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En el Vientre del Puma

Al despojar a Sírax de la manteleta que cubría su pelo, éste se esparció sobre la tela blanca del sudario, mostrando la laboriosidad del peinado. Una trenza se asentaba en lo alto de la cabeza, con un rodete circular. Y desde allí irradiaban otras más finas, descolgándose en torno suyo, pautadas a intervalos regulares por una serie de nudos.

Umina fue recorriendo aquellos trenzados que brotaban como una diadema.

—Exactamente cuarenta y uno —aseguró—. Déjame el quipu rojo —pidió a Sebastián.

Se desabrochó el ingeniero la camisa y lo desató de su cuello, para tendérselo. Tomó ella en sus manos aquellas cuerdas rojas, y fue recorriendo sus nudos, comparándolos con los de las trenzas.

—No cabe duda, este peinado tiene la misma forma que el quipu —concluyó la joven.

—¿Cómo han podido conservarse tan bien los cabellos? —preguntó Fonseca.

—Era una de las partes de su cuerpo que más mimaban las princesas incas, lavándolo con jugos de plantas. Pero Sírax lo llevó hasta el extremo de convertirse ella misma en un quipu que la sobreviviera.

—De modo que lo reprodujo exactamente en su pelo, antes de encuadernar la Crónica con él.

—Seguro que se sabía ese quipu de memoria —afirmó Umina.

—Y que tuvo buenos motivos para copiarlo —insistió Sebastián—. Pero entonces, ¿qué le añade este peinado? —Quizá esto.

Señaló ella un hilo rojo que enlazaba transversalmente varios de los nudos de las diferentes trenzas que irradiaban del rodete y añadió:

—Si el quipu que llevas al cuello es un mapa, si sus cuerdas señalan los ceques y sus nudos las huacas, este hilo trazaría el itinerario hasta la Ciudad Perdida.

—En ese caso, tenemos que incorporar ese recorrido al quipu.

—Nada más fácil —le contestó Umina.

Y desatando el cordón de seda blanca con que ceñía su cabello se lo tendió a Chimpu, para que uniera en las cuerdas equivalentes del quipu rojo los mismos nudos que aparecían enlazados en el tocado de Sírax.

—Si deseaba dirigirse a su gente, ¿por qué tuvo que recurrir a un mensaje así? —preguntó Sebastián—. Era muy arriesgado, y podría haberse perdido fácilmente.

Se miraron los dos jóvenes, tratando de colmar con sus conjeturas las lagunas que mediaban entre la Crónica de Diego de Acuña y los documentos hallados en Lima. Algo grave, muy grave, le había sucedido a aquella mujer, hasta verse obligada a proceder de un modo tan desesperado. ¿A qué problemas hubo de enfrentarse Sírax para que sólo pudiera confiar en su propio cuerpo?

—La respuesta debe estar en el itinerario que señala este hilo —aventuró Umina.

—Pero ¿cómo conocer la correspondencia de ese trayecto con el suelo? —volvió a la carga el ingeniero. Y añadió, dirigiéndose al quipucamayo—: Porque esos ceques o radios que salen desde el Cuzco en todas direcciones, ¿son líneas tangibles? ¿Se pueden ver cuando uno camina por ellas?

—No —respondió Chimpu—. Son tan imaginarias como las fronteras de un mapa. Resultan de unir varias huacas que están sobre el terreno, a veces a considerable distancia unas de otras.

—Eso quiere decir que quienes las trazaron perderían muchas veces la visibilidad de las huacas contiguas.

—Así es, las hay que están separadas por montañas u otros obstáculos.

—¿Y cómo podían alinearlas con los ceques más allá del horizonte si las perdían de vista?

—Mediante las estrellas. Los principales lugares contaban con observatorios astronómicos. En el caso de Cuzco, estaba en lo alto de la fortaleza de Sacsahuamán.

