Entre dos Fuegos
Le pareció oír la respuesta de Umina, llegándole ahogada entre el crepitar de las llamas. Tan débil era que primero se preguntó si no serían imaginaciones suyas, dictadas por el anhelo y la angustia de saberla en peligro. Luego se dijo que quizá no estuviera en aquella planta, sino en la de abajo. Repitió entonces su llamada, y le pareció que la contestación de la joven llegaba desde una de las habitaciones de aquel mismo piso.
Rodeó la caja de la escalera y avanzó abriendo las puertas de las estancias que encontraba a su paso.
Fue al salir de una de ellas cuando se topó de bruces con alguien.
Era Carvajal. Estaba furioso. Y aún tenía un aspecto más amenazador por lo tiznado del rostro y los ojos enrojecidos, en los que se reflejaban las llamaradas. Éstas ya habían devorado la fachada de la casa y ahora avanzaban hacia ellos en lengüetazos súbitos, invadiendo el hueco de la escalera.
—¿Dónde está Umina? —le preguntó Fonseca.
El obrajero no respondió. Llevaba la espada desenvainada y embistió contra él con el ímpetu de un toro. Sebastián hubo de retroceder al pronto para aguantar el primer envite. Tanteó luego, en el contraataque, explorando el temple de su contrincante. Debía mantenerse tranquilo, a pesar de encontrarse frente al asesino de su padre y de su tío. No podía dejarse llevar por sus emociones más primarias, pues también estaba en juego la vida de Umina. Y la suya propia. Porque no cabía duda: Carvajal era un formidable espadachín y conocía el terreno a la perfección. Ahora mismo había emprendido una ofensiva tan bien medida que le resultó imposible pararla, y tuvo que recular de nuevo. Se dio cuenta de que trataba de arrinconarlo contra la caja de la escalera interior, con la intención de arrojarlo al fuego.
Lo habría logrado de no suceder algo inesperado. Se oyó un ruido sobre sus cabezas, un estallido que se impuso por un momento sobre el rugido de las llamas. Éstas parecieron dividirse en multitud de fragmentos, como un calidoscopio. Y fue al sentir una quemadura en la mano que empuñaba la espada cuando se dio cuenta de que se trataba de una lluvia de cristales cayendo sobre ambos. Acababa de estallar la claraboya central.
Fue el obrajero quien se llevó la peor parte, pues había alzado la cara por un instante, consciente de lo que sucedía. La sangre que le manaba del rostro, herido por las esquirlas, pareció enfurecerlo todavía más. Se la limpió con la manga de la camisa y se lanzó de nuevo en tromba contra él.
—¿Dónde está Umina? —volvió a la carga el ingeniero.
—A buen recaudo. Yo en tu lugar me ocuparía de mí mismo, porque no saldrás vivo de aquí. De ella ya cuidaré yo.
Trataba Carvajal de provocarle, consciente de sus sentimientos hacia la mestiza. A diferencia de otros adversarios a los que se había enfrentado, la furia no hacía perder al obrajero su fría determinación, el modo en que calculaba los puntos débiles de su contrincante. Y fue capaz de intuir el de Fonseca. Éste no sólo estaba atento a la pelea, sino a conocer el lugar y, sobre todo, a determinar la habitación desde la que le llegaban los gritos de Umina. Ahora se escuchaban con mayor claridad, a medida que se acercaban a la habitación del fondo.
Se habían aproximado urgidos por las llamas, que los empujaban tras apropiarse de toda la caja de la escalera interior, al romperse la claraboya y aumentar el tiro. Convertida en una gran chimenea, aquella columna de fuego empezaba a lamer las paredes del encierro de la joven. Y arreciaban sus gritos de desesperación.
Sebastián ya había visto el candado que sujetaba la puerta, y percibía los golpes de la prisionera, tratando de echarla abajo.
