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Pleitos

La madre de Umina les contó la historia de uno de sus antepasados, Carlos Inca, sobrino nieto de Quispi Quipu, la viejecita que aparecía en la Crónica y a quien Diego de Acuña vio salir de aquella Casa de las Serpientes. Carlos fue uno de los escasos nobles incas que se casó con una mujer española, María Esquivel. A los pocos meses de la boda ella empezó a echarle en cara que, a pesar de su alto rango, viviera tan aperreado, casi en la indigencia. Llegó un momento en que el marido no pudo soportar aquel rosario de reproches. Y un buen día le dijo a su esposa:

—Ven conmigo y comprobarás que poseo más riquezas que el mismo rey de España.

Le vendó los ojos, la tomó de la mano y la hizo andar hasta flanquear una corriente. Chapoteando en ella se metieron en una cueva donde, tras mover una piedra de gran tamaño, accedieron al subsuelo de la ciudad. Antes de entrar en aquel túnel aún alcanzaron a escuchar las campanadas del reloj de la catedral. Una vez en el interior, otros ruidos más inquietantes las sustituyeron. Sus pasos resonaban en una galería o bóveda de gran altura donde gorgoteaba el agua, hasta ser ahogados por un rugido sobrehumano, como de fiera descomunal. El lugar infundía pavor, y los dientes le castañeteaban cuando le pidió que la sacara de allí.

Pareció cesar aquella amenaza, o alejarse, en el momento en que se desviaron por un conducto lateral y bajaron una escalera de piedra. Allí le quitó la venda. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la escasa luz, le costó creer lo que veía. Estaban rodeados de innumerables riquezas. En unos nichos de las paredes se podían ver, hechas del oro más fino, las estatuas de los reyes incas. Y hasta donde alcanzaba la vista se extendían piezas labradas en metales preciosos y otros objetos que bastaron para persuadir a María Esquivel de que se encontraba frente al mayor tesoro del mundo.

—La mujer, codiciosa, delató a su marido ante las autoridades españolas. De poco le valió. Para entonces Carlos Inca ya había huido, refugiándose en Vilcabamba. Y con él se había llevado su secreto.

—Pero, madre, sólo es una leyenda —objetó Umina.

—Eso creía yo, hija, eso creía yo. Hasta que me topé con un viejo pleito.

Fue Uyán hasta un bargueño, sacó unos papeles amarillentos y se los entregó a la joven. Se remontaban aquellos documentos al año 1534, cuando los españoles habían procedido al primer reparto de solares de la recién conquistada Cuzco. Seguía luego, al cabo del tiempo, el litigio entre los vecinos y la Orden de Predicadores del convento de Santo Domingo. Disputaban por una acequia subterránea que bajaba desde lo alto de la colina y fortaleza de Sacsahuamán. Desde allí, aquel canal pasaba por la Colcampata, que estaba a media ladera. Recorría todo el subsuelo de la ciudad, atravesando las inmediaciones de la Plaza de Armas y la Casa de las Serpientes. Y concluía en el antiguo Templo del Sol. Es decir, en el convento de los dominicos.

—No es raro en el Cuzco —apuntó el quipucamayo—. A menudo aparecen estos canales al hacer obra en las casas sin que se sepa de dónde vienen, ni cómo se desparraman tales laberintos acuáticos.

—Pues eso sucedió con el de este pleito —siguió contando Uyán—. Los frailes de Santo Domingo lo han documentado a través de la donación del solar para levantar el convento. Su corriente alimenta la fuente octogonal del patio, hecha a la manera inca.

—Las malas lenguas sostienen que los dominicos dejaron en su claustro esa pila del antiguo templo pagano para no alterar la concesión de aguas original y que nadie se la disputara —hizo notar Chimpu.

—En cualquier caso —continuó Uyán—, en uno de estos documentos, un protocolo notarial, se cuenta cómo lograron los frailes demostrar que la acequia era la pleiteada. Subieron hasta lo alto de la fortaleza de Sacsahuamán con el escribano, y en uno de los registros del agua arrojaron unas plumas de colores, bien marcadas con muescas. Luego bajaron hasta el convento, y esperaron a que aparecieran allí las plumas. Con ello quedó también claro que su trazado discurría a buen recaudo por cañerías selladas, sin que se produjera desviación ni canal secundario que implicase servidumbre de riego o provisión de agua de ninguna especie.

