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Yahuar Fiesta

Las negociaciones con los naturales se fueron volviendo más complicadas en las pequeñas pulperías, mezcla de taberna y colmado, donde compraban queso, huevos y cecina. Por ello, tuvieron que detenerse en Huanta más de lo deseable, para reponer provisiones y averiguar si Carvajal había pasado por allí.

—Ni rastro —informó Gálvez a Fonseca—. Han esquivado la población.

—Y nos habrán sacado ventaja otra vez —añadió Sebastián apretando los dientes con rabia.

Qaytu les dio a entender que no todo estaba perdido. A Carvajal le resultaría difícil orillar la ciudad de Huamanga, por la necesidad de franquear la Quebrada Honda.

Partieron de inmediato. Pero su mala suerte quiso que al entrar en aquella ciudad se toparan de frente con la procesión del Corpus. Era interminable, como correspondía a la categoría del lugar, con más de veinte iglesias y un pingüe obispado y catedral. Allí estaba todo el curato y cabildo, con gruesos cirios de los de a cinco libras, y no de sebo, sino de la mejor cera.

Hubieron de apartar sus cabalgaduras para asistir al inacabable desfile. Primero, de los notables de la ciudad. Luego, las ruidosas cofradías, que portaban sus estandartes al ritmo de tambores, cascabeles y gran despliegue de charangos, instrumento en el que los huamanguinos no tenían rival. Tras los cofrades venían las órdenes religiosas, por la antigüedad de su fundación: dominicos, franciscanos y mercedarios.

Una docena de acólitos incensaba alrededor del palio que protegía la custodia de oro. Y cenaba una guardia de alabarderos.

Prosiguieron su camino en cuanto lo hallaron expedito. Atravesaron una región escabrosa, abrasada y estéril, dejando atrás Ocros y Chincheros. En ninguno de aquellos lugares pudieron obtener información alguna sobre la partida de Carvajal, tan refractaria era su actitud. Con todo, fue al llegar a Andahuaylas cuando hubieron de enfrentarse a la mayor hostilidad.

Lo primero que les llamó la atención fue el revuelo organizado a la puerta de la iglesia. La gente se arremolinaba ante un papel clavado en ella. Era un pasquín sedicioso, y no tenía desperdicio, como pudieron comprobar Sebastián y Gálvez.

En él se empezaba arremetiendo sin contemplaciones contra la alianza que en aquel momento mantenían los Borbones españoles y franceses contra Inglaterra, a modo de letanía o parodia de oración, propuesta para quienes acudiesen al templo:

Me ca… igo en la buena unión

de españoles y franceses;

me caigo trescientas veces

en la gran expedición;

me caigo en el espadón

y en la trinchera también;

me caigo en todo ese tren

de morteros y cañones;

y me caigo en los mandones

por siempre jamás, amén.

Y concluía de un modo más que ingenioso exaltando la competente flota y abundancia de navíos en la que nadaba Inglaterra, ensalzada en la primera quintilla:

Na-ves mil en su ensena-da

na-ción fuerte y atrevi-da

na-tural fiereza arma-da

na-cida para temi-da

na-da, na-da, na-da.

Frente a la cual se burlaba de la nadería de España, increpada en la segunda estrofa:

Na-ción triste y afligi-da

na-ves de escuadra arruina-da

na-da ya serás temi-da

na-die te verá ensalza-da,

na-da, na-da, na-da.

—Esto no me gusta nada, nada, nada —coreó Gálvez.

Fonseca no estaba para chistes ni juegos de palabras.

—Vámonos de aquí antes de que estalle algún tumulto.

—Contamos con nuestros fusileros —le dijo el ex sargento.

—No se trata de abrirse paso a tiros. Necesitamos a la gente de esta región para que nos ayude a localizar a Carvajal y a Montilla. En ningún caso deben confundirnos con esos matarifes.

Se mantuvieron muy alerta hasta atravesar una región más tibia y frondosa, surcada por grandes quebradas, entre cañas de azúcar, un sopor erizado de avispas que zumbaban sobre el agrio olor a melaza y bagazo de los trapiches.

