El Despoblado
Cuando todo estuvo dispuesto, emprendieron el viaje hacia el sur, ceñidos a la costa. Perdida de vista la vega del Rímac, la ruta se prolongaba sobre un arenal desértico.
Al hacerle ver el criollo Gálvez lo salitroso del terreno, sus pastos ralos y poca agua, Sebastián decidió que en lugar de recalar en Chilca continuarían hasta el vecino pueblo de Mala, ganando así cinco leguas. Qaytu no objetó, porque lo sabía provisto de buenos alfalfares. Pero ya entonces pudo notar Fonseca que el mayoral no se llevaba bien con el ex sargento.
No hubo novedad en el trayecto de Asia a Llangas, donde los puentes colgantes que franqueaban el paso de los ríos estaban bien mantenidos. Las gentes eran hospitalarias, acostumbradas a ajustar precios racionales y en su punto. Al llegar a Viñac coincidieron con otras caravanas dedicadas a llevar hasta Huancavelica frutas y hortalizas. Era aquél un trajín fatigoso, entre altas sierras nevadas. Empezaron a escasear los pastos, reducidos a los resecos pajonales de ichu propios de la puna rígida, duros y pinchosos como agujas.
Recién entrado en ellos se agradecía el aire alto y frío que purificaba los pulmones. Mucho tenía de majestuosa la devastada soledad de aquellos parajes. Pero pronto decayó la atmósfera hasta dar en enrarecida y seca. Cualquier movimiento fatigaba. Y al ser engullidos por el Despoblado, la vida pareció volverse más lenta y esquiva. Sólo los cóndores en lo alto, señoreando el azul purísimo, acerado y resuelto. O algunas vicuñas huidizas que vagaban en pequeños grupos bajo la vigilancia de un macho que a la menor señal de alarma daba una patada y silbaba con un extraño relincho, poniendo a toda la carnada en fuga.
Apenas se percibía la presencia humana. Aquí y allá, algunos senderos, amojonados por las apachetas, montículos de piedra que iban dejando los viajeros. Muy de tarde en tarde, las ruinas de algún refugio al que arrimarse al caer la tarde. Entonces se sentía el frío con toda crudeza, y al amanecer colgaban carámbanos en los regatos y se esparcían las costras de hielo sobre las rocas salpicadas por el agua. Notó Sebastián la hinchazón de manos y labios, junto a la acometida del mal de altura.
Al iniciar una nueva subida, aumentaron las dificultades. La vereda estaba jalonada por carroñas de monturas que no habían podido soportar el esfuerzo. A la vera del camino, unos cóndores daban buena cuenta de los despojos de una mula despeñada. Los rodeaba un resignado corro de buitres reales, de menor alzada y envergadura, que no se atreverían a meter sus picos hasta que aquéllos hubiesen terminado y les cediesen el turno.
Todas ellas eran señales inequívocas de que se hallaban en el mismo corazón del Despoblado. Aumentó la altura, volviendo el viaje aún más agotador. A partir de aquel momento apenas tendrían otro refugio que cavernas, y durante buena parte del trayecto no encontrarían pastos, agua ni leña. Una tormenta que viniera mal dada podría costarles la vida.
Tuvieron que avanzar contra una ventisca helada y cortante, que azuzaba contra sus cuerpos agujas de arena junto con un granizo duro y menudo, hasta sentir el rostro acribillado por el frío. Pronto, la cellisca y la falta de luz les impidieron distinguir la senda en el suelo. Sebastián no se encontraba bien. El soroche o mal de altura hacía mella en él, provocándole mareos que le desmadejaban los sentidos. Y cayó del caballo, inconsciente, al remontar una loma muy combatida por el viento. Qaytu ordenó a sus arrieros que lo recogiesen, apremiándoles para alcanzar lo antes posible el próximo refugio. Y el ingeniero lo habría tenido muy mal caso de no llegar al tambo.
Éste se reducía a un edificio bajo de piedra y baño, techado con pasto ichu y flanqueado por un corralejo cercado de piedras sueltas, donde se recogían por la noche las mulas y recuas de llamas. La angosta entrada se cenaba con una hoja de cuero sin curtir, el suelo era de simple baño, con una mesa y un banco desportillados. Los indios que ya se habían instalado les hicieron un sitio junto a su hoguera de estiércol seco. Estaban tumbados sobre sus zaleas, pieles de vicuña que usaban como yacija, extendidas alrededor del fuego.
