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Santo Domingo

A la mañana siguiente, Sebastián y Umina se dispusieron a explorar el convento de Santo Domingo. Iba vestida ella de india del común y él de tal modo que bien podría pasar por un mestizo de tez clara. Dos castas que abundaban entre sus más de cuarenta mil habitantes. A diferencia de Lima, ciudad de blancos, Cuzco lo era de indios, y por todos lados se escuchaba la lengua quechua.

Antes de echarse a la calle se habían informado sobre los dominicos. No se contaba el suyo entre los conventos mejor dotados de la ciudad, ni en claustro ni en iglesia. Estaba demasiado retirado del centro, y sólo lo frecuentaban las gentes principales en algunas festividades muy señaladas. Su comunidad, que en tiempos llegó al medio centenar, se había visto mermada hasta unos treinta religiosos. Y aunque mantenían novicios y lectorado, apenas dictaban Filosofía y Teología, limitándose a mantener las réplicas en los actos literarios a los que concurrían todas las órdenes.

Muy a su pesar, los frailes se veían obligados a atender en su iglesia a una parroquia de menos alcurnia que la deseable. E incluso permitían el acceso de los varones hasta la fuente que surtía en el centro del claustro. Era un manadero famoso, conservado intacto desde el tiempo de los incas, y la mejor agua del Cuzco junto con la del hospital. En condiciones normales, su uso era sólo interno. Pero ahora lo autorizaban en beneficio de los vecinos y los enfermos de aquel asilo, por las obras que en él se hacían, que enturbiaban su manantial. Sebastián se había provisto de un odre, con la intención de llenarlo en el convento y tener así una excusa para entrar en él.

Mientras caminaban por la antigua capital inca pudo apreciar Fonseca el refinamiento de aquella civilización. Era, en verdad, una de esas pocas ciudades que podían ser calificadas de imperiales: no sólo atendía a sus propósitos, sino al ensamblaje de vastos dominios. Lo que más impresionaba era la robustez y veracidad de su arquitectura. En comparación, Lima se revelaba como un inmenso decorado de estuco. Aquí, toda la angosta perspectiva de calles enteras estaba flanqueada por gruesos muros de piedra impecablemente tallada hasta encajar en oscuros taludes.

A su lado, los sillares de los advenedizos edificios coloniales parecían toscos, apresurados. Y, sin embargo, algo tenía Cuzco de las más antiguas y entreveradas ciudades españolas. Mucho de Toledo; menos de las poblaciones andaluzas, con sus balconadas y celosías de madera. Pero de un modo a menudo insólito, como si las viejas culturas de origen se hubieran concedido una tregua para reconsiderarse.

Al estar edificada a media ladera, podían bajar por sus pendientes las aguas que la limpiaban, gracias a unos albañales que corrían por medio de las calles a modo de arroyo vivo, para arrastrar los desperdicios e inmundicias. Que eran muchos: según Umina, no bajaban de dos mil las caballerías que transitaban la ciudad a diario, a las que había que añadir las del millar de visitantes que la mercadeaban cada jornada.

Umina parecía feliz, mostrando a Sebastián su ciudad.

—Mi padre era limeño —decía la joven—. Mi madre, ya la has visto, no puede ser más cuzqueña. A pesar de eso siempre se llevaron bien. Los limeños y cuzqueños viven los unos a espaldas de los otros. Si alguien de aquí baja hasta la costa, será por pleitos, no por gusto. Y si alguno de allí sube aquí, será por algún negocio o necesidad. No es viaje fácil. Hay que estar muy acostumbrado para sobrellevar esta altura.

Se encontraban en la Plaza de Armas, en mitad de aquel espolón o lengua de tierra que se descolgaba de la fortaleza de Sacsahuamán, visible desde cualquier punto de la ciudad.

—En tiempos de los incas, aquí estaban los templos y los palacios de las familias nobles, y se celebraban las fiestas más importantes —le explicó Umina.

Se alzaba frente a ellos la catedral, pesada y quejumbrosa de volúmenes. Mucho más elegante era la iglesia de la Compañía de Jesús, en otro de los lados de la plaza. En pocos lugares destacaba tanto el poder de la Orden. A pesar de ser la última en llegar al Cuzco, había conseguido uno de los mejores lugares de la ciudad para construir sobre los terrenos del antiguo Amaru Cancha, el palacio de Huayna Cápac.

—Es una lástima que al expulsar a la Compañía la hayan convertido en cuartel para el ejército —se lamentó la joven.

Tras dejar la Plaza de Armas y caminar otro trecho, quiso Umina hacerle notar algo que reforzaba aquella ciudad como ombligo del imperio:

—El centro estaba rodeado por doce barrios. Y en cada uno se asentaban habitantes de los principales territorios, procurando mantener en el plano del Cuzco la posición que su provincia ocupaba en el país.

—O sea que la capital venía a ser como una maqueta del imperio.

—Algo así. Y ahora nos dirigimos hacia el final de la lengua de tierra entre los dos ríos que se cierran y unen para formar la Cola del Puma. Ahí estaba el Coricancha —señaló la mestiza, al aparecer ante ellos la iglesia y convento de Santo Domingo.

—¿Qué significa Coricancha?

—El Cercado del Oro. Se dice que los españoles arrancaron más de quinientas planchas, que pesaban entre cinco y doce libras cada una.

El convento dominaba la margen izquierda del Huatanay, bastante elevada sobre el arroyo. Se descendía hasta su cauce a través de varias tenazas, ahora descuidadas y llenas de maleza, que segaban unos hombres valiéndose de guadañas. Umina indicó el lugar donde se almacenaban grandes tiendas de lona, asegurando:

—No me gusta nada, creo que van a levantar aquí un campamento.

