El Puente
En uno de los tambos del camino real les esperaban los arrieros, con la caravana dispuesta para iniciar el ascenso hasta Curahuasi. Allí pensaban hacer noche y preparar el cruce del río Apurímac, que todos venían temiendo, bajando la voz al hablar de él. Esa preocupación había relegado ahora la de encontrarse sin escolta armada, al perder a Gálvez y sus hombres. Su deserción se compensaba sobradamente con el alivio de haber recuperado a Umina.
Sin apenas mediar palabras, ella había tomado el mando de aquella comitiva. Se veía retraído a Qaytu, refugiado en la atención a los detalles menores de arrieros, mulas y carga. El mayoral se sentía desplazado por la nueva familiaridad surgida entre Sebastián y la joven.
Había intentado el ingeniero volver a la carga mientras ella curaba sus heridas, interesándose por su relación con Carvajal y las insinuaciones de éste y Gálvez. Pero la mirada de la joven, su muda súplica pidiéndole una tregua, le hizo desistir de sus propósitos. Y se limitó a rebuscar en las alforjas para entregarle el espejo de obsidiana que le encomendara Zúñiga en Lima.
La mestiza lo recibió con gratitud, estrechando aquel preciado objeto contra su pecho, mientras le prometía, humedecidos los ojos:
—Algún día te contaré… Dame tiempo…
Llegaron así a Curahuasi, una pequeña aldea sepultada en una altiplanicie rodeada de montañas que quitaban el resuello en su ascenso. Allí hicieron alto en la posta, y apalabraron la cena y el albergue con los mantenedores del tambo, quienes les confirmaron que ya se había empezado a desmontar el puente: —El paso está cortado.
—¿No lo han atravesado recientemente unos fusileros? —les preguntó Fonseca, refiriéndose a Gálvez.
—Ellos sí —les contestó el encargado del puesto, dando por sentado que nadie se opondría a una fuerza armada.
—Pues nosotros también —aseguró Umina, con firmeza.
La mañana amaneció envuelta en una heladora niebla plateada que los envolvió mientras avanzaban tiritando hacia el río Apurímac. Tardó en alzarse aquel molesto celaje, y apareció el sol, fulgurando en la hierba, escarchada de gruesas gotas. Cuando al fin estuvo despejado, pudieron ver a su izquierda los imponentes nevados del Soray y el Salcantay.
Se habían encontrado ya muchos de aquellos pasos, inevitables para salvar los valles, gargantas y hondonadas por los que se despeñaban los torrentes. Pero ninguno tan impresionante y peligroso como el del río Apurímac.
Un temor reverencial parecía instalado en el ánimo de todos los indios de la caravana. No era ninguna superstición. Otro tanto le sucedía a quien alcanzaba a verlo por vez primera. El puente desplegaba su pasarela colgante como una gigantesca hamaca, con toda su inestable precariedad. Debía de diferir en poco de los construidos por los incas. En él rayaba a gran altura su extraordinario dominio de los tejidos, aquel modo de sacar de la propia tierra lo necesario para sortear sus obstáculos y domeñarlos sin ejercer más violencia de la necesaria. Dada la escasez de madera, estaba trenzado con criznejas, fibras del maguey, nombre que daban a la pita. Tejidas con gran habilidad, conseguían gruesas sogas que se anclaban en unos estribos de las orillas. Y allí les aplicaban un torno o cabrestante para tensar las maromas.
Sebastián ya había tenido ocasión de estudiar su construcción al atravesar el río Pampas, entre Ocros y Uripe. Se tendían primero en horizontal tres sogas de gran diámetro, que servían de apoyo para el suelo del puente. No contaba éste, sin embargo, con un tablero rígido, sino con un material muy ligero, meros listones hechos del recio tallo de la inflorescencia de la pita. A las tres sogas del suelo se añadían más arriba dos tirantes laterales, sujetos al piso por lianas o tiras de cuero crudo, como el refuerzo de una cesta. Éstos, a la vez que evitaban un excesivo balanceo, servían como antepechos o pasamanos para que en ellos pudieran sujetarse los viajeros y tranquilizar a las caballerías, que debían atravesarlos con su carga completa sobre el lomo.
Pero el puente sobre el río Apurímac casi triplicaba en longitud al del río Pampas. No bajaría de los doscientos pasos de largo. Y estaba tendido sobre un precipicio que daba espanto.
Qaytu había tenido buen cuidado de calcular el itinerario de modo que llegaran al puente a primera hora de la mañana. Era el mejor momento para franquearlo. Después se levantaban vientos muy violentos que, encajonados en el cañón del río, golpeaban la pasarela. Y su bamboleo provocaba continuos accidentes.