Lo primero que negoció Qaytu fue su aportación al combustible. Sólo quedaba una reserva de cardos, que el mayoral desechó, por despedir mucho humo. En su lugar, compró a los arrieros una carga de la madera de durazno que transportaban. Muy cara, pero excelente para hacer fuego. Les repartió luego un odre de aguardiente. Tras ello se puso de inmediato manos a la obra, preparando un chupe, caldo picante con chuño de papa seca, algunos tropiezos de calabaza, habas, ají, queso de Paria y chalona, una cecina de oveja machorra. Y se ocupó de suministrar a Fonseca algunas hojas de coca para que las fuese mascando, dándole preferencia junto al fuego y a la hora de la comida.
Mientras tanto, Gálvez conversaba con aquellas gentes, que venían del Cuzco. Tenía buena mano con los naturales, pues hablaba bien el quechua y, a pesar de ser blanco, no le recelaban los indios. Su condición de criollo nacido y asentado en el país le permitía tratarlos con naturalidad. Aunque era un poco suelto de lengua, se las arregló para llevar la charla de tal modo que pudo sonsacarles suficiente información. Sin nombrarlos, le dieron una idea de por dónde podrían andar en ese momento Carvajal y Montilla.
Luego, el ex sargento se acercó hasta el lugar donde yacía Sebastián para ponerlo al corriente.
—Esos hombres dicen que los caminos están bastante bien. El problema es que en algunos lugares anda la gente revuelta.
—¿Se han encontrado con la expedición de Carvajal y Montilla?
—Creo que sí. Hablan de una partida de unos cincuenta hombres, y uno de los jefes lleva un gran perro negro. Es el mastín de Carvajal.
—¿Y Umina? ¿Ha averiguado algo sobre Umina? —le preguntó, ansioso, el ingeniero.
—No han visto ninguna mujer.
—¡Eso no puede ser! —dijo Sebastián, alarmado.
—Cálmese. No se habrán atrevido a matarla.
—¿Cree que sigue viva?
—Lo único que me han dicho es que en la partida no va ninguna mujer.
—¿Nos llevan mucha ventaja?
—Unos dos días.
—Es la que nos llevaban de salida. Tenemos que forzar la marcha —insistió Fonseca.
—Imposible ir más rápido. Fíjese en usted mismo. Está al límite de sus fuerzas.
—Puedo aguantar.
—No podrá. Créame.
—¿Qué sucederá si llegan al puente sobre el río Apurímac antes que nosotros?
—Cualquier cosa. Témase lo peor.
—Ya, pero usted ¿qué haría en lugar de Carvajal?
—Lo cortaría, para obligarnos a dar un rodeo que nos supondría una semana más de viaje.
A Sebastián le costó conciliar el sueño. ¿Qué le habría sucedido a Umina? ¿Por qué no iba en aquella expedición? Sacó el espejo de obsidiana. Observó su imagen en él, febril y temblorosa, oscura y desvaída. Repasó todas las posibilidades, y las encontró tan espantosas que trató de alejarlas de sus pensamientos. Luego cayó en un profundo letargo, abrazado a aquel objeto que conservaba el imborrable olor de la mestiza, el imperceptible trazo de sus gestos.
Por la mañana se despertó con gritos. Era Gálvez, que discutía con Qaytu. Éste no podía responderle, pero dio a entender por gestos a Fonseca lo que sucedía.
Estaban rodeados por la escarcha, que se había abatido sobre todos sus enseres en el exterior, dejándolos tiesos como la mojama. Qaytu prefería esperar a que el sol templara algo la atmósfera, y Gálvez quería ponerse de inmediato en camino, aprovechar la luz para manejarse por entre aquellos resbaladizos congostos.
Con harto dolor de su corazón, Sebastián hubo de dar la razón al criollo, y sintió en el fondo de la mirada del mayoral aquel poso de amargura que sólo Umina sabía apaciguar. Porque estaba seguro de que Qaytu había retrasado la marcha pensando en la recuperación del mal de altura que lo atenazaba.
Mientras cabalgaba junto a Gálvez, el ex sargento se empeñó en enconar la herida.
—Qaytu es terco como esa mula que siempre lleva. Cuando se le dan alas a estos indios, se comportan como los burros garañones. ¿Sabe cómo logran cruzarlos con las yeguas?