—¿Eso es normal?

—No. Pero la ciudad está llena de tropas, y en algún sitio tienen que meterse.

A medida que avanzaban pudieron apreciar un balcón asentado sobre un soberbio muro de época inca, de forma circular y esmerada talla en sus sillares, inclinados hacia dentro hasta formar un talud, para prevenir los derrumbes provocados por los terremotos.

No pudo pasar Umina de la iglesia, abierta para la celebración de un funeral. Pero a Sebastián sí que le permitieron entrar hasta el claustro y llenar el odre de agua.

En su breve visita, siempre guiado por un desconfiado hermano portero, observó la fuente del centro mientras se colmaba la bota de cuero. Estaba labrada en una sola pieza, un octógono con un caño de cobre en su fondo que necesariamente tenía que llegar desde algún canal subterráneo.

También reparó en las paredes maestras, y cómo se apoyaban los sillares españoles sobre la cantería inca. No lo dejaron pasar más allá de la zona del patio. Tampoco quiso insistir, para no infundir sospechas. Ahora, al menos, se había hecho una composición bastante clara del lugar.

Cuando se reunió con Umina, que lo esperaba en la iglesia, observó un comportamiento extraño. Parecía muy nerviosa. Le dirigía gestos disimulados para que se reuniera de inmediato con ella, apartándose de la puerta.

Así lo hizo, aunque supusiera inmiscuirse en el duelo de quienes asistían al funeral que allí se estaba oficiando, y que ya concluía.

Dominaban los indios entre la concurrencia. Quizá por ello, su salida estaba controlada por una nutrida patrulla de milicianos bien armados. Y a eso era a lo que se refería la joven:

—Vamos a tener que pasar entre esas dos filas de soldados —le dijo ella—. ¿Y sabes quién está al mando?

Miró Sebastián en la dirección que le indicaba discretamente y pudo verlos sobre los caballos, dirigiendo la patrulla:

—¡Carvajal y Montilla!

El marqués y el obrajero disputaban acaloradamente. No parecían muy de acuerdo en cómo llevar aquellos asuntos.

Sebastián y Umina se consultaron con los ojos, alarmados.

—O sea, que son ellos quienes acamparán ahí afuera, en las terrazas —dijo la joven.

A su alrededor, cerca del altar mayor, el sacerdote estaba dando por concluido el funeral mientras los deudos se disponían a armar el duelo y el acompañamiento del cadáver.

Un fraile empezó a arrear a los más rezagados, para cerrar la iglesia. Trataba de enfilarlos hacia la salida, donde Carvajal y Montilla vigilaban desde sus monturas, flanqueados por sus milicianos armados. Iba a llegarles también a ellos el turno de abandonar el templo.

En tal situación de peligro, Umina hizo algo sorprendente. Entabló conversación con un matrimonio de indios de los que integraban el duelo. Sebastián la miraba inquieto, y su temor aumentó a medida que se acercaban a la puerta. No parecían menos asombrados y recelosos aquellos dos naturales, al escuchar lo que les iba diciendo la mestiza en su idioma. Hasta que la joven les deslizó unas monedas. De inmediato, se quitaron los rebozos con los que se cubrían para entregárselos.

—Póntelo, rápido —dijo ella pasándole uno a Sebastián mientras ella se echaba encima el otro.

Tomó luego el cirio encendido que llevaba el indio, se lo dio al ingeniero y le dijo al oído:

—Agacha la cabeza, suéltate la coleta, échate el pelo por la cara y haz lo mismo que yo.

La mestiza lo agarró del brazo y lo obligó a unirse, de grado o por la fuerza, al cortejo fúnebre que acompañaba el cuerpo del difunto. Y tan pronto estuvo en medio de aquella comitiva rompió a llorar de un modo tan desgarrador que se la habría tomado por su viuda.

Siguió asombrándose Fonseca, al constatar las extrañas relaciones de Umina con el culto católico, que la impulsaba a cometer en las iglesias todo tipo de excesos indumentarios. Pero tuvo buen cuidado de seguir su advertencia, e imitarla en la medida de sus mucho más menguadas posibilidades.

Pasaron así mezclados entre indias que se mesaban los cabellos, lloraban a moco tendido y lanzaban unos lamentos que conmovían hasta lo más hondo. Mientras, los hombres acompañaban el cortejo con su vela en la mano, abatidos y cabizbajos.

Anduvieron hasta perder de vista toda traza del convento y llegar a un puente sobre el río que cruzaron los porteadores para transportar el cadáver al otro lado.

Por el contrario, la mayor parte de las mujeres se quedaron en la misma orilla, dejaron de llorar, se enjugaron las lágrimas y rodearon a un individuo vestido de negro y subido en el pretil. Les fue dando una moneda a cada una, y a medida que recogían su estipendio se alejaban riendo y alborotando.

—No entiendo, ¿qué es lo que hacen? —se extrañó Sebastián.

—Van a la puerta del hospital, en busca de otro muerto, para llorarlo del mismo modo inconsolable. Son plañideras profesionales.

—¿Y nosotros?

—Nosotros ya hemos tenido bastante muerto por hoy. Vamos a volver a casa dando un rodeo por el otro lado del río. No contamos con ninguna posibilidad de entrar en esa cripta. Y con Carvajal acampado junto al convento, menos todavía. Me temo que él y Montilla andan encima de la presa y hemos perdido la partida. Él tiene autorización para exhumar esa tumba. Nosotros, no.