—Entonces sólo sabremos cómo se corresponde este itinerario con el suelo si disponemos de los instrumentos de medición que usaron allí los incas para tejer este quipu que recoge los ceques y huacas…

Se interrumpió al oír en ese momento un ruido sordo en el otro extremo del pasadizo por el que habían accedido a la cripta.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Umina

—Parece un desplome.

Miraron al techo. Estaban debajo de toneladas y toneladas de piedra sillar. Si se derrumbaban sobre ellos, o se cegaban los conductos que habían utilizado, nadie podría rescatarlos.

—Creo que ahora necesitamos algo mucho más urgente: salir de aquí —se lamentó Fonseca. Y dirigiéndose a Chimpu, le preguntó—: ¿Ha terminado de copiar el itinerario en el quipu rojo?

—Sí, aquí lo tiene —le aseguró el anciano mientras se lo devolvía—. Ahora están unidos los mismos nudos de las mismas cuerdas que en ese peinado.

Al intentar volver sobre sus pasos sintieron sobre ellos un fuerte estruendo, y una polvareda se les vino encima, invadiendo el pasadizo.

—¡Atrás, atrás! —gritó el ingeniero.

Pronto cedió por entero, llenándose de grandes piedras.

—Ha caído el muro maestro. Ahora no podremos mover los sillares.

Recorrió con el farol las restantes paredes. Tampoco se apreciaba en ellas salida alguna.

—¡Dios! —se lamentó Fonseca—. Estamos sepultados entre los cimientos de ese Templo del Sol, y tenemos encima la iglesia del convento.

—Ha de haber otra salida —dijo Umina.

—El problema es cómo encontrarla… —Giró sobre sí mismo y añadió—: ¡Un momento!

Se había encaminado hasta el fondo de la bóveda y tanteaba en el suelo. Volvió luego, tomó su pico y dirigiéndose a Qaytu, le pidió:

—Vamos a perforar el canal embebido entre el suelo y el muro. Nosotros no podremos dar con esa salida. Pero el agua sí, de ser ciertos los papeles de ese pleito que nos enseñó la madre de Umina.

Tras los primeros golpes toparon con la corriente, que empezó a brotar, inundando la cripta. Demasiado tarde se dieron cuenta de que, al bajar desde lo alto, tenía una presión considerable. Cada vez salía más aprisa, taponando con sus arrastres el desagüe y haciendo subir el nivel de un modo alarmante. Pronto los cubrió hasta medio cuerpo.

—¡Menuda idea la mía! —se maldijo el ingeniero—. Si continúa a este ritmo, moriremos ahogados.

Se disponían a subir a Chimpu sobre uno de los sepulcros, para mantenerlo a salvo de las aguas, y a hacer ellos lo propio, cuando oyeron un crujido. Era la pared del fondo, que estaba cediendo. El agua había buscado una ruta alternativa entre las grietas provocadas por el derrumbe, hasta resquebrajar el muro. Éste se estaba abombando, deformándose.

Hubo una brusca sacudida y la pared se desplomó hacia fuera.

La corriente los succionó, arrastrándolos hasta arrojarlos contra un cauce subterráneo natural. Tras algunos forcejeos, fue Qaytu el primero que pudo sujetarse, ayudando a los demás a salir a tierra firme.

—¿Estamos todos bien? —preguntó Umina.

Fueron respondiendo uno tras otro. La joven hizo señas a Sebastián y a Qaytu para que ayudaran a Chimpu, que era el más quebrantado.

—¿Se ha roto algo? —se interesó ella.

—Creo que podré caminar por mí mismo —respondió el viejo quipucamayo.

Habían perdido las linternas con las que se iluminaban. Y, sin embargo, podían ver sin demasiada dificultad.

—¿De dónde viene la luz? —preguntó Fonseca—. De ahí —le respondió la joven.

Señalaba una estrecha hendidura que descendía desde considerable altura.

—O mucho me equivoco, o estamos debajo de la fuente octogonal, en medio del claustro. Con el reventón, ha dejado de manar.