La senda que les permitió llegar hasta el puente desembocaba junto al estribo con la choza del guardián y el torno para tensar los cables. La garganta se había ido volviendo más escabrosa, hasta quedar cenada por precipicios de rocas retorcidas, masas de piedra que se precipitaban a pico hasta un umbrío barranco. Desde él subía el fragor del agua encrespada y espumeante. Constreñida en tales estrechuras, sus torbellinos se estrellaban contra las aristas cortantes de las piedras del cauce, de modo que la caída sobre ellas suponía una muerte segura.
En medio de tan estremecedor paisaje aquella estructura se mecía con la fragilidad de una telaraña. Se encogía el ánimo sólo de pensar que debían atravesarla. Y más aún al comprobar los fuertes latigazos del viento, pese a lo temprano de la hora. Además, se habían iniciado las obras de mantenimiento, retirándose algunos de los cordajes laterales que servían de protección.
Cuando llegaron hasta la choza del guardián, éste les hizo saber que el puente estaba cenado. Tuvo que emplear Umina todas sus dotes de persuasión, y un sustancioso desembolso, para lograr que les permitieran el paso, bajo su propio riesgo y responsabilidad. Le costó otra larga discusión a la joven convencer al vigilante de que eso no excluía tensar más los cables mediante aquel cabrestante que los sujetaba, para contrarrestar el balanceo provocado por el fuerte viento.
Así se lo indicó a sus hombres el encargado, pero de tan mala gana que no quedaron parejos, sino desequilibrados. El puente estaba ladeado, y los cables que deberían servir como antepechos o agarraderos rayaban tan bajos que no rendían una protección segura. Además, las cuerdas que los sujetaban al suelo se veían muy gastadas, incrementando el peligro.
Qaytu los apremió, porque estaban perdiendo un tiempo precioso. La corriente de aire que barría el cañón soplaría con mayor fuerza a medida que avanzase la mañana. De manera que, sin más preámbulos, entró el primero. Sabía bien que su mula Cerrera serviría para dar ejemplo a las demás, y que el resto de la recua la seguiría. Umina y Sebastián cenaban la marcha, para anear a los más timoratos.
Al internarse en la frágil pasarela se dejó notar el viento con creciente violencia, produciendo una vibración que sacudía todo el cuerpo, hasta crear un profundo desasosiego. No era horizontal, como sucedía con los puentes rígidos, sino que se desfondaba con una marcada curva en forma de U. En condiciones normales, bien tensadas las maromas, dejaría acusar una suave pendiente de bajada y otra de subida. Pero ahora era muy pronunciada. A lo inestable de su aparejo había que añadir lo resbaladizo de las tablas: húmedas, musgosas, embadurnadas por un mucílago verdoso. Y quebradas en algunos tramos donde resultaba fácil perder pie.
La situación más grave se produjo al cruzar el puente, con Qaytu a punto de llegar a la otra orilla, mientras Umina y Sebastián cerraban la caravana. Ahora todos se encontraban sobre la corriente. No podían dar marcha atrás. Habían puesto en medio las mulas más cargadas, con los objetos más valiosos. Y en ese momento se embolsaban en el fondo de la U formada por el puente. Éste era tan hondo que no alcanzaban a remontar la pendiente que les habría permitido franquearlo.
Gritó Umina para avisar a Qaytu, tratando de hacerse oír por encima del bramido del río y el rugido del viento. Se volvió el mayoral y, al apercibirse de la situación, hizo señas a los arrieros que venían detrás de él para que tirasen de sus mulas, de modo que permitieran remontar a las más lastradas. Pero éstas se estaban asustando, paralizando el tránsito de la caravana.
Si aquella situación se prolongaba, se volvería cada vez más peligrosa, pues cundiría el pánico entre hombres y bestias, el puente se iría hundiendo cada vez más, y allí perecerían todos. Umina se dio cuenta de inmediato. Y entonces pudo comprobar Sebastián, una vez más, la increíble resolución y sangre fría de la joven, que empezó a dar órdenes en quechua con un temple y precisión que ya hubiera querido el mejor estratega.
Ante todo, insisto a Qaytu para que no se detuviera:
—¡Apresúrate! —le ordenó—. ¡Sal de la pasarela y pon a las mulas a tirar del cabrestante para tensar las maromas!
A continuación, ordenó a los arrieros que estaban en lo más hondo del puente:
—¡Vosotros, desatad los fardos de las mulas y tiradlos al agua!
Dudaron sus hombres en obedecerla, pues sabían lo que esto implicaba. Muchas de aquellas mercancías habían venido desde España hasta Panamá, y desde allí hasta el Callao. Desprenderse de ellas suponía una pérdida enorme: no sólo arruinaría las ganancias de aquel flete, sino quizá las de toda la temporada.