Intentó maniobrar, desesperado, para acercarse allí. Sabía bien que esto debilitaba su posición, pues Carvajal carecía de este pie forzado, y ello le permitía anticipar los movimientos del ingeniero. Lo había arrinconado de nuevo.
Cayó en ese momento entre ambos una viga envuelta en llamas. Hubo de apartarse el obrajero para que no lo aplastara, y desde el otro lado de aquel obstáculo que les separaba dijo a Fonseca, con desprecio:
—Ahora que te veo bien, comprendo por qué ese maldito Condorcanqui te ayudó en Abancay. Los bastardos se entienden entre sí… Es muy cómodo dictar leyes desde España con el pretexto de proteger a los indios. Pero sólo es para acallar vuestras conciencias. Porque sabéis que no se cumplirán, que ya tenéis aquí quien se encarga del trabajo sucio… Y era inevitable que tarde o temprano te pusieras de parte de esa gentuza.
Nada dijo el ingeniero, pero la sorpresa debió traslucirse en su rostro, porque Carvajal continuó, azuzándole:
—Si no sabes de qué estoy hablando, deberías habérselo preguntado a Umina cuando tuviste ocasión. Ella sabe muchas más cosas de las que te ha dicho, infeliz.
Y al dejar caer tales insinuaciones reía, malévolo. Sobre todo al percatarse de que había conseguido de lleno su objetivo: recordarle la presencia de la joven y sacar de sus casillas a Sebastián, que inició un contraataque en toda regla.
—Ya veo lo que sientes por ella —se burló mientras paraba sus estocadas—. Otro que ha caído en la trampa. Pero esta vez te va a costar muy caro.
Saltó Fonseca por encima de la viga derribada por tierra para dirigirse hacia el lugar de donde salían los gritos de Umina y sus golpes en la puerta. Y mientras Carvajal sorteaba aquel obstáculo, trató de abrirla. Pero nada pudo hacer, porque estaba cerrada con un grueso candado.
Mientras el obrajero avanzaba de nuevo hacia él, se dio cuenta de que una de las paredes estaba agrietada, a punto de ceder. Y a través de la ventana del fondo pudo ver que las llamas habían sobrepasado la casa y se acercaban al primer molino de la pólvora.
El tiempo jugaba en contra suya, y no esperó a que Carvajal llegara hasta él. Le salió al encuentro, lanzó un ataque a todo o nada, lo hizo retroceder y ni siquiera cedió al sentir en su pecho el corte del acero de su adversario. Siguió avanzando con tal decisión que en un último y desesperado esfuerzo logró desarmarle, arrojando su arma contra el fuego, en el pozo de la escalera.
Le puso entonces la espada al cuello, ordenándole:
—Abre esa puerta.
Sacó el obrajero la llave y la introdujo en el candado.
—¡Date prisa! —le urgió Sebastián.
Saltó la cerradura, con un chasquido. Pero no retiró los vástagos de los clavijeros que sujetaban la puerta. Antes de hacerlo se demoró para mirar tras Fonseca. Y si éste no hubiese estado tan pendiente de apremiarlo, habría sorprendido en sus ojos el peligro que corría.
Para cuando se quiso dar cuenta, ya era demasiado tarde. El ingeniero sintió una punzada atravesándole el brazo derecho, una poderosa tenaza que lo inmovilizó, obligándole a soltar la espada. Y antes de que pudiera reaccionar ya se hallaba derribado por tierra.
Unas fauces abiertas buscaban su garganta, haciendo brillar contra las llamas los afilados colmillos húmedos de baba.
El perro de Carvajal, un mastín negro de gran alzada, hociqueaba gruñendo sobre su cuello, tratando de degollarlo.
El hacendado se abalanzó sobre la espada de Sebastián mientras se escuchaban los gritos de Umina. Cercada ya por el fuego, la joven forcejeaba con la puerta tratando de desencajar los clavijeros del candado.
