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Cuzco

Al remontar el cerro de Carmenca apareció a sus pies la antigua capital. Las chimeneas esparcían un humo lento y adormecido, azuleando sobre las techumbres de tejas rojizas. Al fondo, la luz impregnaba el ocre de las colinas, para destellar luego a través del aire sutil y diáfano.

Los arrieros se destocaron en señal de respeto. Además de marcar el final de aquel viaje, para ellos seguía siendo una ciudad sagrada. Allí habían fundado los incas su ombligo, y de él surgían las principales rutas del Tahuantinsuyu, el Imperio de las Cuatro Direcciones.

A pesar de su gran altura, era un oasis en medio de tan accidentada geografía. La ciudad estaba situada en el más céntrico de los valles, en el corazón de la horquilla formada por el Apurímac, que la resguardaba por el oeste, y el río Urubamba, que corría por el este, antes de sumar sus aguas para convertirse en el Ucayali, una de las madres del Amazonas.

Cuzco se encontraba en el fondo de su propio bolsón, el valle del Huatanay o Río Anudado, uno de los afluentes del Urubamba. Era el arroyo que ahora tenían a sus pies, trazando una diagonal desde el noroeste hasta el sureste. Casi en paralelo a él, más al norte, discurría el Rodadero o Tullamayo. Y en medio de ambos cauces se desplegaba la ciudad vieja.

El núcleo de ésta era una lengua de tierra que se descolgaba de la colina central, protegida por la fortaleza de Sacsahuamán. El espolón descendía por entre los dos ríos, cuyas corrientes terminaban uniéndose hacia el sur. Y al hacerlo delimitaban un extenso terreno, trazando el perfil de un gigantesco puma, uno de los animales sagrados de los incas. La cabeza estaba al noroeste, en la cima de la colina central, laboriosamente remodelada con este fin. La cola la formaba la confluencia de los dos arroyos al sureste. En medio, la Plaza de Armas servía como corazón a aquel felino dibujado sobre el suelo. Más abajo, a la altura de las partes genitales del puma, se había edificado el Templo del Sol o Coricancha, ahora convertido en el convento de Santo Domingo.

—Ése es nuestro objetivo —dijo Umina señalando su torre—. Ahí está la tumba de Sírax.

—No será fácil entrar —aseguró Sebastián.

Se refería al opresivo despliegue del ejército español y a las numerosas medidas de seguridad que habían tenido ocasión de advertir a medida que se acercaban a la ciudad. Eran los preparativos para ahorcar a Farfán de los Godos y a otros sublevados contra los tributos impuestos por los nuevos gobernantes. En aquel tenso ambiente, tendrían que observar grandes precauciones, porque ya se sabría lo sucedido en el obraje. Y Carvajal estaría de camino para acusar a Sebastián y a Qaytu de participar en el asalto. Tan pronto fuese efectivo ese requerimiento les resultaría imposible moverse con libertad.

No tenían tiempo que perder. Mientras el mayoral y los arrieros se encaminaban a los almacenes situados en la ciudad nueva, Umina y Fonseca se dirigieron a la Casa de las Serpientes.

Se levantaba aquella mansión en pleno centro, junto a la Plaza de Armas, presidida por la catedral y la iglesia de los jesuitas. Tras la expulsión de la Compañía, esta última se había convertido en cuartel del ejército.

El ingeniero experimentó una extraña sensación al moverse por entre aquellos lugares donde tan reconocibles resultaban aún la población, cultura y costumbres incas. Todo lo que había tenido ocasión de reconstruir vagamente mientras leía la Crónica, en un nebuloso desfile de rostros e imágenes, se le aparecía ahora palpable, concreto. Y, lejos de sentirse decepcionado, le atraía con una fuerza irresistible, sobre todo cuando llegaron a la casa de Umina, cuyo fuste quedaba tan a la vista. A diferencia de otros edificios de gran rango, ocupados en los bajos por pequeñas tiendas de plateros, tejidos o especieros, todo el palacio estaba a disposición de la familia. Y Fonseca no pudo ocultar su emoción al encontrarse frente al mismo lugar donde transcurriera la historia de Quispi Quipu y Sírax. Porque ahora veía aquel mismo portalón que dos siglos antes había escrutado Diego de Acuña en su ansiosa búsqueda de la joven.

Las serpientes enroscadas en el dintel parecían proteger la entrada. Umina le explicó que estaban talladas de tal modo que podían predecir los cambios de tiempo: los distintos vientos, al pasar a través de ellas, ponían en sus bocas diferentes sonidos.