—Eso quiere decir que, en cuanto investiguen lo sucedido, Carvajal estará sobre nuestra pista.

—Y no le va a gustar nada que nos hayamos adelantado.

—Quien más me preocupa es mi madre —confesó Umina.

—Ese hombre no se atreverá con ella —intentó tranquilizarla Chimpu—. Uyán tiene amigos muy influyentes en el Cuzco.

Consideraron sus posibilidades. Ante ellos se abría un conducto subterráneo que se iba ampliando al recorrerlo, como pudieron comprobar Sebastián y Qaytu en una somera exploración. Trajeron también un par de antorchas de las que flanqueaban las paredes a intervalos.

—No tenemos otra salida que este pasadizo —aseguró Fonseca. Y añadió dirigiéndose al quipucamayo—. ¿Se siente con fuerzas?

—Por nada del mundo me lo perdería —respondió el anciano—. Éste es el túnel que atraviesa toda la ciudad en paralelo a los dos ríos y que conduce hasta lo alto de Sacsahuamán.

Debía de ser el antiguo cauce, antes de que la colina lo separase en dos. Tras quedar bajo tierra, los incas lo habían apuntalado para contar con una ruta de escape. Así lo confirmaba la calidad de sus refuerzos de piedra. Y al adentrarse en él se percibía el gorgoteo de las curtientes subterráneas.

Allí, más aún que en la superficie, se agudizaba el conflicto de jurisdicciones que libraban desde lo más hondo la ciudad española y las civilizaciones que la precedieron, sepultadas bajo el puma rampante que dibujaba la antigua capital, delimitándola. Ahora avanzaban a través del vientre de aquel animal sagrado, devorados por él, encaminándose hacia su garganta y boca. Y al internarse en sus entrañas parecía ceder la rebatiña de conquistas, pergaminos y probanzas. Todo volvía a su estado mineral originario: la piedra a la piedra, el agua al limo, tras bajar desde los lejanos nevados y rendir allí sus esfuerzos.

El largo recorrido resultó en extremo fatigoso. La cuesta arriba se hizo más acusada y brusca al acometer la subida a las tenazas de la Colcampata, el palacio del primer Inca, edificado en la falda del promontorio que dominaba Cuzco, y a cuyo través ascendía el túnel en espiral, empotrándose en la colina.

—Ahora ha de venir el mayor peligro —les previno Chimpu—, la Chincana Grande que protege esta entrada.

Se refería al laberinto de pasadizos subterráneos que comunicaba las distintas fortificaciones de Sacsahuamán, labrado con tantas calles y pasajes, tantas vueltas y revueltas, que hacían perder la orientación.

Sebastián, que llevaba una de las antorchas, les pidió que guardaran silencio:

—Escuchad.

Se oía un ruido lejano, en oleadas intermitentes. Un rugido que parecía venir de lo alto, a medida que enfilaban los tramos más cortos y accidentados del laberinto, llenos de recodos que no permitían saber con qué se iban a encontrar al doblarlos.

A medida que los recoman, el rugido se escuchaba más cercano y amenazador, haciendo vibrar las paredes del túnel.

—¿Qué es eso? —preguntó Chimpu.

Ninguno quiso decirlo, pero a sus memorias acudió la historia de Carlos Inca y María Esquivel que les contara Uyán, cuando aquel antepasado suyo vendó los ojos a su esposa para acallar los reproches que le hacía, conduciéndola hasta el tesoro de los incas. Se estremecieron al acordarse de aquel rugido, como de «fiera descomunal», que había hecho castañetear los dientes de la mujer.

Pero nadie más asustado que el viejo quipucamayo. Había oído hablar tanto de aquel dédalo de galerías, de sus peligros y sobresaltos, que todo le parecía posible en semejante lugar. Pues de algún modo debía ser protegido el acceso desde la colina, repartido a lo largo de toda la fortaleza y de su sistema de aljibes y captación de aguas.

