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Coricancha

La continuación de la escalera que se hundía en el subsuelo de la Casa de las Serpientes no desembocaba directamente en el panteón de la iglesia de los jesuitas.

Conducía hasta el manantial compartido por los dos solares en que fue dividido el antiguo Amaru Cancha. Las piedras talladas que lo delimitaban, así como el gran pilón hecho de una sola pieza, daban buena idea de la importancia concedida a aquel recurso y privilegio.

Desde allí, un pasadizo comunicaba la fuente con los subterráneos del templo de la Compañía. Se atenuaba entonces la cantería incaica, más ciclópea, para dar paso a otra más liviana, a la española, labrada al modo de un mausoleo, con las lápidas de varias tumbas.

Proyectó Sebastián la luz del farol sobre ellas hasta detenerse frente a una. Y a medida que limpiaba el sano y la humedad de la piedra, trató de leer el nombre:

—¡Diego de Acuña! —se sorprendió.

Al acercarse Umina, ambos se quedaron mirándolo, en silencio. ¿Cómo no recordar el memorial y los últimos momentos de su Crónica, lo sucedido dos siglos antes, justo encima de donde ahora se encontraban?

—Lástima que un hombre de sus cualidades esté sepultado aquí, en una iglesia abandonada —dijo Umina.

Buscaron alguna otra indicación, pero nada más decía la escueta losa. Y Qaytu se impacientaba, junto a Chimpu, señalándoles lo que habían encontrado.

Se trataba de un abarrotado espacio, donde el panteón parecía transformarse en caótico trastero. El mayoral iluminaba un lienzo de considerable tamaño, completamente enmohecido. Tomó Sebastián un trapo y procedió a retirar la flor del hongo que lo cubría con su pátina.

Le ayudó Umina en aquella tarea. Avanzaron en la limpieza desde cada uno de los dos extremos, hasta juntarse en el centro. Y en ese trayecto fue emergiendo una imagen que el ingeniero conocía bien: la misma de aquel grabado que parecía perseguir a los Fonseca. A la izquierda se representaba el matrimonio de la sobrina de Túpac Amaru, Beatriz Clara Coya, con Martín García de Loyola, el sobrino nieto de san Ignacio. Y a la derecha el de la hija de ambos, Lorenza Ñusta, con Juan Enríquez, nieto de san Francisco de Borja.

—Aquí está. El cruce de la genealogía de los incas con la de los jesuitas —dijo Sebastián.

Desde la perspectiva del presente, aquella pintura parecía profética, al ligar la Compañía su suerte al linaje del Tahuantinsuyu, vinculándose con su aciago destino.

—Mira eso —observó Umina señalando a una de las princesas del cuadro—. El vestido es muy parecido al que me puse anoche para la cena. Lleva los mismos tocapus de la familia de mi madre, esas cenefas con dibujos heráldicos de colores.

De nuevo el pasado les saltaba a la cara y a la memoria. Había algo de triste obsesión en aquel lienzo, como en tantos otros de la escuela cuzqueña. Y mucha desesperación en el permanente trabajo de los pinceles contra el olvido, ocupados sin tregua en reproducir tan desalentadoras imágenes de sus reyes incas. Acongojaba aquel melancólico despliegue de sombras ceremoniales. Sobre todo al acordarse de la Crónica de Diego de Acuña, tan transida del mismo sentimiento.

Sabía bien Sebastián de la destreza de los jesuitas para poner figuras a los conceptos, y clavar éstos de modo indeleble en la carne viva de las emociones más tiernas de sus pupilos. Él mismo había usado la técnica del examen de conciencia y la composición de lugar. En realidad, aún la seguía practicando para ordenar sus impresiones más huidizas. Muchas veces, en el Colegio Imperial de Madrid, ocupado en el cotidiano trasiego de imágenes, se había sorprendido al no poder librarse de ellas durante el sueño. Regresaban, libres de sus anclajes, navegando a la deriva y colándose de rondón en las estancias inadvertidas de sus temores más íntimos, desplegado su cortejo, celebrado sus imprevisibles nupcias. Y la mezcla había llegado a constituir una segunda naturaleza.