Fonseca intentó proteger su garganta de las dentelladas del mastín. Pero el perro tenía una fuerza increíble, incrementada por su ímpetu asesino. Y Carvajal, que se había apoderado de su espada, buscaba un hueco para rematarlo.
Apenas se detuvo un instante al oír un estruendo en el exterior. Se produjo una formidable explosión, seguida de otras menores, silbidos de fragmentos de roca que se esparcían como metralla. Y un fuerte impacto en el techo, sobre la habitación en la que se encontraba Umina, seguido de los desgarrados gritos de la joven. Había estallado el primer molino de la pólvora, despidiendo sus restos por el aire.
En ese momento, algo pasó rozando junto al oído del ingeniero. Un objeto que no acertó a identificar agitó el aire flanqueando su rostro y fue a estrellarse contra aquella bestia que lo hostigaba. El mastín se estremeció de un modo que no alcanzó a entender. Soltó un alarido lobuno, de insoportable dolor, aflojó la presa, y pareció doblarse sobre sí mismo.
Fue entonces, al caer el peno sobre un costado, cuando Sebastián pudo ver a Qaytu. Llevaba en sus manos un macizo rastrillo metálico de dientes afiladísimos. Primero había golpeado al peno con el lateral de la herramienta, para apartarlo de Sebastián. Y una vez que lo hubo echado a un lado pareció descargar sobre él toda la furia acumulada en aquellos años en los que hora tras hora, día a día, cada vez que trataba de hablar, hubo de acordarse de aquella bestia que se había comido su lengua delante de él.
El indio alzó el rastrillo con toda su poderosa envergadura, como quien se dispone a cavar un surco en la tierra endurecida. Y propinó al mastín un golpe tan descomunal sobre el lomo que no sólo le partió en dos el espinazo, sino todo su cuerpo. El perro trató de arrastrar las inertes patas delanteras, pero sólo consiguió resbalar sobre el charco de su propia sangre y orines que lo separaba de las traseras.
Carvajal se había quedado tan aterrorizado que cuando vio venir contra él a Qaytu, rastrillo en ristre, retrocedió, tropezando en los restos de la viga carbonizada. Se levantó de inmediato, esquivando el golpe que le lanzó el mayoral. Y sin pensárselo dos veces corrió hasta la ventana que había al fondo del pasillo y se arrojó por ella.
Al asomarse, el arriero pudo ver cómo Montilla y sus hombres ayudaban a levantarse al obrajero, para emprender la huida cojeando hacia la parte trasera del recinto.
Se oyó en ese momento otra explosión. Sebastián forcejeaba ya con el candado para liberar a Umina mientras se producía una segunda lluvia de piedras sobre los restos de la casa en llamas.
Salió, al fin, la joven entre la humareda, tiznada de hollín, y se echó en brazos del ingeniero, abrazándolo entre sollozos. Y así habrían permanecido, fundidos en un solo cuerpo estremecido, de no urgirles Qaytu.
El mayoral había observado la escena triste y cabizbajo mientras se limpiaba la sangre que le salpicara. Y ahora los arrastraba hacia la ventana por la que había subido, la misma donde colocase Sebastián el armazón del telar.
A su alrededor caían pavesas, techumbres y edificios enteros. Les previno para que esquivaran también las caballerías que trotaban desbocadas mientras los conducía hacia la parte delantera del obraje, todo él erizado en llamas.
Al atravesar el patio explotó el tercer molino de la pólvora y se produjeron desplomes en las rocas del desfiladero. La fábrica fue sacudida de nuevo por la fuerte pedregada que llovió sobre ella, entre astillas de madera, fragmentos de piedra y esquirlas de metal.
Salieron a la explanada. Y una vez que hubieron conseguido ganar cierta distancia, les pareció que la mayor parte de los operarios estaban a salvo.