Fue al remontar un barranco cuando los vieron.

—¡Ahí están, son ellos! —exclamó Sebastián mientras recorría la partida con su catalejo.

Le dio un vuelco el corazón al reconocer a Umina, vestida de hombre, el cabello recogido bajo un sombrero de ala ancha y copete alto. La flanqueaban Carvajal y Montilla. Y respiró aliviado al ver que parecía encontrarse bien.

Ordenó a la caravana que se mantuviera abajo, escondida en el barranco, mientras estudiaba la situación junto con Gálvez y Qaytu.

El mayoral trataba de decirle algo. No le entendía bien Fonseca, y vino en su auxilio el ex sargento:

—Creo que se refiere a la gente que acude al lugar desde todas partes.

Y señaló las veredas que se abrían paso entre las haciendas, para converger en Abancay.

—Están a punto de entrar en la ciudad —dijo Gálvez.

—¿No hay otro paso?

—No. Lo llaman «el pueblo cautivo», porque está rodeado de haciendas. La única forma de atravesar la vaguada es cruzar su calle principal.

Qaytu sacudió el hombro de Sebastián, para que observase lo que sucedía.

Era muy extraño, ciertamente. Un numeroso grupo de indios rodeaba la partida de Carvajal, hasta impedirle mantener sus monturas al trote. Y los obligaban a entrar en Abancay. La multitud estaba engrosando hasta tal punto que les habría resultado del todo inútil enfrentarse a ellos.

—¿Qué le pasará a Umina? —preguntó Sebastián, al ver cómo también la zarandeaban.

—No tema, a ella no le pasará nada. Carvajal la protegerá.

Al ingeniero no le gustó nada el tono irónico que había empleado el criollo, y que ya había advertido en otras ocasiones al referirse a la mestiza.

—¿Qué trata de insinuar? —se le encaró.

—Quiero decir que cualquier cosa puede suceder con un rehén tan valioso —le replicó Gálvez, ambiguo—. Probablemente irán a su hacienda, que comienza en las afueras del pueblo y termina en el obraje. Pero antes tendrá que atravesar toda la calle mayor para acceder a sus tierras.

Qaytu no respondió. Se limitó a señalar a otro grupo que acababa de sumarse al que había rodeado a la partida de Carvajal, empujándoles para que entrasen en la población. Parecían muy alegres y escoltaban un cano con una jaula.

—¿Qué es eso? —dijo al mayoral mientras le pasaba el catalejo.

El arriero miró a su través y se lo devolvió, mientras imitaba con sus brazos el aleteo de un ave. No le entendió bien Fonseca, y pidió su parecer a Gálvez.

—Es un cóndor —le contestó el criollo—. Debe de tratarse de la Yahuar Fiesta, la fiesta de sangre. Una especie de corrida de toros. No le gustaría. Creo que no debemos entrar ahí.

—¿Y cómo vamos a cruzar? —estalló el ingeniero, furioso—. Llevamos dos semanas persiguiendo a ese canalla, y ahora que lo tenemos a nuestro alcance usted pretende que no hagamos nada. ¿Para qué cree que ha venido con nosotros?

—Está bien —reculó Gálvez, al observar la ira de Sebastián, secundado por Qaytu—. Pero ahora sería inútil, está cayendo el día. Acampemos aquí y entraremos mañana en Abancay.

Así lo hicieron. Y al acercarse al lugar al día siguiente se tropezaron con una fiesta muy distinta a la del Corpus que hallaron en Huamanga. Aquí dominaban por completo los indígenas, que habían bajado de los alrededores hasta llenar la ciudad a rebosar.

Avanzaron entre ellos con grandes precauciones, sorteando las borracheras más concienzudas y entregadas que habían tenido ocasión de observar en todo el trayecto, pues abundaban los vendedores de chicha, la bebida fermentada de maíz.

Se sobresaltaron al escuchar violentas explosiones a su alrededor.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Sebastián.

—Sujete bien su caballo, esto va en serio —le recomendó Gálvez.