Con todo, pocas veces había visto un símbolo tan elocuente de la condición mestiza. A través de aquel cuadro no sólo bullían sangres y razas, sino dos pueblos armados de sus propias tradiciones. Y a pesar de los afanes celebratorios de los reverendos padres, de tanto alarde y apoteosis, podía sentir sus congojas y sometimientos. Le bastaba dejarse llevar por la voz de Umina, cuando ella cambiaba del español al quechua para pronunciar los nombres de los soberanos incas.

Los sacó de su ensimismamiento el quipucamayo, anunciándoles lo que había encontrado Qaytu en sus exploraciones:

—Poco más allá ya no aparecen sillares en el pasadizo.

En su lugar hallaron tierra excavada.

—Aquí se aprecian las señales de los picos en la arcilla. Esto es obra de españoles.

Se miraron, inquietos:

—¿A dónde conducirá esto? —preguntó Umina.

—Quizá sea el acceso al túnel principal —aventuró Sebastián.

Trataron ambos de convencer a Chimpu para que no continuase y regresara por donde había venido.

—Me encuentro bien —les aseguró el anciano—. Y nunca me perdonaría desperdiciar esta oportunidad única para visitar el Coricancha. Además, sin mí, ¿cómo vais a entender lo que hay en esa tumba?

A medida que se internaban entre aquellos conductos arcillosos fue aumentando la sensación de humedad. Empezaron a percibir las filtraciones de agua.

—Creo que es el río Huatanay, que cobra mayor impulso al bordear los restos del Coricancha —dijo Chimpu.

El túnel pareció confirmar sus palabras, al ampliarse, revestirse de sillares y conducirlos hasta una pared soberbiamente aparejada. Allí la cantería inca estaba trabada a la perfección, trazando una impecable curva de gran sutileza.

Umina examinó las piedras, siguiendo con los dedos el perfil de un dintel.

—Aquí hay una entrada —afirmó—. Esto sólo puede ser la cabecera del antiguo Templo del Sol, que ahora sirve de ábside a la iglesia del convento de Santo Domingo, donde estuvimos en aquel funeral.

El acceso a la galería estaba cegado por la grava. Sebastián y Qaytu hubieron de echar mano de los picos que llevaban para retirar aquel primer escollo. A medida que lo hacían fue apareciendo un estrecho vano que hendía la pared en todo su grosor.

La impaciencia los llevó a redoblar sus esfuerzos, sin calcular que los golpes repercutían de modo muy directo en la cabecera de la iglesia de los dominicos y en su altar mayor.

Al retirar la última capa de cascajo y aluvión se abrió ante ellos un recinto. Tan pronto hubieron liberado un estrecho agujero, Fonseca introdujo la cabeza y se asomó a su interior.

—Aquí está la cripta.

Animados por aquel descubrimiento, aceleraron el desescombro, hasta acceder al interior de una bóveda de considerable tamaño.

—Esto parece obra española.

Se lo confirmaron sus paredes, los nombres de las lápidas y las fechas, del siglo XVII.

Pero al cabo de un minucioso examen la decepción apareció en sus rostros. No era aquello lo que andaban buscando. Chimpu señaló la escalera de piedra que descendía desde lo alto, cenada por una trampilla de madera y les advirtió:

—Estamos debajo del altar central de la iglesia del convento. Y esa tumba que buscamos debe encontrarse a mayor profundidad. Hay que revisar las losas que pisamos. La disposición pudo cambiar tras el terremoto que sacudió Cuzco en mil seiscientos cincuenta.

En uno de los rincones había nuevos escombros. Al apartarlos, apareció el inicio de una rampa que se adentraba en el subsuelo.

—Tendremos que seguir excavando —admitió Sebastián, resignado.

—Con cuidado, por favor, o nos oirán desde arriba —les pidió Umina señalando la trampilla de madera que comunicaba la bóveda con la iglesia.

