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El Obraje

En ese momento se oyó tras aquella muralla humana una voz bien timbrada y llena de autoridad hablando en quechua. Los indios se detuvieron, cesaron en su cerco sobre Sebastián. Luego, empezaron a apartarse frente a él, hasta abrir un pasillo que dejaba el terreno expedito. Pudo ver entonces quién se había dirigido a los naturales. Era José Gabriel Condorcanqui, aquél que se hacía llamar Túpac Amaru. Y atendían a sus palabras con el mismo silencio que dos siglos antes fue escuchado su antecesor en la plaza de Cuzco, según leyera en la Crónica.

Fonseca avanzó por el hueco abierto de modo tan providencial. Se mantenía alerta, pero nadie osó levantar ni un dedo contra él. Y así consiguió salir de la plaza.

Nada le dijo el cacique cuando pasó a su lado. Sin embargo, reiteró aquella escrutadora mirada que ya le dirigiese antes de la corrida. Y tuvo para sí el ingeniero que habría procedido de muy otro modo caso de no estar presente Gálvez. Resultaba evidente que Condorcanqui no quería implicar al ingeniero, ni comprometerse él mismo.

Se preguntó por qué había hecho aquello. Era verdad que al obrar así demostraba aquel hombre su buena cabeza política, por las responsabilidades que le habrían achacado si les hubiese sucedido algo. Presentía, no obstante, que en tal comportamiento concurrían otras razones que se le escapaban.

Por eso, cuando se hubieron hallado en las afueras del pueblo, junto con toda la caravana y su escolta, preguntó a Gálvez:

—¿Qué dijo Condorcanqui para aplacar a la multitud? —Les recordó que el verdadero responsable de todo aquello no era usted.

—Se refería a Carvajal.

—Desde luego. Porque añadió que dicha persona debería estar en la fiesta dando la cara, en lugar de huir y atrincherarse en su hacienda.

—El obraje, claro. Tenemos que ir a allí —aseguró Sebastián con firme determinación.

—¿Está loco? Ese cacique no podía ser más explícito, sus palabras eran una invitación a atacarlo. ¿Dónde cree que se dirige toda esta gente?

—¡Maldita sea su estampa, Gálvez! Allí está Umina. Y también la familia de Qaytu.

Se volvió el ex sargento hacia el mayoral, que venía detrás, y su angustiado rostro se lo dijo todo.

—Sin artillería no se puede tomar ese lugar, es inexpugnable —se revolvió el criollo—. Está en un desfiladero. Y, como usted mismo acaba de recordar, tienen rehenes. ¿Qué podemos hacer nosotros solos?

—No estamos solos.

Señaló Fonseca a la multitud enardecida que había abandonado el camino para adentrarse en la hacienda de Carvajal y que ahora se encaminaba hacia el obraje.

—Peor me lo pone —le replicó Gálvez—. Nos convertiremos en cómplices de toda esta chusma. Yo lo he acompañado con mis fusileros para escoltar su caravana, no para asaltar las propiedades de un encomendero. Y menos todavía las de Carvajal.

—No vamos a asaltar a nadie, nos limitaremos a rescatar a Umina y a esa gente que retienen dentro. ¿O pretende abandonarlos a su suerte?

—Ya veo que esa mestiza le tiene sorbido el seso. Pues sepa que a ella no le sucederá nada. Se lo he dicho por activa y por pasiva, pero usted no quiere entenderlo, sigue en sus trece. En más de una ocasión trabajé para el padre de Umina, escoltando sus caravanas, y me encontré a Carvajal en su casa de Cuzco. Allí era bien recibido. ¿Adivina por qué?

—¿Qué es lo que insinúa, miserable? —le preguntó Sebastián, encarándose con él.

Gálvez se le enfrentó, esperándolo, rodeado de sus fusileros. Y se dio cuenta Fonseca de que una pelea con el criollo podría degenerar en un enfrentamiento de consecuencias imprevisibles, justo en el momento en que Umina corría más peligro. Tuvo que contenerse y resignarse a oír las palabras del ex sargento, que ahora le aconsejaba:

—Si queremos ayudar a los rehenes del obraje, nuestra obligación es avisar a las milicias o tropas regulares más cercanas. Eso es exactamente lo que pienso hacer.