Desde allí se pasaba a un zaguán realzado en sus dimensiones por la sobria disposición heredada de los incas y la cantería antigua del palacio de Huayna Cápac, que se alzara en aquel lugar. Una arquitectura estricta y despojada, atenida a la poderosa trabazón de los muros.

Gracias a ella, todo el edificio transmitía una convicción sin fisuras. La única renuncia en tan compacta enunciación de los volúmenes eran las dos troneras que controlaban la entrada y que, llegado el caso, podían usar los vigilantes para embocar sus arcabuces.

Aún conservaba una rampa empedrada que permitía a los carruajes y caballerías entrar directamente en el amplio patio de arcos toscanos, adornados en los entrepaños con macetas de geranios y diminutos limoneros. Desde allí se subía al piso superior a través de una escalera de piedra negra de gran ceremonial. Y el empaque aumentaba gracias a la robustez de los peldaños y la densa iluminación, caída desde lo alto como una cortina.

Uyán, la madre de Umina, descendió entre aquella luz como si emergiera desde otro tiempo. Al ver regresar a la joven sana y salva, corriendo a su encuentro, se le iluminó el rostro, todavía hermoso, donde dominaban los rasgos indios. Y exclamó mientras la abrazaba:

—¡Hija mía! ¡Qué larga se me ha hecho la espera! No vuelvas a dejarme sola nunca más.

Las lágrimas que corrían por sus mejillas no le impidieron examinar a Sebastián de arriba abajo. Siguió haciéndolo cuando la joven se lo presentó y, tras ordenar a los criados que se hicieran cargo de sus equipajes, los llevó hasta el salón. Peinaba ya canas, pero se mantenía coqueta y vivaracha.

La habitación estaba caldeada por braseros de plata. Cubrían las paredes finos tapices indígenas de lana de vicuña, alternando con otros flamencos y españoles. La pintura era de calidad. En los muebles convivían los cordobanes y el palisandro con las maderas de chonta y pisonay, los alisos de Paucartambo con los cedros de Amaybamba. Los bargueños de ébano y nácar alternaban con los jarrones de porcelana china y las arañas de vidrio veneciano. Con una particularidad, que no había visto Sebastián en parte alguna: el arte de los indios se hallaba allí a la par que el europeo, ya fuera en esculturas o terracotas, en pinturas de la escuela cuzqueña o en la profusión de textiles, de deslumbrante hechura y color. Todo estaba, en fin, tan mezclado de indio y español que ya no era lo uno ni lo otro, sino algo nuevo.

Este primor subía de tono en el oratorio privado, con un retablo de buena mano encomendado a una virgen de la devoción de Uyán.

—No he dejado de rezar por ti ni un solo día —dijo la mujer, cenando las puertas del oratorio—. Sobre todo tras recibir la carta que me envió don Luis de Zúñiga desde Lima.

—¿Eso hizo? —se extrañó Umina.

—Mandó un correo urgente tan pronto te secuestraron, para tranquilizarme, por si me llegaba la noticia a través de otros conductos. Y también hablaba de usted —añadió dirigiéndose al ingeniero—. El resto de las novedades ha corrido por la ciudad en boca de Gálvez y otros viajeros.

—¿Lo del obraje?

—Sí. Eso ha causado gran alarma. Tanta, que no se hablaría de otra cosa de no ser por la gravedad del asunto que ahora ocupa al corregidor de la ciudad.

—La ejecución de Farfán de los Godos, supongo —dijo Umina—. Hemos visto las patrullas del ejército.

—El ahorcamiento público es cosa de días —les informó Uyán—. Y cualquiera que dé un paso en falso o resulte sospechoso lo pagará caro. Las tropas están a la que salta, para dar un escarmiento ejemplar.

—¿Qué hará, entonces, Carvajal? —preguntó Sebastián.

Y notó que, al plantear esta cuestión, la madre miraba a la hija como si le consultara algo, retrayéndose en la respuesta y dejando la iniciativa a la joven.

—Vendrá aquí lo antes que pueda, no lo dudes —contestó Umina.

—Y nos implicará a Qaytu y a mí en el incendio del obraje —remachó el ingeniero.

—Eso desde luego. Pero, tal y como están las cosas, no creo que espere la resolución por procedimientos legales, que llevará mucho tiempo y le obligaría a responder de mi secuestro. Contando, como cuenta, con la partida armada de Montilla, preferirá actuar por libre, y de inmediato. A juzgar por las preguntas que me hizo te puedo asegurar que lo más urgente para él es localizar la tumba de Sírax en el convento de Santo Domingo. Y hacerlo antes que nosotros, por supuesto.