Tuvieron que atar corto a sus monturas y apaciguarlas ante aquel inesperado estruendo. Una guía de pólvora zigzagueó por entre ellos, uniendo los castillos de fuegos artificiales y desatando gran cohetería de lagrimilla. Cuando cesaron los estallidos, tras el cohetón de remate, se oyó la llamada de un áspero instrumento de viento, profundamente lúgubre, hecho de cuerno de toro.

Notó el ingeniero que el grupo de indios que acompañaba a aquel pregonero se acercaba a Qaytu para conversar con el mayoral, cuchicheando a su oído. Y lo señalaban a él, a Sebastián, como si parecieran conocerlo, o reconocerlo.

—Deberíamos desmontar —sugirió—. Se nos ve demasiado.

Pero ya era tarde. El arriero se acercó a Fonseca y trató de decirle algo a través de sus peculiares gestos. Como no le entendiera, Gálvez se dirigió a los indios y les habló en su idioma.

—¿Qué sucede? —preguntó Fonseca.

—Además de los abanquinos, aquí hay gentes de otros lugares que conocen a Qaytu y a su familia. Son de una zona que no está lejos, al norte, al otro lado del río. Uno de ellos incluso trabajó con él en el obraje. Nos están proponiendo que nos quedemos a ver la Yahuar Fiesta.

—¿La fiesta de sangre que me ha explicado usted?

—La misma. Les he dicho que dudo que a usted le guste, y que debemos pasar el puente del Apurímac cuanto antes. Pero están empeñados en que se quede.

—¿Por qué me señalan a mí?

—Lo toman por un gran señor, y le proponen presidir la fiesta.

—¿Yo?

—Ya les he dicho que de gran señor nada de nada de nada —dijo Gálvez—. Al parecer, se han quedado sin españoles.

—¿Y Carvajal?

El ex sargento trasladó la pregunta a los naturales, que parecieron bramar indignados.

—Dicen que se ha refugiado en su hacienda —tradujo—. Y que los demás encomenderos no las tienen todas consigo. Entre usted y yo, supongo que ven a la indiada muy levantisca. Además, Carvajal les ha asegurado que él ya ha cumplido poniendo el toro para la fiesta, y que llegaría un encomendero que podría presidirla. Refiriéndose a usted, claro.

—¿Está seguro?

—Eso me temo. Alguien debe de haberle advertido de nuestra presencia.

—Ya. Y mientras esta gente nos retiene, él logra cruzar el puente y lo inutiliza tras de sí, para que no podamos pasar nosotros. ¿Qué pasará con Umina?

Hubo un nuevo intercambio de preguntas y respuestas, al cabo de las cuales el criollo le respondió:

—Creo que toda la partida se ha dirigido al obraje.

—¿El obraje está cerca de aquí?

—Muy cerca.

—Bueno —replicó el ingeniero—. Pues dígales que nosotros también nos vamos para allá.

Intentó Gálvez explicar su actitud a los indios. Fue inútil. Ellos se negaron en redondo.

—No se enfade otra vez conmigo, Fonseca, pero llevan razón. Es que sin un español esta fiesta no tiene sentido.

—¿Y para qué lo quieren? ¿Para mantearlo? Usted avise a sus hombres, porque no tengo ninguna intención de quedarme aquí.

—A sus órdenes —suspiró Gálvez, de mala gana.

Y se volvió hacia sus fusileros para decirles que era mejor abandonar discretamente la calle mayor, junto con Sebastián, Qaytu y el resto de la caravana, tan pronto encontraran una lateral por la que escabullirse.

Lo intentaron. Pero, advertidos de ello los naturales, les cerraron el paso, insistiendo en que no podían faltar a la Yahuar Fiesta.

Antes de que respondieran los rodeó una multitud vociferante, tan espesa que nada pudieron hacer. De hecho, aquella marea humana bloqueó su recua de mulas y los llevó en volandas por la calle principal hasta desembocar en la plaza mayor, donde se había aparejado el corral en el que debía celebrarse aquel sangriento encuentro.