Y dirigiéndose a sus hombres, les dio órdenes para que en ningún caso abandonaran el camino real ni pisaran aquella hacienda, sino que prosiguiesen por la ruta prevista hacia su destino, Cuzco.

Sebastián y Qaytu los vieron partir, apretando los puños, impotentes. Se miraron. No era aquél un momento que permitiera grandes reflexiones. Sin necesidad de palabras se hacían cargo de las gravísimas responsabilidades en las que incurrirían si se internaban en aquella propiedad. Por mucho que les doliera, Gálvez llevaba razón: las autoridades no iban a hilar tan fino, y si los sabían presentes en un asalto, los considerarían unos asaltantes más. Sobre todo después de conocer la ayuda que les había prestado Condorcanqui y la arenga de éste a los indios.

En el caso de Fonseca, ello equivaldría a cruzar la delgada línea que lo mantenía dentro de una precaria legalidad. Si aparecía implicado en una revuelta de aquella envergadura, podía dar su carrera por concluida: sus largos años de estudio, las misiones más arriesgadas, los esfuerzos de su padre para arrancar los ascensos a la superioridad a costa de arruinarse… Todo se iría al garete. No sólo eso: se convertiría en un fuera de la ley. Ningún tribunal admitiría la presencia de un oficial en semejantes circunstancias, por muchas razones personales o humanitarias que alegara.

Le atormentaban, por otro lado, las dudas que Gálvez había ido sembrando sobre Umina y Carvajal. ¿Qué relación mantenían? Se adivinaba algo turbio y envenenado, que ahora resultaría decisivo.

A ello había que sumar los riesgos inmediatos. Se acababan de quedar sin protección armada, con una caravana que era una tentación para el pillaje. A pesar de sus esfuerzos entrenando a los muleros, en su inmensa mayoría se trataba de tiradores poco expertos, indios que no dispararían contra los suyos. Y la multitud avanzaba ya enardecida contra la fábrica, sin que nadie pudiera contenerlos.

—¿Hay algún lugar donde nos pueda esperar la recua con los arrieros? —le preguntó Sebastián a Qaytu.

Asintió el mayoral, y se dirigió a uno de sus hombres de confianza para transmitirle las instrucciones necesarias.

Hecho esto, y una vez que la caravana se hubo alejado, se miraron de nuevo entre sí.

—¿A qué estamos esperando? —dijo Sebastián.

Picaron sus cabalgaduras para atravesar la hacienda de Carvajal y enfilar un congosto que se iba estrechando progresivamente hasta quedar interrumpido por un muro. El del obraje.

Al acercarse pudo comprobar Fonseca que no había exagerado Gálvez al ponderar la solidez de las defensas que lo amparaban. Aquella pared, de gran altura, cerraba el desfiladero atravesándolo de parte a parte. Su única puerta estaba flanqueada por aspilleras en las que se apostaban hombres armados. Y éstos no dudaban en disparar contra quienes se exponían, aventurándose en la explanada de acceso.

Pero los asaltantes eran muchos, y aunque menudeaban ya entre ellos los muertos y heridos, se les veía dispuestos a todo. Sus armas no parecían de cuidado. En la mayoría de los casos, se trataba de simples hondas. Sin embargo, cambió de opinión Fonseca al observar la mortífera puntería con que las manejaban. Y en especial cuando calentaban las piedras en las hogueras, antes de lanzarlas. Al caer sobre los edificios del obraje incendiaban los techos de pasto reseco, haciendo brotar columnas de humo en los lugares más estratégicos.

El fuego superaría pronto la capacidad de los defensores para sofocarlo, los edificios arderían por los cuatro costados y terminarían afectando al muro de defensa. Era el momento que esperaban para entrar en el obraje.

Lo que más preocupaba a Sebastián es que entonces sería ya demasiado tarde para rescatar a Umina. Y peor aún lo tendrían los operarios tomados como rehenes, a quienes habrían encerrado o encadenado. Bien lo sabía Qaytu. El mayoral iba de aquí para allá, gesticulando desesperado, tratando de explicar a los honderos el peligro que corrían los indios retenidos dentro del obraje. Ellos lo apartaban, mostrándole los muertos por los disparos y argumentando que no tendrían otra ocasión como aquélla. Estaban seguros, por otro lado, de que los hombres de Carvajal saldrían huyendo por atrás y ellos conseguirían liberar a los trabajadores.

