Tahuantinsuyu
—Ha llegado el quipucamayo.
Se quedó sorprendida Umina al oír estas palabras en boca de su madre cuando ella y Sebastián estuvieron de vuelta en la Casa de las Serpientes.
Y es que ya conocía a aquel hombre. Pero no en esa faceta, que parecía llevar con total discreción. Se llamaba Chimpu y era un anciano aún vigoroso, la mirada y las entendederas muy alerta. A pesar de sus acusados rasgos indígenas, usaba traje a la española. Sus modales y apreciaciones delataban a una persona instruida, y no sólo en las noticias sobre los antiguos incas o las costumbres de su pueblo. Estaba tan versado como cualquier europeo en las novedades de aquel Siglo de las Luces.
Uyán se lo presentó a Fonseca:
—Chimpu es platero y anticuario. Me ayudó a buscar muchos de estos objetos —explicó, señalando los tapices y muebles que decoraban la casa.
—Veamos ese quipu —dijo el anciano—. Me dicen que es una pieza excepcional.
Pidió Umina a Sebastián que fuera a por él. Y al notar una cierta reticencia en el ingeniero, Chimpu se dirigió a él para preguntarle, con una chispa de malicia en los ojos:
—¿Se sorprende de que no lleve plumas o abalorios?
—No, por Dios —se excusó Fonseca.
—Mi padre quizá se pareciese a lo que usted esperaría de mí. Él sí que era un auténtico quipucamayo, un conservador de recuerdos a la antigua usanza.
—Le ruego que me disculpe si le he dado esa impresión. Es que sigo sin entender cómo puede escribirse con cuerdas.
—Algunos pueblos antiguos lo hicieron en arcilla, otros en piedra, cortezas de plantas, pieles de animales o en papel. ¿Por qué no con cuerdas? Los tejidos son fáciles de transportar, muy resistentes, apenas pesan y están hechos con los materiales que aquí se tienen a mano, el algodón o la lana. No hace falta ningún instrumento auxiliar, ni punzones, ni plumas, ni tinta. Sólo las manos. Pero, sobre todo, se ajusta a la perfección al imperio inca, al corazón y a la médula de su gente. No olvide que el nombre de nuestra lengua, quechua, significa cuerda. Al hablar es como si tejiéramos.
—De manera que si en una situación extrema hubiesen querido transmitir algo excepcional, lo habrían puesto en un quipu.
—Sin duda —contestó Chimpu—. Un imperio como el inca, con millones de habitantes dispersos por lugares tan inhóspitos, necesitaba un sistema eficaz de registro, una gran organización. Los súbditos tenían asegurada la supervivencia a cambio de una obediencia estricta: vivir en tal sitio, labrar tal campo, sembrar tal planta en tal fecha. Era el precio a pagar. Ninguna ave volaba ni hoja alguna se movía sin permiso del emperador.
Eso —siguió explicándole— no podía hacerse sin conocer las necesidades y previsiones del reino, que se recogían en los quipus. Cuando el quipucamayo de un lugar establecía un inventario, debía mantener una copia en sus archivos y elevar otra a sus superiores. En aquellos hilos se estaba tramando a diario el país. Un tapiz permanentemente actualizado.
Pero había más. Con la enseñanza de los tejidos los habitantes recibían desde niños la ordenación y jerarquía del espacio, su comportamiento dentro de él, sus valores, un sentido moral. Por el modo de trenzarse cada hebra con la de al lado aprendían la necesidad del equilibrio de opuestos, tan importante en todos los aspectos de su vida. El quipu dejaba constancia de elementos comunales mucho más ricos que la mera escritura, conclusiva y lineal. Trasladaba y potenciaba aquel modo abierto, colectivo y asambleario de razonar juntos, distribuir las tareas y los bienes, desplegar los nudos y redes de la convivencia.
Es lo que pretendía Huayna Cápac con la maroma de oro que ordenó forjar al nacer su hijo Huáscar. Antes de ello, los hombres y mujeres bailaban situándose a los dos lados de una soga. Al usar aquel metal, considerado el sudor del sol, le concedía mayor rango. Y otros trenzados venían a revalidar los de los quipus. Como los puentes colgantes, cuya técnica era similar. O las ramificaciones de acequias y caminos, que seguían la misma pauta. De esa forma, aquellas cuerdas anudadas trazaban el espinazo de la comunidad.
