se afianzaban sus convicciones sobre el modo en que estaba tejido. Cerca, como se hallaban, del solsticio de junio, debían buscar ahora las estrellas con las que se correspondía el itinerario señalado en él al copiar el trazado en el pelo de Sírax.
Los doce segmentos de los radios de piedra que cortaban los tres círculos en torno al estanque permitían orientarse, como les hizo notar el quipucamayo:
—El recorrido que copié en este quipu empieza en Qenqo Grande, una huaca en las afueras del Cuzco.
—Cerca de allí tenemos un tambo y un almacén —dijo Umina.
—En efecto, son terrenos vuestros. Creo que mi padre hizo la comprobación genealógica y Qenqo perteneció a la rama de la familia real inca de la que descendéis. Luego, el itinerario coincide con estas constelaciones de la Vía Láctea —y las fue señalando mientras las nombraba—: La Llama, el Cóndor y la Serpiente. La Serpiente es tan larga que se acusa mediante dos nudos del quipu: uno para la cola y otro para la cabeza, y en concreto el ojo.
—¿Y cómo se refleja eso en tierra? —le preguntó Sebastián.
—La Vía Láctea se corresponde en el suelo con el Valle Sagrado, la parte central del río Urubamba, donde la madre de Umina tiene su hacienda de Yucay. La constelación de la Llama, con el poblado de Ollantaytambo, que está cerca y en sus laderas dibuja la figura de uno de esos animales, del mismo modo que Cuzco perfila la de un puma. A partir de allí deberéis averiguar las correspondencias sobre el terreno del Cóndor y la Serpiente.
—O sea, que nuestro primer destino ha de ser Qenqo Grande —dijo Umina.
—Eso es. Y el segundo, Ollantaytambo. Conozco a su quipucamayo, mi amigo Sinchi. Os daré un quipu para él, con un mensaje a modo de presentación, pidiéndole que os ayude a encontrar los siguientes lugares.
Empezaba a amanecer sobre Cuzco, acunada la ciudad entre aquel dilatado despliegue de sierras. Resplandecía ya el sol en sus cimas nevadas, tajando el aire delgado y diamantino con los precisos contornos del paisaje. El silencio era roto, pausada y paulatinamente, por el picoteo de los chihuacos que piaban y se respondían mientras toda la Naturaleza despertaba, esparciendo sus efectivos por los desbaratados dientes de sierra de los baluartes de Sacsahuamán.
Señaló Qaytu hacia la ciudad. Numerosas tropas se estaban distribuyendo por los caminos que se dirigían a Cuzco, para sellarlos de cara a la próxima ejecución de Farfán de los Godos e impedir algaradas.
—Suben hacia aquí, copándolo todo —dijo Umina.
Propuso, entonces, un rápido plan.
—Hemos de dirigirnos a Qenqo Grande, ¿de acuerdo? Sebastián y Qaytu no pueden regresar a Cuzco, correrían grave riesgo con ese despliegue militar, porque habrán sido denunciados por el asalto al obraje. Pero Chimpu y yo nos moveremos con libertad.
—¿Y si te encuentras con Carvajal y Montilla? —dijo, inquieto, Fonseca.
—Sé dónde están acampados, intentaré esquivarlos. Pero es un riesgo que he de correr. Además, tengo que tranquilizar a mi madre, asegurarme de que se encuentra bien, informarla de nuestros nuevos planes y organizarlo todo.
—¿Y nosotros? —preguntó el ingeniero.
—Qaytu conoce bien estos lugares. Tú y él iréis por el interior de los montes hasta el tambo donde trabaja su hermana, muy cerca de Qenqo. Allí me esperaréis hasta que yo llegue con lo necesario para el largo viaje que nos aguarda.