—Debe de formar parte de la Chincana Grande —aventuró el quipucamayo.

—¿Qué es eso? —preguntó Sebastián.

—La Chincana era el laberinto de túneles que unía la fortaleza de Sacsahuamán con el Templo del Sol, pasando a través de los templos y los palacios de los incas construidos en la parte más antigua de la ciudad, el espolón de tierra entre los ríos Rodadero y Huatanay.

—El cuerpo del puma que delimitan los dos arroyos, por donde caminamos antes —añadió Umina, dirigiéndose al ingeniero.

—Eso es —confirmó el quipucamayo—. El agua servía allí arriba, en la fortaleza, para llenar el estanque de un observatorio en el que se reflejaban las estrellas durante el solsticio de junio. Mediante éste hacían las predicciones del año. Luego se abrían las compuertas del estanque y se dejaba bajar el agua hasta el Templo del Sol, donde manaba en esa fuente…

—Y sigue manando —precisó Fonseca—. Allí llené un odre. En el mismo sitio, en medio del claustro del convento de Santo Domingo. Eso quiere decir que ese conducto está abierto, no estamos hablando sólo del pasado. ¿Se sabe por dónde va?

El quipucamayo examinó aquellos papeles y respondió:

—Une en línea recta las principales iglesias de Cuzco: San Cristóbal, la catedral, Santa Catalina, la capilla de Santa Rosa y Santo Domingo, todas ellas construidas sobre antiguos templos incas. Debieron de aprovechar un conducto subterráneo natural para tener un escape desde la ciudad hasta la fortaleza de Sacsahuamán.

—¿Por dónde se puede entrar en él?

—En tiempos de los incas, se accedía desde algunos templos y palacios. Luego, los accesos fueron cegados al construir sobre ellos los españoles. Los únicos que los conservaron y ampliaron, al parecer, fueron los jesuitas. La entrada estaba entre las tumbas del panteón de la iglesia de la Compañía, en la Plaza de Armas.

—El problema es que ahora la usa el ejército como cuartel —objetó Umina.

—Eso es verdad, hija —dijo Uyán—. Pero la iglesia de los jesuitas y la Casa de las Serpientes, donde nos encontramos, se construyeron ambas sobre el Amaru Cancha, el antiguo palacio de Huayna Cápac. Comparten un manantial que proporcionaba agua cuando era sitiada la ciudad. Y desde ése se podía acceder al gran túnel que aseguraba la escapatoria del Inca, permitiéndole huir hasta el cerro que la domina, dentro ya de la fortaleza de Sacsahuamán.

—O sea, que se puede llegar a ese panteón desde aquí. ¿Cómo no me lo habías dicho antes? —le reprochó Umina.

—Porque no lo sabía. Ni yo ni nadie. Ha surgido con todos los pleitos recientes, al revisar los derechos de agua de esta casa y los conductos de esa fuente que hay bajo el sótano y que fue cenada por razones de seguridad.

—¿Y cómo se entra en ese subterráneo desde aquí?

—Ha de ser la continuación de la escalera.

—¿El lugar donde está el león de piedra negra?

—Debieron de ponerlo para disimular la entrada. Una especie de guardián.

—Entonces, y si no entiendo mal, desde aquí podríamos llegar hasta el panteón de la iglesia de la Compañía de Jesús y, una vez en ese lugar, buscar la entrada al túnel principal —dijo Sebastián.

—Así es.

Discutieron aún largo rato. No pudieron disuadir al quipucamayo, que quiso ir con ellos a toda costa, e insistió en que debían llevar el quipu rojo.

La madre les propuso una solución: que Chimpu los acompañara, pero al cuidado de Qaytu, quien podría hacerse cargo del anciano si le flaqueaban las fuerzas.

—Además, Qaytu tiene más sentido común que vosotros dos juntos —dijo Uyán a su hija y a Sebastián—. Y mientras lo mando llamar haré que despejen esa entrada.