Tras escuchar a Umina, sacudió Uyán la cabeza, y se dirigió a ella para reprocharle:

—Lo que hiciste fue una imprudencia, hija mía. Sobre todo, después de lo que hubo entre Carvajal y tú.

Sebastián se quedó sorprendido, y recordó las malévolas insinuaciones de Gálvez y del obrajero.

—¿Qué quiere decir tu madre? —preguntó a la mestiza.

—Ya veo que no se lo has contado —le dijo Uyán a Umina con dureza.

Le contestó la joven en quechua, muy alterada. Replicó la madre en el mismo idioma y tono, tratando de hacer valer su autoridad. Y ambas prosiguieron su discusión en esta lengua, hasta que Uyán abandonó la habitación refunfuñando, dejándolos a solas.

Quedaron los dos en un incómodo silencio, que rompió Sebastián:

—¿Qué deberías haberme contado? —Que Carvajal y yo estuvimos prometidos. Se quedó estupefacto, mirándola de hito en hito. Luego caminó a grandes zancadas, alejándose hasta un rincón, mientras exclamaba:

—¡No me lo puedo creer!

—Tenía intención de contártelo, ya te lo dije. Y no es lo que piensas…

—O sea, que tomamos en Lima una escolta armada, forzamos la marcha, nos arriesgamos a seguiros creyendo que estabas en peligro… ¡Y todo era poco menos que una disputa de antiguos enamorados! ¡Qué estúpido he sido!

Esto pareció sacar a Umina de sus casillas. Se puso furiosa y fue hasta él. Primero se le encaró, impidiéndole avanzar. Pero luego pareció quebrarse. Lo miró con los ojos humedecidos y le suplicó:

—Escúchame. Yo era muy joven cuando Carvajal empezó a cortejarme. No conocía su calaña… Tampoco mi padre… Luego él murió. Y fue Qaytu quien le descubrió a mi hermano Manuel cómo trataba ese hombre a la gente en el obraje, y los planes e intereses que lo movían a asociarse con nosotros.

Nada dijo Sebastián, que se debatía entre los sentimientos más encontrados.

—Mírame a la cara, por Dios —le pidió Umina—. Supe bien a lo que me exponía cuando me metí en tus asuntos en Lima. Pero ¿qué debería haber hecho? ¿Dejarte abandonado cuando tú estabas en peligro?

Se separó él, caminó entre los braseros, llegó hasta la pared del fondo, y dio un puñetazo tan fuerte que resonó en toda la habitación. Luego se volvió hacia la joven, anduvo lentamente en dirección a ella, y cuando llegó a su altura, la tomó por los hombros, para decirle:

—Lo siento, debería haberme imaginado esa historia… Perdóname.

—Ese hombre y yo nunca llegamos a intimar… Además, no tienes que avergonzarte por lo que sientes. A mí me sucede lo mismo contigo. —Lo cogió de la mano y, señalando el brazo derecho, añadió—: Hay sangre aquí, se te han abierto las heridas y tendré que cambiarte la venda.

—Qué importa eso ahora… —le dijo él mientras la abrazaba.

Permanecieron así, muy juntos, pecho contra pecho, hasta que la voz de Uyán los devolvió a la realidad:

—Ya tenéis preparadas las habitaciones —les comunicó. Y añadió dirigiéndose a su hija—: He dejado en la tuya el vestido que te encargué para el Corpus.

Los acompañó Uyán mientras proseguía con su cháchara. Y esta vez tuvo Sebastián la sensación de que Umina agradecía a su madre el cable que les estaba echando al contarles aquellos pormenores. Pues, según explicó a Fonseca, era una costumbre inveterada estrenar ropa nueva durante la mayor fiesta de la ciudad, que acababa de tener lugar.

Se hizo lenguas de la de aquel año, sus salidas, llegadas, ceremonias en la catedral, procesiones y regresos.

—Han estado bien las carreras entre San Jerónimo y San Sebastián, a ver quién llegaba antes desde sus parroquias hasta el centro —informó a su hija—. Por cierto, que ganó San Sebastián…

Al darse cuenta de que ése era, justamente, el nombre de su huésped, añadió, no sin picardía, y a la atención de él:

—La fiesta dura tanto que obliga a algunos santos a dormir en lugares de santas. Y esto da mucho qué hablar sobre lo que hacen los unos y los otros tan juntos, aunque estén en lugar sagrado…

—Madre, nuestro invitado está cansado y deseará ordenar sus cosas, asearse y mudarse… —la interrumpió Umina, que temía como un nublado las indiscreciones de su madre.