—La tragedia de la conquista fue no haberlo entendido así —aseguró el quipucamayo.
—¿Se refiere a su prohibición?
—Quiero decir que desde el principio la escritura se interpuso entre los incas y los españoles. ¿Conoce el primer encontronazo en Cajamarca, en mil quinientos treinta y dos, entre Pizarro y Atahualpa?
—Vagamente.
—Un dominico que iba con Pizarro instó a los indígenas a reconocer como señor al rey de España, a quien Dios había concedido el derecho de aquellos territorios. Atahualpa se sorprendió de tales planes divinos sobre su reino, y pidió al fraile que le mostrara dónde obraban tales doctrinas. Entonces el dominico le entregó su Biblia, asegurándole que contenía la palabra de Dios. El Inca se llevó el libro a la oreja para escucharla y, al no oír nada, lo tiró al suelo, creyendo que lo embromaban. Los españoles lo interpretaron como una profanación y cargaron contra los indios, haciendo gran carnicería y tomando prisionero a su rey.
Iba a replicar Fonseca, pero Chimpu le indicó con un gesto que la historia continuaba:
—Atahualpa no tenía un pelo de tonto, y en su cautiverio alcanzó a entender la importancia de aquel nuevo modo de registro que traían los invasores. Pidió a uno de los soldados de Pizarro que le escribiera en una uña el nombre de aquel Dios suyo. Y se lo mostró a distintos españoles. Para su sorpresa, todos lo leían del mismo modo, pronunciaban la misma palabra. Pero al enseñárselo a Francisco Pizarra, éste se quedó en silencio. Y dedujo Atahualpa que no sabía leer. Despreció entonces al jefe de los conquistadotes, y lo tuvo en menos, por no estar a la altura de sus soldados. Pizarro, que a su vez se dio cuenta de ese menosprecio, nunca se lo perdonó. Y en ese resentimiento quisieron ver algunos la verdadera razón para que mandase ejecutarlo.
—Creo que entiendo lo que quiere decirme —admitió Sebastián—. No pretendo aferrarme a la escritura. Seguro que hay otros modos de registro. Pero, dígame, ¿qué es lo que se inventariaba en los quipus?
—Todo: el contenido de los almacenes, los tributos, los animales, las tierras, los ocupantes de cada casa… Todo.
El ingeniero movió la cabeza, escéptico:
—Difícil de creer.
Chimpu sacó sus cuerdas, que llevaba consigo como un escribano su recado, y se dispuso a hacerle una demostración tejiendo un quipu delante de él.
—Se trata del censo de una comunidad. El pueblo está representado por esta cuerda principal, la más gruesa, en la que se pone una señal distintiva para saber de qué localidad se trata.
Y uniendo la palabra a la acción tendió a lo largo de la mesa una cuerda de cierto grosor.
—De esa cuerda principal vamos a colgar, en perpendicular, un grupo de cuerdas más finas por cada casa o familia de habitantes. Y las usaré de distintos colores, para mayor facilidad. Una cuerda de color rojo representará a los varones adultos. Aquí está. E iré haciendo un nudo por cada varón adulto que haya en la familia. Esta otra cuerda azul será para las mujeres, también por edades, con otros tantos nudos.
—¿Estas cuentas eran anuales?
—Bianuales. Cada quipu daba razón de dos años. Ahora vea lo que ha resultado: tengo una cuerda horizontal, más gruesa, y una serie de cuerdas secundarias, verticales, sujetas a ella, una para cada miembro de la familia.
—O sea, que quedan como las ramificaciones sucesivas de un racimo.
—Eso es. También se pueden poner cuerdas de otros colores para indicar las cargas de maíz o de patatas que hay en los almacenes de un pueblo, los animales, y los varones en disposición de combatir y que, por tanto, son movilizables en caso de guerra. O las viudas cuyos campos hay que ayudar a arar porque no pueden valerse por sí mismas, o los enfermos a los que hay que cuidar y alimentar. Lo mismo sucede con cualquier otra información. Es muy útil y práctico. Luego, todo es cuestión de guardarlos ordenados.
—Bien. Eso parece posible —admitió Sebastián—. Es lo mismo que cuando se utiliza un ábaco. Pero ¿cómo se puede escribir con ellos?