Sólo se detuvieron al toparse con un individuo de aspecto entreverado, entre indio y chapetón. Era muy blanco para lo primero, pero demasiado atezado para lo segundo. La gente se destocó, inclinándose ante él con respeto, dejando por un momento de empujar a Sebastián, quien quedó frente a aquel hombre.

Por su comportamiento altanero, y también por su indumentaria, bien podría ser un noble español. O por su montura, un soberbio caballo que trotaba braceando hasta enseñar la herradura, enjaezado con rico aderezo de realces y docenas de anillos de plata en el trenzado. Los rasgos de aquel sujeto eran los de los naturales, quizá a excepción de los ojos, más grandes. Vestía casaca, camisa bordada y chaleco de tisú de oro, calzones de terciopelo negro, medias blancas de seda, hebillas de oro en las rodillas y en los zapatos. Encima de la casaca llevaba un sobretodo o uncu de lana del país, bordado sobre fondo morado, con las enseñas de sus antepasados. Cubría el pelo largo, enrizado, con un sombrero de tres picos. Y gastaba en el semblante la majestad de un señor natural.

Aquel hombre no separó la vista de Fonseca mientras Gálvez explicaba al oído del ingeniero:

—Es José Gabriel Condorcanqui, el que se hace llamar Túpac Amaru.

«O sea, que éste es el famoso Condorcanqui —pensó Sebastián—. Ése del que tanto hablaban en casa de don Luis de Zúñiga. El tercero en discordia, que ha andado en pleitos tanto con Carvajal como con Umina».

Sin embargo, y a pesar de estas referencias, había algo en él que le implicaba de un modo mucho más personal. Verse frente a aquel hombre era como mirarse en el espejo negro de Umina. Y Condorcanqui parecía compartir su sorpresa. La misma sorpresa, con una sombra de familiaridad y suspicacia, de la mestiza y Qaytu al descubrirle a él, Sebastián de Fonseca, en el teatro de Madrid.

Todo esto se revolvía en su cabeza mientras se veían arrastrados hasta una tribuna.

Frente a ella se alzaba otra, donde sentaron a aquel cacique. Y todavía se sintió el ingeniero más incómodo y agitado cuando Gálvez le hizo saber:

—El puesto que ocupa usted se suponía reservado para Alonso Carvajal.

—¿Bromea?

—Ya le dije que es él quien ha ofrecido el toro —le explicó el criollo—. Así ha conseguido zafarse. Evidentemente, no desea perder tiempo.

—No me extraña que Carvajal no quiera estar aquí. ¡Menudo embolado!

—Le prevengo que la corrida de toros no es al modo español. Hay un toro, desde luego, salvaje, criado en libertad, de ésos que embisten hasta su propia sombra. Y tendrá que enfrentarse a un cóndor cazado de propio para la ocasión.

—El que vimos en la jaula que llevaban en el carro.

—El mismo. Es el animal más sagrado para los indios, junto al puma y la serpiente.

—¿Cómo se las arreglan para luchar un toro y un cóndor?

—Ahora lo verá. La tradición procede de la colonia, pero no la practican los indios al servicio de españoles o criollos. Sólo lo hacen los que viven en sus propias tierras, en las comunidades que ellos llaman ayllus.

—¿Cuánto tiempo nos va a llevar?

—Nunca se sabe. Depende de lo que tarde el cóndor en vencer al toro.

—¿Cómo sabe que ganará el cóndor?

—Es lo que suele suceder. Tras ello es paseado en triunfo por el pueblo al compás de la música y luego lo liberan para que vuele hasta las cumbres, protegiendo al pueblo.

—¿Y si gana el toro?

—Rece todo lo que sepa para que no suceda eso. Si el cóndor sufre heridas de gravedad o, peor aún, llega a morir, es una señal de desgracia. Y ya están bastante alterados los ánimos.

Callaron al advertir la presencia del cohetero. Prendió éste la mecha, silbó la caña hacia lo alto y reventó para señalar la suelta de los animales. Se alborotó todo el entablado de madera que rodeaba la plaza mayor, se agitó la muchedumbre aglomerada en las cercas y se abrió la puerta de toriles.