Porque Uyán estaba aludiendo al lance del confesionario en la catedral de Lima, que sin duda le había contado Zúñiga en su carta: bueno era don Luis para dejar pasar esos detalles… Y al ver que su hija no soltaba prenda —ni lo haría mientras la oyera Fonseca—, cambió la madre al quechua para decirle que con ella no se hiciera la interesante ni la importante, ni se diera tantos humos, por el simple hecho de volver de España o de Lima.

Umina cruzó los brazos, desafiante, y preguntó a su madre, también en quechua:

—A ver, ¿qué es lo que quieres saber? ¿Si he pleiteado como me dijiste? ¿Si he tenido en cuenta las influencias de mi padre en Madrid?

—Para eso habrá tiempo de sobra —la interrumpió Uyán, en ese mismo idioma—. Yo lo que quiero es saber qué hay entre tú y este buen mozo.

—No hay nada.

—¿Nada? —rezongó—. Habéis venido en el mismo barco desde España ¿y me quieres hacer creer que no hay nada? Arriesgas tu vida por él, sabiendo que te enfrentas a Carvajal, ¿y quieres que tu madre se trague eso? Sobre todo después de lo que acabo de ver…

Sebastián, que no podía seguir esta conversación, sí se percató de que Umina se sofocaba, ruborizándose.

—¿Lo ves? —dijo Uyán con aire triunfante y siempre en su idioma—. ¿Dónde os cambiasteis la ropa?

—¿Ya te lo ha contado en esa carta don Luis de Zúñiga? —suspiró la joven con resignación—. En la catedral de Lima.

—Claro, tenía que ser en esa Sodoma y Gomona…

—¡Pero si todo fue en un confesionario! —protestó la joven.

—¡Dios mío, ya no se respeta nada!

—No es lo que crees.

—Sí es lo que creo —contraatacó Uyán—. Eres peor de lo que pensaba. Incluso las limeñas, cuando van al confesionario, lo usan para purgar sus pecados. Tú, al parecer, lo haces para cometerlos. ¡Jesús, María y José!

Repararon entonces en la presencia de Sebastián y, esbozando una media sonrisa, dijo Uyán a su hija:

—Atendamos a nuestro invitado, que lo tenemos aquí al pobre como un estafermo. Parece muy atento y educado. Pero desengáñate, hija mía, los buenos yernos no siempre son buenos maridos. Y los buenos maridos no siempre son buenos amantes. Que hay que elegir en esta vida. Y no digo más.

—A ver si es verdad, madre, que menudo recibimiento me estás dando —suspiró la joven.

—Vamos a enseñarle la casa y su habitación —dijo Uyán, ya en español, dirigiéndose tanto a Umina como a Sebastián.

Era mucha la servidumbre del palacio. Tanta que en su recorrido por las distintas estancias pudieron ver a las criadas y criados indios ocupados en las labores más diversas mientras cuidaban a sus propios niños o cortaban el pelo a los muchachos. Y en medio de todo aquel alboroto, Uyán no perdía el hilo. Llamaba a cada cual por su nombre, conocía sus problemas, atendía a los proveedores o daba instrucciones a quienes arreglaban un tejado. Era el eje en torno al cual giraba la casa. No cundía la prisa, pero todo estaba en su sitio, nadie perdía el tiempo.

Llegada la noche, apareció Umina con el vestido que le había encargado su madre. La recordaba Sebastián ataviada de gran gala, a la europea, en el teatro de Madrid o en el barco. Y a la limeña, en casa de don Luis de Zúñiga. Ahora lo hacía al estilo indio. Y quizá era éste el que mejor destacaba sus negrísimos cabellos, la limpieza de líneas bajo los ojos levemente rasgados, pues se limitaba a una tela de raso blanco con topos rojos y cenefas de motivos geométricos, aquellos tocapus que equivalían en un noble inca a las insignias distintivas de la casa real. Se preguntó él por la vida que llevaría la joven en aquel ambiente cuzqueño, que debía ser en ella el más habitual. ¡Cuántas cosas suyas le quedaban por conocer!

Habían encendido la chimenea en el comedor, presidido por una mesa que podía acoger holgadamente a más de veinticinco invitados, con manteles bordados por las monjas de Santa Clara. La cena, servida en cubiertos de plata y soperas del mismo metal, excedía sobradamente el apetito de cualquier cristiano, por muy hambriento que viniera de atravesar montañas, barrancos y altiplanos.