Dio la alarma Umina, gritando el nombre de Qaytu, que caminaba delante con la otra antorcha. De pronto, había desaparecido.

Avanzó hacia él Sebastián, y al doblar una de las paredes de aquel dédalo una fuerte corriente de aire apagó su tea, arrebatándosela de las manos. Trató de encontrarla en aquella oscuridad. Y fue al tantear cuando se tropezó con el mayoral.

—¡Qaytu está aquí! —gritó en dirección a Umina y Chimpu, intentando hacerse oír por encima de aquel ruido ensordecedor que saltaba de los tonos más graves y lúgubres hasta un aullido agudo que ponía los pelos de punta.

—¿Dónde están las antorchas? —le preguntó la joven.

—Las hemos perdido.

—Imposible avanzar a oscuras.

—Creo que no tenemos elección. Aunque las encontráramos, no podríamos encenderlas con esta corriente de aire.

—¡Hemos de abandonarla! —gritó ella, para hacerse oír.

—Quizá sea la única garantía de que nos acercamos a la salida.

Intentaron avanzar contra el vendaval y la oscuridad.

—Iré yo delante —propuso Sebastián—. Daré el brazo a Qaytu, que me sujetará cuando yo le avise de algún pozo u obstáculo. Detrás de él irá Chimpu. Y Umina cenará el grupo.

Fue advirtiendo Fonseca a sus compañeros de todos los tropiezos, en aquel lento y angustioso ascenso. Pronto se encontraron subiendo por una amplia rampa, que alternaba en los tramos más cenados con una escalera de caracol. Los peldaños eran muy altos y resbaladizos. Y tan erosionados e inseguros que cualquier traspiés provocaría una peligrosa caída. Hubieron de salvarla con infinitas precauciones.

Animados como subían al núcleo que servía de eje a aquella espiral, comprobaron que era de allí de donde salía el estremecedor sonido, al modularse con el soplido de las corrientes laterales que barrían el dédalo. Lentamente, fue cediendo aquel ciclón que azotaba el laberinto en transversal. Empezó a vislumbrarse una luz tenue, procedente de lo alto.

—Es extraordinario —dijo Chimpu—. Estamos en la garganta del gran puma que forma la ciudad. Y estas corrientes de aire y el sonido que producen han de asustar a cualquiera que pretenda meterse dentro.

Cuando aumentó la luz se dio cuenta Fonseca del modo tan cuidadoso en que había sido diseñado tanto aquel conducto central como los laterales que provocaban las corrientes. Capturaban el aire en amplias galerías que luego iban estrechándose, obligándolo así a ganar en velocidad, provocando vibraciones que variaban al pasar por los diferentes orificios, como el tañido de una gigantesca y lúgubre caracola. Ello, unido a la oscuridad total y a la imposibilidad de encender allí luz alguna, hacía zozobrar el sentido de la realidad, dejando a los intrusos a merced de sus peores tenores.

Se detuvo el ingeniero, para reponer fuerzas, y cuando hubo recuperado el resuello, preguntó al quipucamayo:

—¿Cómo se orientaban aquí los incas?

—Al parecer, gracias al Punchao que estaba en el Coricancha. Durante el solsticio de junio, el sol incidía en una patena alrededor de la cabeza del ídolo, concentrando los rayos en otros espejos cóncavos repartidos por todo el túnel. Estaban afinados con tal precisión que la luz así reflejada desvelaba el recorrido del laberinto.

Retomaron la marcha hacia el ascenso final, que les permitía ver ya la luz. Apenas les faltaban dos cuerpos para salir de aquel conducto cuando Sebastián hizo un nuevo alto.

—Un momento —les pidió—. No nos precipitemos. ¿Qué es lo que nos espera ahí?

—Con un poco de suerte, estaremos en la fortaleza de Sacsahuamán —respondió Chimpu.

—Pero esa colina es inmensa —objetó Umina—. Y con las vueltas que hemos dado en esas galerías ignoramos dónde habremos ido a parar.