Se refería a las voces que sonaban encima de ellos, cánticos y rezos propios del oficio religioso.

Hubieron de ahondar en el desescombro tratando de no golpear las paredes maestras, que compartían con el templo cristiano. Y al cabo de aquella faena quedó expedito el pasadizo.

Sebastián se arrastró por él hasta toparse con un subterráneo bien distinto del anterior. Lo examinó antes de dejar caer el farol, y descolgarse él mismo. Luego, recorrió aquel reducto y vio que se hallaba vacío por completo.

—¡Aquí no hay nada! —gritó.

—Baje la voz —le pidió Chimpu—. Y mire bien las paredes. Busque desajustes en las piedras.

Así lo hizo. Vio que en uno de los muros los sillares no encajaban bien, como si hubieran sido movidos. Al limpiar el polvo y las telarañas apareció el contorno de lo que bien podría ser un antiguo acceso. También, un conducto para el agua, que atravesaba la pared. Debía tratarse de la misma cañería del pleito que les mostrara Uyán, y la que viera manar en la fuente octogonal del convento. Dedujo que desde allí se encaminaba hasta el claustro. En ese caso, estaban en el buen camino.

Cuando se lo hubo comunicado a sus compañeros, el quipucamayo les pidió que lo ayudaran a bajar. Y una vez que se unieron Umina y Qaytu, confirmó sus sospechas.

—En este lugar había un pasadizo, no cabe duda. Lo debieron de cegar con este relleno tras el terremoto, porque las piedras no cargan unas sobre otras.

—Entonces podemos abrirlo sin temor a que se derrumbe.

Buscaron un hueco donde asentar los picos para hacer palanca. Los sillares de granito eran muy pesados. Pero al no soportar directamente la carga del muro lograron desencajarlos poco a poco.

Hasta que, de pronto, al remover uno de ellos se produjo un silbido.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Umina.

—Gases. Suele haberlos en las cámaras cenadas. Y a veces son un peligro, hay que apartarse —precisó Sebastián.

Esperaron unos momentos antes de reanudar su trabajo. Al empujar una de las piedras, cedió, cayendo hacia dentro. A través del hueco se veía un pasadizo. Y al final de éste se adivinaba una cámara más amplia.

A medida que iban retirando el relleno que cegaba el antiguo conducto inca, oyeron crujidos.

—El terremoto pudo desajustar la pared. Tendremos que apuntalar esto —dijo Sebastián.

Cuando hubieron pasado al otro lado, colocaron en el hueco dos de los sillares, de modo que sujetaran provisionalmente el muro. Y al adentrarse en el conducto salieron, por fin, a una cripta con varias tumbas. Su aspecto era muy distinto de la anterior, tanto en la cantería como en los monumentos funerarios, que no se hallaban en las paredes, sino exentos.

La emoción les embargaba a medida que la recorrían con sus faroles. No se atrevían a respirar, a la espera del veredicto del quipucamayo.

—Se trata de la bóveda de los incas, ciertamente —aseguró Chimpu, señalando el gran sepulcro que presidía el recinto.

Era el de mayor rango, y estaba marcado con una cruz. Umina se acercó hasta él para leer con voz entrecortada las tres palabras que componían el nombre y que resonaron como una invocación.

—Felipe Túpac Amaru.

—Hay que comprobar que se trata de él —añadió Chimpu.

Se afanaron los cuatro para descorrer la tapa. La pesada losa fue deslizándose poco a poco. Aparecieron primero unos zapatos gordos de hocico con tacones altos. Siguió luego un vestido de color naranja, de paño antiguo y mucho mérito. Llevaba encima un uncu de color negro de gran ceremonial. Y a medida que terminaban de apartar la piedra fueron descubriendo un cuerpo de considerable estatura, con los brazos tendidos hacia las rodillas.

Al llegar a la cabeza vieron que la tenía separada del cuerpo. Las dos partes estaban momificadas y en un estado de conservación más que aceptable.