Tras los entrantes y sopas dispusieron en unas fuentes patatas de diversas altitudes y sabores, zanahorias, habas y ajíes variados. Y empezó Uyán su interrogatorio:

—Así que es usted militar —dijo a Sebastián—. Como mi difunto marido.

—Madre —la interrumpió Umina—. El señor Fonseca lo es de cañera, ingeniero. Y mi padre el único fuego al que se enfrentó fue el de esa chimenea.

—El dirigía las milicias.

—Las financiaba para beneficiarse del fuero militar y que le ampliaran sus concesiones de transporte. Le gustaba ponerse todos los domingos su casacón, peluca, fusta y escarapela e ir después de misa con los amigos a pegar cuatro tiros contra unos pobres pedruscos indefensos.

—Pues a ti bien que te enseñó a disparar.

Hizo un gesto la joven para que cambiase de tema, y así lo intentaron mientras venían los siguientes platos. Sacaron gallinas rellenas con salsa de pasas y almendras, conejillos de Indias y perdices con aceitunas de Angostura. Y remataron con un tiernísimo lechoncillo de Huaracondo con su piel dorada y crujiente impregnada de hierbas aromáticas. El vino procedía de los valles yungas.

—Ve a la cocina y elige tú misma el postre —pidió Uyán a su hija.

Y mientras la joven estaba ausente se dirigió a Sebastián para preguntarle sobre el modo en que había conocido a Umina. Se lo explicó él, como mejor pudo, y concluyó, por decir algo:

—Es mucha mujer.

—Sí, tiene carácter, en eso ha salido a mí —corroboró Uyán—. Y menos mal que es menudita.

—A mí no me parece tan menudita.

—Umina no es alta —insistió su madre—. Lo que pasa es que anda muy erguida.

—No sólo anda. Toda ella es muy erguida.

—Es un poco orgullosa. La sangre española de su padre, recriada en Lima, para acabar de arreglarlo. Siempre ha sido muy independiente y rebelde. A mí no me hará caso, ya lo ha visto. Por eso quería pedirle que cuide usted de ella. No sé qué planes tienen, pero prométamelo.

—¿Planes? —quiso aclarar el ingeniero—. ¿A qué se refiere?

—Perdone, no me he explicado bien. Me refiero a lo que andan buscando. En lo demás no me meto. Son cosas demasiado imprevisibles. Yo conocí a mi marido cuando aún saltaba a la comba y no había cumplido los diez años. Fueron mis padres quienes apalabraron el matrimonio. Al principio, él me parecía muy poca cosa, era pequeñito, como Umina. Pero llegué a quererlo con locura. ¡Quién me lo hubiera dicho!

Dudó Fonseca en plantearle una cuestión que le rondaba por la cabeza, la relación de su hija con Carvajal. Pero no le pareció educado hacerlo. Algo debió intuir ella, porque salió a su encuentro para decirle:

—Se preguntará usted cómo pudo comprometerse mi hija con ese canalla…

—No, por Dios, no quisiera ser indiscreto —mintió él.

—Pues fíjese, yo creo que ese hombre buscaba nuestras tierras de Yucay… No las hay mejores en todo Perú. Y significan mucho para mí, nunca han salido de mi familia. ¿Sabe quién fue Huayna Cápac?

—Creo que el último emperador inca antes de que llegaran los españoles.

Lo miró agradablemente sorprendida y continuó: —Pues esas tierras vienen directamente de él. Y en ellas metió mi marido todo su dinero, a pesar de que podía haber ganado mucho más, como le aconsejaba Zúñiga. Pero quisimos guardarlas y mejorarlas para nuestros hijos.

Aquí hizo una pausa, sin duda para superar la congoja que hubo de acometerle al acordarse de Manuel, su primogénito, muerto a manos de Carvajal, según sospechaban. Y antes de que Sebastián la interrumpiese, prosiguió:

—Ahora esas tierras son de Umina. Yo ya tengo mis años, deseo morir en ellas y ser enterrada allí junto a mi marido. Es el lugar donde nací y donde fuimos más felices. También quiero lo mejor para mi hija. Aquí o en cualquier otro lugar. Se lo merece. Se lo ha ganado. Ahí donde la ve, no lo ha tenido fácil. Puede parecer que sí, porque es guapa, muy echada para adelante, obstinada.