El animal irrumpió en el coso corneando a diestro y siniestro. Sobre su lomo iba un cóndor, sujeto mediante unas argollas que le permitían valerse de las garras y del pico. Encadenado de esa forma a su víctima, se convertía en una con ella. Asustado por los cohetes, el trotar de su montura y el griterío de la muchedumbre, se revolvía de un lado a otro, y trataba de mantener el equilibrio batiendo las alas y clavándole en el lomo las garras y un pico que cortaban como guadañas.

Desesperado por tan temblé castigo, el toro corría enloquecido de aquí para allá, arremetiendo contra todo lo que encontraba. No tardó en quedar cubierto de sangre por completo, ofreciendo un espectáculo que impresionó vivamente a Sebastián.

Salieron entonces unos jóvenes indios, desnudos de cintura para arriba, vestida la cabeza con los colores de su comunidad, sin otro capote que algún mal poncho, o a cuerpo gentil, para esperar la embestida y hacer el quite, quebrando en el último momento. Y cada demostración de valor parecía dedicada a los palcos presididos por Fonseca, por un lado, y Condorcanqui, por el otro. No hacía falta saber quechua para entender que este apellido del cacique se refería al ave sagrada de los incas. Frente a frente, los dos hombres se acechaban lanzándose miradas furtivas por encima de la sangre derramada. Como si ésta les uniera, pero, a la vez, la recelasen.

Sebastián empezó a experimentar un extraordinario malestar. No sólo era la temblé violencia, que abominaba desde que vio su primera corrida en España. Era también el sentirse diana de aquellas miradas. El modo en que la confrontación del cóndor contra el toro traducía la lucha y resistencia de los invadidos contra el invasor. Pero incluso eso no agotaba la profunda desazón que aquello le producía, taladrándolo hasta lo más íntimo. Era algo que sentía revolverse en su propio interior, trasladándole hasta los tuétanos aquel feroz e implacable choque de sangres.

En semejante entrecruce de sobrentendidos era imposible no percibir el desquite de los indios, a tenor de lo que le iba explicando Gálvez. El cóndor, que volaba en libertad sin acatar fronteras ni lindes, se enfrentaba al toro en el que delegaba el encomendero, poseedor de la hacienda vallada y apropiada. Y la sangre vertida, fundamento de aquella fiesta, venía a ser un tributo a esa Madre Tierra, la Pacha Mama, para traspasarle su fecundidad, restituyéndole lo que legítimamente le pertenecía.

Se le hizo interminable la duración de aquel suplicio. Toro y cóndor fueron aneados una y otra vez, hasta que ambos quedaron exhaustos. El toro, lleno de desesperación, se refugió en un rincón con la lengua fuera, bañado en espuma, coceando en el suelo y arañándolo con su pezuña. Cubierto de cuajarones de sangre, lanzó un bramido que atronó la plaza. Empezó a tambalearse. Hubo intentos de los indios por apuntalarlo, pero nadie pudo frenar el desplome de aquella mole ensangrentada, que cayó sobre su costado, aplastando al cóndor.

Se produjo un momento de suspenso y estupor, de absoluto y pasmado silencio. Para cuando las miradas quisieron volverse hacia la tribuna del encomendero, la que ocupaba Sebastián, Qaytu ya había reaccionado. No quiso perder el tiempo calibrando lo que se avecinaba. Desde el mismo momento en que lo adivinó, hizo gestos a sus hombres para que trajeran las monturas y los arrieros se situasen tras la tribuna.

Gálvez se inclinaba ahora hacia Sebastián para decirle: —Por una vez, haga lo que le digo sin preguntarme nada. Vuélvase, busque a Qaytu, vaya a su encuentro y monte en el caballo que le ha traído. Tenemos que abandonar el lugar, y no debe parecer una huida.

Pero de poco les valieron tantas precauciones. Los indios ya los rodeaban por todas partes, sin dejar que se movieran ni una pulgada.

—Le dije que nunca debíamos entrar en este lugar —le advirtió Gálvez, siempre tan oportuno.