Uno de los pocos que compartía la opinión y preocupación del mayoral era el paisano encontrado en Abancay. Al igual que Qaytu, había servido en aquella fábrica, estaba en condiciones de suponer lo que sucedería y no era tan optimista como los asaltantes.

—Dueño es mala gente —explicó a Fonseca en su trabajoso español—. Habrá atado a todos a sus cepos. Si ve incendio en los galpones, él huirá. Pero indios no podrán. Morirán todos.

—¿A cuántos retienen ahí adentro? —preguntó el ingeniero.

Qaytu y su compañero se miraron entre sí y este último respondió:

—Difícil saberlo. Trescientos, tal vez cuatrocientos…

—Y Umina, ¿dónde estará?

El mayoral pareció deliberar con su paisano, gesticulando. Al fin, éste aventuró:

—Casa de Carvajal, al fondo del obraje.

—¿Podrías trazar un plano aproximado del lugar? —le pidió Fonseca a Qaytu, allanando la arena y tendiéndole un palo.

Mientras el mayoral dibujaba en el suelo la traza de aquellos edificios, su compañero los iba describiendo. Nunca había visto en el arriero un esfuerzo tan grande por hacerse entender, pues aquel asalto implicaba a personas que le eran muy cercanas y queridas: además de Umina, sus padres y hermanos, su familia y su comunidad.

Según se deducía del plano trazado sobre la arena, el obraje estaba rodeado en su totalidad por un cerco de adobe y tapial, muy reforzado en el frente, el muro que ahora veían.

Fonseca escuchó sin interrumpir, procurando no perder detalle. Pero ya empezaba a impacientarse:

—¿Y dónde se encontrará Umina en ese plano? ¿Dónde se aloja Carvajal cuando visita el obraje? —insistió.

—La vivienda del fondo. Detrás de los batanes —respondió el paisano.

—Si hay batanes —dijo el ingeniero—, necesitarán una aceña de cierto caudal para conducir el agua que los mueve.

Asintió Qaytu con vehemencia, trazando sobre la arena la corriente que discurría a lo largo de todo el lateral izquierdo del recinto. Y dibujó tres edificios al final de ella, antes de que se cerrara la tapia.

—¿Qué son esas tres casas?

—Los molinos de la pólvora —contestó el compañero de Qaytu.

—Entonces es mucho más peligroso de lo que creía. No tenemos tiempo que perder.

El ingeniero echó un vistazo a las columnas de humo y las llamaradas que salían del interior del obraje. Pronto todos los edificios estarían ardiendo.

—¿Por dónde entra al obraje la acequia de los batanes y molinos? —preguntó a Qaytu.

El indio hizo amago de señalarlo en el plano que había dibujado sobre la arena, pero Fonseca lo desengañó de sus propósitos.

—No me refiero al plano, sino al terreno. Vamos allí directamente.

El mayoral les hizo señales para que lo siguieran. El agua discurría a través de un canal excavado en la base rocosa del desfiladero, pegado a los cimientos de la tapia por su exterior. De modo que si se metían en su cauce, podrían acceder hasta detrás de la puerta principal a salvo de las llamas.

—¿Sabéis nadar? —preguntó Sebastián a Qaytu y su paisano.

Asintieron ellos, y los tres se echaron al agua. Un estrecho túnel horadado en la roca permitía llegar hasta la toma del batán. La aceña era reconducida hasta un baluarte de cal y canto, rematado en un armazón de madera. Allí se sujetaba la rueda de la noria, solidaria con un poderoso eje al que se amarraban las dos levas que servían para transmitir su movimiento a los mazos. A cada giro, los levantaba y dejaba caer alternativamente, con gran fuerza.

Sólo podía salvarse aquella tapia a través del agujero que permitía el paso de los ejes. Pero sería imposible hacerlo mientras los mazos siguieran golpeando sin pausa, porque les destrozaría la cabeza al arrastrarse por aquel conducto. El único modo de evitarlo sería arrancar una a una las palas de la noria para que el agua dejara de moverlas y, con ellas, el eje de las levas. De ese modo, lograron entrar los tres.

Dentro del recinto, el calor era sofocante. Una espesa humareda iba cubriendo el obraje, y las llamas se extendían ya por la totalidad de las techumbres. Apenas se podía respirar. Fonseca pidió a sus dos compañeros que lo imitaran, tapándose la boca con un paño humedecido. Luego siguieron a Qaytu, que los condujo a tiro derecho al edificio central, evitando los muros y techos que se desplomaban a su alrededor, envueltos en llamas.