—Es Túpac Amaru, no cabe duda —dijo Umina con un nudo en la garganta, y la turbadora impresión de quien está contemplando a uno de sus antepasados. El último Inca.

Qaytu se hizo a un lado, con respeto, mientras Chimpu musitaba unas palabras en quechua.

Al vislumbrar otros sepulcros, Sebastián se había apartado para no estorbar el recogimiento de sus compañeros. Entre las restantes tumbas destacaba la de Sayri Túpac, el hermano de Túpac Amaru que le había precedido en el trono de Vilcabamba. De manera que allí se encontraban dos de los Incas que reinaran en la Ciudad Perdida.

Pero el tiempo corría en contra suya. Era muy arriesgado permanecer en aquel lugar, donde podían sorprenderlos y caer sobre ellos de improviso con sólo abrir la trampilla situada junto al altar mayor de la iglesia de los dominicos.

El sepulcro que les interesaba ahora era otro.

Sebastián buscó más al fondo. Por las inscripciones grabadas en las lápidas, no le costó mucho identificar la tumba de Beatriz Clara Coya y de Quispi Quipu. Suntuosa la primera; mucho más modesta la segunda.

Y aún había una tercera, al margen de toda jerarquía. Además del nombre, llevaba esculpido el inconfundible nudo de sangre a modo de emblema, en lugar de las cruces que presidían los otros sepulcros.

Sintió un escalofrío mientras tanteaba aquellas señales con las yemas de los dedos. A su memoria acudieron los retazos del escudo familiar y la tumba vacía del castillo en tierras gaditanas.

Una mano se posó en su hombro. Era Umina, que se le había unido y ahora se agachaba junto a él. Lo miró, adivinando sus pensamientos, mientras recorría con la vista las letras que se hundían en la piedra.

—«SIRAX» —leyó la joven—. ¿Es ella, verdad?

—Es ella, por fin. No me lo puedo creer.

Se alzaron, haciendo una seña a Qaytu para que los ayudara a abrir y descorrer la tapa del sepulcro.

—Con cuidado, con mucho cuidado —pidió Umina—. No sabemos lo que hay dentro.

La losa era más ligera que la de Túpac Amaru, y el cuerpo que fue apareciendo mucho más menudo. También estaba momificado, e igualmente bien conservado, desde la cabeza hasta los zapatos negros picados a la antigua. Tenía cruzadas las manos sobre el pecho, la derecha sobre la izquierda.

La examinaron de arriba abajo, tratando de hallar alguna pista sobre el itinerario a la Ciudad Perdida de los incas.

Pero lo que veían los dejó desconcertados. Allí sólo yacía la momia de Sírax.

—¿Esto es todo? —preguntó Umina, con incredulidad.

—Pongámonos en su lugar —dijo Sebastián—. En un país extraño, cuya lengua no hablaba, sin saber lo que era la escritura. Intentando dejar a los suyos un mensaje que debía sobrevivir a dos océanos y luego, una vez aquí, a la cordillera. ¿Cómo pudo indicar el paradero de Vilcabamba? ¿Un mapa en papel?

—No, porque podrían haberlo interceptado y robarlo —contestó la joven.

—¿Un quipu?

—Aquí no hay ningún quipu —señaló Chimpu.

Volvieron a inspeccionar el sepulcro, ahora con impaciencia. Buscaron y rebuscaron por todos sus resquicios. Y tras aquel minucioso registro hubieron de rendirse a la evidencia.

—Lo que tenemos es una momia envuelta en una tela blanca, y nada más —concluyó Sebastián sin poder ocultar su decepción—. ¿Seguro que no ha entrado alguien antes?

—Usted mismo lo ha visto —le respondió el quipucamayo—. Desde luego, no en tiempos recientes.

Pero Umina no se rendía fácilmente. Había seguido examinando el cuerpo, y ahora les pedía silencio:

—Un momento. A ver qué hay debajo de esta ñañaca.

Se refería al paño que rodeaba la cabeza del cadáver, para recoger sus cabellos. Y lo que vieron cuando lo hubo retirado los dejó pasmados.