—Se puede —sonrió Chimpu, al observar el escepticismo del ingeniero—. Se pueden preservar canciones, relatos, leyes. Hay fórmulas fijas que ayudan, como calendarios, genealogías, catálogos e inventarios. Por ejemplo, la narración de una reunión de jefes suele incluir la lista protocolaria de los invitados y sus séquitos, las provisiones que se consumen, los regalos que se intercambian, los discursos de cada uno, etcétera. Esas fórmulas y repeticiones proporcionan un esqueleto similar al de las cuerdas y nudos que facilitan su registro en los quipus. Después, son recitadas por expertos en adornarlas y hacerlas más atractivas para quien les escucha.
—Pero este modo de almacenar la información implica una concepción muy precisa del mundo, obliga a recordarlo en un determinado orden.
—Así es. Piense también en su utilidad. Porque esa plantilla, una vez convertida en modo de pensar, se usa para organizar el territorio, los árboles genealógicos, los riegos y labores agrícolas… Lo mismo que sucede con el alfabeto, que una vez aprendido en un orden determinado sirve para clasificar los documentos escritos.
En ese momento intervino Umina para apremiarles: —Quizá podamos utilizar el quipu rojo para continuar con los ejemplos.
No del todo convencido, Sebastián fue a buscarlo y se lo mostró a Chimpu. El quipucamayo lo examinó repetida y prudentemente, tanteándolo con los dedos.
—Está hecho de alpaca.
—¿Eso es raro?
—Bastante. Suelen ser de algodón o lanas bastas. La alpaca es mucho más fina y permite colores más brillantes.
—Procede de Vilcabamba —le explicó Umina.
—¿Por qué estás tan segura? —preguntó Chimpu.
Umina le enseñó el espejo de obsidiana que perteneció a Sírax.
—Tiene el mismo nudo en el engaste de plata, es la firma o marca de Vilcabamba.
Y ni a Sebastián ni a Umina les pasó desapercibida la experta mirada que Chimpu dirigió al espejo. Ni el mayor cuidado con el que volvió a tomar en sus manos aquellas cuerdas entrelazadas: ahora sabía que se trataba de un quipu imperial.
El anciano lo tendió en la gran mesa, de modo que su cuerda principal, la de mayor grosor, se cenase sobre sí misma, formando un círculo. Y alrededor de ella fue distribuyendo las cuerdas secundarias, como si fuesen los rayos de un sol. Luego, las contó.
—Son exactamente cuarenta y un hilos.
Después, se dispuso a hacer lo mismo con los nudos.
—Ya supongo cuántos hay, trescientos veintiocho en total, entre todas las cuerdas.
—¿Cómo lo sabe? —le preguntó Sebastián.
—Porque este quipu es ciertamente excepcional. Contiene los ceques y huacas: el mayor secreto de todo el imperio.
—Umina me explicó qué son las huacas, esos accidentes del terreno convertidos en adoratorios, pero ¿qué son los ceques? —le preguntó Fonseca.
—Algo así como unas coordenadas. Ceque quiere decir raya. Líneas imaginarias que salían del Cuzco, desde el Coricancha, el Templo del Sol sepultado bajo el actual convento de Santo Domingo. Y desde allí se extendían por todo el territorio como los radios de una rueda, enhebrando las huacas. Formaban un gran tejido o tela de araña que se extendía en las Cuatro Direcciones del Tahuantinsuyu.
—O sea, que los ceques atravesaban valles, ríos y montañas convirtiendo el territorio del imperio en un gigantesco quipu tendido por tierra —intervino Umina.
—Pues sí, y las huacas serían como nudos en esas cuerdas del quipu formado por los ceques. Fue una necesidad que tuvieron los incas. Al principio sólo eran una pequeña minoría. Pero a medida que iban conquistando nuevos territorios, extendiéndose alrededor de la ciudad, hubieron de integrar a sus ocupantes vencidos. Por un lado, éstos debían sentirse arraigados en sus tierras, manteniendo sus propias huacas, donde estaban las momias de sus antepasados. Por otro, también tenían que acatar el nuevo orden de los vencedores, vinculándose a este punto central, el Cuzco, y en concreto a la Gran Huaca, el Templo donde estaba el Punchao, el sol naciente.
—Y los ceques materializaban ese vínculo.