Los defensores huían a la desbandada hacia la puerta trasera. Tuvieron que esperar a que uno de ellos quedara descolgado, y a su alcance, para caer sobre él, desarmarlo y obligarlo a buscar las llaves de los grilletes que retenían a los operarios.

—¿Dónde anda Carvajal? —preguntó Sebastián a su prisionero.

—En la casa —contestó él, señalando al fondo del obraje.

Miró hacia allí Fonseca, y vio que una cortina de llamas había prendido en el forraje de las caballerizas y ahora avanzaba hacia la vivienda y los molinos de la pólvora situados tras ella. Estaban éstos a una distancia considerable, pero el suelo plagado de maleza propagaría el fuego en cuanto sobrepasara la casa.

—¿Cómo puedo llegar hasta allí? —gritó Sebastián para hacerse oír por Qaytu.

Le hizo un gesto el mayoral para que lo siguiera por el interior de uno de los edificios que, milagrosamente, aún se conservaba en pie y con el techo intacto. Lo primero que se encontraron fueron los enfurtidores, amarrados a sus puestos de trabajo. A medida que los liberaban de sus grilletes les daban instrucciones para que, a su vez, soltaran a sus otros compañeros.

En la zona de los tintes pudo rescatar Qaytu a uno de sus hermanos menores, que lo acompañó hasta el galpón de los telares donde estaban sus padres. El espectáculo era atroz. Y también el hedor a excrementos. Allí trabajaban desde niños hasta ancianos en los puros huesos, que apenas podrían tenerse en pie, macilentos y atrofiados. Los más afortunados permanecían sentados sobre un tronco al que estaban atados por cadenas. Pero la mayoría no podía separarse de un tablón muy fuerte que les servía de lecho, con una cadena atravesada para sujetarlos, y que más parecía potro de tortura que lugar de descanso.

Los padres de Qaytu se le abrazaron entre sollozos, hablándole en su lengua. Debieron de preguntarle por su hermano, porque el arriero lo señaló entre los que estaban a salvo, y el muchacho los saludó alzando los brazos mientras se aproximaba corriendo.

Asegurada la liberación de aquella gente, Sebastián no podía esperar más. Tenía el paso libre hasta la casa de Carvajal, a la que habían alcanzado ya las llamas, al ascender por las balconadas de madera de la fachada. Y se dirigió hacia allí espada en mano, pues aún se veían hombres armados. Entre ellos le pareció reconocer a Montilla, de espaldas, huyendo.

La puerta principal de la vivienda le resultó infranqueable. La escalera que la hacía accesible se hallaba envuelta en fuego y los peldaños calcinados por completo.

Sin perder un instante rodeó el edificio, hasta encontrar una ventana que daba a la planta superior. Trató de trepar al alféizar, pero estaba demasiado alto. Buscó algún apoyo con el que salvar aquella distancia, y fue a encontrarlo en el armazón del telar mecánico que trajera Carvajal en el barco, aún sin montar. Lo apoyó contra el muro y de ese modo pudo alcanzar el segundo piso.

Desde allí, con la perspectiva de la altura, vio que el fuego rodeaba la casa y avanzaba ya hacia los molinos de la pólvora. Si estallaban, se provocarían desplomes en el cercano desfiladero, las rocas caerían sobre la casa, y les resultaría muy difícil escapar.

La vivienda en la que acababa de entrar estaba construida en torno a una claraboya central por la que entraba la luz desde el techo, iluminando la caja de la escalera interior. Y a su alrededor se distribuían las habitaciones. Todo el lado frontal estaba en llamas, y rezó para que la mestiza no se encontrara en él.

Se quitó el paño humedecido de la boca para llamarla, gritando su nombre desesperadamente:

—¡Umina!

No obtuvo contestación.

—¡Soy yo, Sebastián! —insistió—. ¿Dónde estás?

Continuó hasta que su voz se quebró con el humo, enronquecida por las toses.

Era una imprudencia: se delataba y perdía toda su capacidad de sorpresa e iniciativa. Pero tenía que saber dónde se hallaba y acudir de inmediato a su rescate antes de que fuera demasiado tarde.