Iba a confirmarlo Sebastián, preguntando a Qaytu por su familia, cuando reparó en lo que le sucedía. Se había quedado atrás el mayoral, separado de todos. Y no podía apartar la vista del obraje, o lo que iba quedando de él. Su ancho corpachón estaba paralizado, recortándose contra el fuego. El perfil del rostro, cobrizo y arcaico, los pómulos amoratados como hematomas, se volvían aún más cenicientos en la penumbra del contraluz. Brillaban las llamas en sus ojos húmedos, empañados por los recuerdos, dejando entrever un ánimo tiznado por una orfandad y tristeza milenarias. Un mundo desbarrancado, plagado de despojos.
Parecía experimentar una mezcla de sentimientos encontrados. Como tantos indios, seguramente había soñado muchas veces con el fin de aquella pesadilla, con la destrucción de aquel degolladero. El obraje había aparecido ante él en los últimos tiempos como una alimaña que devoraba riqueza y población de aquella zona. Pero no podía evitar acordarse de los tiempos anteriores, cuando lo aprendió todo entre sus paredes. Y allí quedaban ahora sepultadas sus esperanzas, más de media vida. En los primeros tiempos, quizá lo más parecido a la felicidad que se le otorgara.
Qaytu se acercó luego a sus padres y estuvo largo rato sin poder contener las lágrimas, abrazado a ellos. Se les unió después Umina, junto con Sebastián. Y fue entonces cuando la familia del mayoral se dio cuenta cabal de la presencia del ingeniero. Antes de que la joven les dijera quién era, el padre de Qaytu se había adelantado hacia él y lo miraba con extrañeza.
—Su cara me resulta conocida —dijo aquel hombre en quechua.
Cuando Umina se lo tradujo, el ingeniero respondió:
—Quizá le recuerde a otra persona. Alguno me ha dicho que me parezco a José Gabriel Condorcanqui.
—No, no es eso —repuso su interlocutor—. He oído hablar de ese hombre, pero no lo conozco.
Esta respuesta todavía dejó más pasmado a Sebastián. Había pensado hasta entonces que lo confundían con aquel cacique, a juzgar por lo que le había dicho en Lima el oidor Ampuero. Pero incluso los que no conocían a Condorcanqui parecían sacarle algún parecido con alguien.
En cuando a la madre de Qaytu, cuando supo que su hijo se dirigía a la antigua capital, le encomendó que visitara a su hermana, que regentaba junto con su esposo uno de los tambos de los alrededores, y le entregó unas telas que había estado tejiendo para sus nietos, que guardaba celosamente bajo la ropa.
—Tenemos que marcharnos —dijo al fin Umina.
Se impuso ese silencio hecho de renuncia y resignación que precede a las despedidas. Qaytu dijo adiós a sus padres y a su hermano, que ahora regresarían a sus tierras. La joven sabía que de tanto en tanto mantenían contacto con las gentes de la sierra que vivían más al norte. Y les pidió que los previnieran sobre lo sucedido, para que se mantuviesen alerta. Porque Carvajal no tardaría en rehacerse y buscar venganza.
Cuando el ingeniero la puso al tanto de lo sucedido, la joven se creyó en la necesidad de prevenirle:
—Mal asunto. Tan pronto llegue a Cuzco, Gálvez informará de lo que pasó en Abancay. Dirá que Condorcanqui os ayudó. Y en cuanto se sepa lo del obraje os implicarán a Qaytu y a ti.
De un modo natural, Umina había pasado a tutearle. Y ése fue también su tratamiento al dirigirse a ella:
—Carvajal tendrá que responder de tu secuestro. ¿Te hizo algún daño ese hombre?
Dio un respingo, antes de responder:
—No. Pero lo va a complicar todo.
—¿Qué hay entre tú y él? —insistió Sebastián.
—Ahora no, por favor —le pidió ella—. Ahora lo más urgente es pasar el puente sobre el Apurímac, antes de que Carvajal y Montilla se recuperen y reanuden la marcha. De lo contrario, ni siquiera podremos defendernos de sus acusaciones.