—¿No me habéis oído? —insistió ella—. ¡Tiradlos!
Arrojaron al vacío los fardos de las mulas, uno tras otro.
—¡Seguid! —gritaba la joven—. ¡Más! ¡Más!
Umina no dejó de hacerlo hasta que el cabrestante consiguió suavizar la pendiente y los animales, ya aliviados, pudieron remontar la inclinada rampa, pasando todos hasta la otra orilla.
Una vez allí, no dio a nadie ni un instante de reposo. Sabía bien que continuaba el peligro. Y se dedicó junto con Qaytu a reorganizar las cargas y repartiéndolas entre todas las acémilas. Ahora tenían que subir hasta lo alto del cañón formado por el río.
Al mirar hacia arriba se apreciaba el empinado zigzag desplegado por el camino real para trepar penosamente. Se abría paso entre los riscos como mejor podía, serpenteando en innumerables vueltas y revueltas, enroscándose sobre sí mismo como un tirabuzón.
Era muy irregular, apenas se hacía pie por su estrechez. Los derrumbes lo habían borrado hasta el punto de no distinguirse el suelo firme. Un solo paso en falso significaba despeñarse entre aquellos riscos.
En muchos tramos, la ascensión se hacía a todo o nada: a un lado del sendero la pared vertical, a pico, y al otro el abismo. Algunos repechos eran tan extremados que se habían labrado peldaños, escaleras de caracol que se abrían en abanico para proporcionar cierta sujeción a las mulas. Aun así, los animales subían con tanta fatiga que había que dejarlos descansar a menudo, apoyándose los arrieros contra sus ancas para darles algún respiro.
Qaytu iba marcando estas pautas, abriendo el convoy con su mula Cerrera. En cada curva maniobraba con tiento, buscando el modo más seguro de abordarla. No tuvieron problemas en los primeros tramos. Sin embargo, a medida que subían, la violencia del viento se acrecentaba. Sobre todo al arrastrar arena, que se estrellaba contra el rostro. Las acémilas, hostigadas por aquel vendaval, se distraían de la senda, que solían seguir con gran seguridad.
Cuando ya estaban a punto de culminarlo, Cerrera tuvo dificultades para salir de una roca. Algo había barruntado el animal, pero Qaytu tuvo que obligarla a continuar hacia arriba por la pura fuerza. Quienes iban detrás seguían la maniobra con el ánimo en suspenso: si la mula llegaba a resbalar, los arrastraría a todos en su caída.
Por alguna razón, Cerrera se negaba a subir. Bajó Qaytu para revisar sus patas traseras. La mula siguió su instinto natural, buscando el apoyo de la roca más firme, que el mayoral no percibía por el corrimiento del terreno. Intentó corregirla, y el animal se desequilibró tratando de cambiar su posición. Si lo hacía, iba a resbalar sobre las demás, arrastrando a toda la caravana en su caída. Y el indio, lejos de las riendas, no lograba controlarla.
Umina no vaciló. Cedió a Sebastián su caballo, sacó el fusil de la funda y se apoyó contra un saliente de la roca para templar el pulso. No podía fallar. No tendría otra oportunidad.
—¡Qaytu, contra la pared! ¡Pégate a la roca! —le gritó.
Se oyó un disparo. La mula Cerrera tenía los ojos muy abiertos y espantados. Y justo entre ellos saltó el impacto del plomazo. El animal se dobló de costado. Sus patas traseras perdieron pie al caer por el precipicio. Primero panza arriba, luego girando a medida que se estrellaba contra las rocas, envuelta en una nube de polvo. La perdieron de vista, pero siguieron oyendo el crujido de huesos, el arrastrar de piedras, los golpes sordos, hasta que el bramido del río se la tragó.
Tras aquella agotadora subida llegaron al fin a la cima que dominaba el cañón del río. Umina puso su mano sobre el hombro del apesadumbrado Qaytu, diciéndole con aquel gesto más de lo que podían expresar las palabras.
Reparó Sebastián en la desorientación que se apoderaba del mayoral, en el modo en que pareció vagar por toda la recua, como alma en pena, en busca de otra mula. Y su forma de descargar una que iba en la posición de cola para montar en ella. Así continuó el resto de la jornada, lejos de todos, embargado por aquella sensación de desamparo que, más que nunca, contrastaba con su descomunal y desplomada humanidad.
Un trecho más tarde los montones de piedras de las apachetas les indicaron que se hallaban en la divisoria entre las dos cadenas montañosas. Sólo les quedaban tres postas para llegar a Cuzco.