—Dígamelo a mí.

—Ha tenido sus motivos. Lo suyo ha sido una cuestión de fuerza de voluntad. Recién nacida, nadie daba un real por ella, decían que no duraría ni un par de días. Sobrevivió. Luego, temieron que no llegara a la semana. Consiguió llegar. Después, que no alcanzaría al año. Pasó uno, y dos, y tres. Y seguía viva. Hasta cumplir los veinticinco que tiene ahora.

—Pero si es una mujer de hierro. En el barco y en Lima ha sido ella quien ha cuidado de mí —alegó Fonseca.

—Parece de hierro, por su cabezonería; sin embargo… —y no concluyó Uyán la frase al ver que regresaba su hija, seguida de tres criadas con los postres.

Colocaron en el centro de la mesa chirimoyas, higos rellenos de nueces, mazapanes, bizcochos de Oropesa… Todo ello regado con los licores de frutillas maceradas del valle de Yucay.

Les tocó entonces el turno a Umina y a Sebastián. Y contaron a Uyán sus averiguaciones y planes para visitar el convento de Santo Domingo y localizar la tumba de Sírax, donde junto a la Crónica y el quipu rojo parecía encerrarse la última pista para dar con el paradero de la Ciudad Perdida de los incas.

—Algo así me temía —dijo la madre, mirándolos preocupada—. Vilcabamba son palabras mayores. Además, no habéis podido elegir peor momento.

—¿Te refieres a la ejecución de Farfán de los Godos? —le preguntó su hija.

—Eso por un lado —respondió la madre—. Pero también están las demás algaradas que se quieren prevenir con esos ahorcamientos. Y atajar las pretensiones de otros como José Gabriel Condorcanqui. ¿Sabe quién es?

—Conoce la historia —le informó Umina.

—Sí —añadió Sebastián—. Me encontré a Condorcanqui en Abancay, con aires de gran señor. Y me ayudó a salir con bien de la encerrona tendida por Carvajal.

—He oído lo de la Yahuar Fiesta —intervino Uyán—. No sabía que hubiera estado usted allí, ni conozco en persona a ese cacique, pero lo suyo es preocupante. Se hace llamar Túpac Amaru.

—Sí, sí, lo sé —la informó él—. Un oidor de la Audiencia de Lima me puso al tanto en casa de don Luis de Zúñiga. Nos contó sus pleitos para ser reconocido el único descendiente legítimo de los incas de Vilcabamba.

—A eso me refería cuando hablaba de los problemas que os traerá buscar esa ciudad. Si Condorcanqui anda reclamando la herencia del trono de Vilcabamba, no va a ser el mejor momento para hurgar en esos asuntos. Además, no ha faltado gente que ha pretendido implicarlo en el motín de Farfán de los Godos, aunque no se ha podido probar nada.

—¿Y el convento de Santo Domingo? —preguntó Umina.

—En ningún caso os dejarán entrar en la cripta —le respondió su madre—. Los frailes están hartos de los que quieren remover las tumbas para seguir la pista del tesoro de los incas. No sólo no os dejarán entrar, sino que avisarán a las autoridades.

—Pero mucha gente sabe que es allí donde está entenada la antigua familia real inca: Túpac Amaru, Sayri Túpac y Beatriz Clara Coya.

—Sí. Y también que está construido sobre el Coricancha —añadió Uyán—. Y el Templo del Sol era el lugar más sagrado de Cuzco y del imperio. Con toda la indiada alborotada, las autoridades españolas no están dispuestas a que nadie reivindique las dinastías incas. Han prevenido a los dominicos para que no se revuelva en esas tumbas. Os exponéis inútilmente yendo allí.

—No nos queda otro remedio —dijo Umina. Y dirigiéndose a Sebastián, le pidió—: Enséñale a mi madre la Crónica, el quipu rojo y las tres hojas con la relación de huacas.

Se disculpó el ingeniero para levantarse de la mesa y regresó al poco con aquellos objetos, que entregó a Uyán.

—De esto es de lo que te hemos hablado —le explicó la joven—. A Sebastián le ha costado mucho hacerse con estos documentos. Pero no valen nada sin lo que contiene la tumba de Sírax. Tenemos que encontrarla.

Uyán miró y remiró aquellas cuerdas con nudos, no sin aprensión.

—¿Conoces a alguien que entienda de quipus? —insistió su hija.

—Esto es muy complicado, necesitaréis un quipucamayo de verdad. Conozco a uno. Si él no sabe, nadie podrá ayudaros.