—Era el reconocimiento de que todos participaban de la misma religión solar, como si el astro irradiara desde el Coricancha. Y el Inca, que era hijo del Sol, reforzaba esos lazos convirtiendo en esposas secundarias a las hijas de los reyes y jefes tribales que iba sometiendo. Por eso éste es un Yahuar Quipu, un nudo de sangre, porque también refleja esas ataduras genealógicas que emanaban del emperador desde el Cuzco y lo emparentaban con los clanes esparcidos por todo el territorio. Esa política de enlaces y fidelidades se ve en la propia forma y distribución de esta ciudad, en sus barrios. Es como un resumen de todo el imperio, una embajada de sus gentes viviendo junto al palacio del Inca y el Templo del Sol.
—Eso ya me lo ha mostrado Umina —dijo Fonseca.
—Igual que el Tahuantinsuyu, Cuzco está dividido en cuatro distritos mediante otros tantos caminos que conducen a las Cuatro Direcciones. La división del noroeste se llama Chinchaysuyu y allí se hallaba la segunda ciudad del imperio, Quito. La del suroeste, Cuntisuyu, abarcaba una pequeña región hasta la costa. La del sureste, que se dirigía hacia el lago Titicaca, se llamaba Coyasuyu. Y la del noreste, la selva, Antisuyu.
—De modo que cuando llegaron los conquistadores españoles, hace dos siglos y pico, los ceques y huacas tenían la misma forma que este quipu, tal y como está ahora extendido sobre la mesa.
—Sí. Los trescientos veintiocho nudos que hay en estos hilos son las huacas principales, los lugares sagrados más importantes, que se utilizaban como referencia sobre el terreno y solían ser accidentes singulares de éste. Por lo general, cimas de montañas, rocas con formas reconocibles, cuevas o fuentes de donde pensaban que habían surgido sus ancestros. Los curas doctrineros españoles y los extirpadores de idolatrías destruyeron muchas de ellas porque los indios las veneraban. Otras fueron saqueadas en busca de las ofrendas que solían hacer allí.
—Entonces este quipu se puede leer como un mapa.
—Desde luego. Esos lugares sagrados se ponían bajo la custodia de las comunidades para mantener los derechos a las tierras y riegos. Ya habrá visto el enorme trabajo que supone construir tenazas o acequias. Y al venerar en esas huacas las momias de los antepasados, los adoratorios venían a ser el título de propiedad de cada clan.
El anciano recorrió con sus manos aquellas cuerdas y nudos, como quien reza el rosario, mientras recitaba toda una retahíla de nombres en quechua.
—¿Tienes a mano la relación de ceques y huacas que le dictó Sírax a Diego de Acuña? —pidió Umina a Sebastián.
—¿Una relación escrita? —se extrañó Chimpu—. ¿De dónde la habéis sacado?
—Del archivo de los jesuitas de Lima —le aclaró el ingeniero, antes de ir a buscar aquellos tres folios.
Cuando regresó, proseguía el quipucamayo recitando su retahíla de nombres en quechua mientras iba recorriendo las cuerdas y nudos del quipu rojo. Umina se los fue señalando y coincidían punto por punto con los ceques y huacas escritos sobre el papel. Sebastián hubo de rendirse a la evidencia.
Entonces terminó de entender lo que buscaba su padre con su mesa detective y el mensaje que le dejara al escribir la palabra quipu. Ésta era la clave que permitía entrelazar el textil de las cuerdas y nudos con el texto de la Crónica y con los accidentes tectónicos, los ceques y huacas del terreno, sus levantamientos arquitectónicos y las poblaciones que los habitaban. De manera que aquel quipu era a la vez mapa y árbol genealógico. Una doble coordenada espacio-temporal. Geografía e Historia. Nudo de sangres.
Umina lo devolvió a la realidad.
—En el mejor de los casos, este quipu nos daría un mapa, el que usaban en la época de Vilcabamba y la Crónica de Diego de Acuña. —Ya es mucho.
—Sí, pero no conocemos la orientación de ese mapa, ni su correspondencia con el terreno, ni el itinerario que habría que seguir para encontrar la Ciudad Perdida.
—Me temo que eso que nos falta está en la tumba de Sírax, en la cripta de Santo Domingo —admitió Sebastián.
—¿Cómo vamos a entrar allí, con Carvajal y Montilla acampados junto al convento?
En ese momento intervino Uyán, que había seguido aquellas explicaciones con aire impasible:
—Se puede —dijo—. No resultará fácil. Pero se puede.