Fonseca se encogió de hombros. No le gustaba el tono de aquella conversación. Pero el criollo prosiguió:
—Lo más difícil es conseguir que un burro se sienta un caballo. Hay que tomar a una yegua a punto de parir y encerrarla en un lugar oscuro hasta el momento del parto. Entonces los mamporreros le quitan el potrillo, lo matan y desuellan. Visten con su piel a un asno recién nacido, y lo llevan a presencia de la yegua. En la oscuridad, engañada por la piel, lo toma por su hijo, y lo cría sin repugnancia. Pasado algún tiempo, se abre la caballeriza a la luz. Para entonces, ya ha sido adoptado. Y se comporta como un caballo. Tan metidos en su papel están estos pollinos sementales que desprecian a las burras a pesar de ser sus hembras naturales, y las que les habrían correspondido por su especie.
Sebastián cruzó su montura contra la del criollo y se le encaró:
—Escúcheme bien, Gálvez, porque no se lo voy a repetir. Es la última vez que discute usted con Qaytu delante de los demás hombres. El no puede contestarle, y usted no tiene por qué desautorizarlo. Si disiente de algo, se lo dirá delante de mí, a solas los tres. Y asegúrese de no volver a referirse a él en los términos en que acaba de hacerlo. ¿Ha quedado claro?
—Muy claro, señor de Fonseca.
Mientras veía alejarse al ex sargento, de nuevo echó de menos a Umina, lamentándose: «Ella lo habría sabido arreglar mejor, estoy seguro. Tiene más mano para estas cosas. Ahora me he creado un nuevo enemigo. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?».
Tampoco él era así. Sabía bien cuan nefasto resultaba que los mandos anduviesen divididos. Llegado el momento de enfrentarse a un adversario, en vez de reaccionar como un solo hombre, afloraban esas querellas. Le traicionaban los nervios y la ansiedad al pensar en el peligro que coma la joven, estuviera donde estuviese.
«Si es que aún sigue viva», pensó. Y de inmediato intentó alejar aquella idea.
Ahora que estaban bajando hacia los valles y empezaba a ceder el mal de altura, no podía apartarla de sus pensamientos. Umina le había hablado de la inabarcable variedad de aquel país, de los contrastes entre la abrasada costa desértica que veían desde la cubierta del paquebote y la heladora montaña del fondo, con sus continuos cambios de clima.
Pensaba hasta entonces en España como un país difícil de comunicar. Pero el paso de Despeñaperros le parecía un juego de niños al lado de cualquiera de aquellos desfiladeros. Allí la Naturaleza trabajaba a una escala inimaginable para un europeo. Los desiertos competían con el Sahara, y las altísimas y desoladas planicies con los Alpes. Todo era más gigantesco y salvaje. Los ríos, hondos y de gran correntada, se precipitaban desde las cumbres con increíble furia a través de profundos barrancos, quebradas vertiginosas, tajos insalvables. Y todo esto, que en otras circunstancias lo habría distraído de sus preocupaciones, ahora le llevaba de regreso a Umina.
A juzgar por la hondonada que se abría ante ellos, estaban entrando en terreno más propicio y de clima más templado. Descendían ya para encaminarse a Huancavelica por una ruta frecuentada, servida por mejores refugios y tierras. Empezaron a vislumbrar pequeñas aldeas que vivían de sus precarios cultivos y comedidos rebaños de llamas, y también gansos, patos o gallinas acuáticas. Cesó entonces la hostilidad de la Naturaleza, pero apareció en su lugar la de la población. No podían encontrar sitio donde pernoctar. Se estrellaron ante aquellos impasibles indios, firmes y estoicos en sus insondables fatalidades.
Incluso a Qaytu y a Gálvez les costó entender en un principio este cambio de actitud. Hasta que un anochecer llegaron a una aldea que encontraron en gran silencio. Tanto, que en un principio la creyeron desierta. Cuando se internaron en ella, vieron que no era así. Sus habitantes estaban escondidos, y en varias de las casas hallaron heridos. Uno de éstos les contó que habían sido atacados el día anterior por medio centenar de hombres. Y por las señas y trazas que les dieron se trataba de la partida de Carvajal y Montilla.
—Esto suena a un escarmiento —aseguró Gálvez—. Es una de las tareas habituales de Carvajal, descabezar aquellos lugares más señalados por sus enfrentamientos con los abusos de los encomenderos.
—¿Y por qué ha atacado este pueblo?
—Le habrán dado una lista en Lima, o se irá informando por el camino, a través de los hacendados.
—Pregúnteles si iba con ellos una mujer.
Así lo hizo el criollo, en su fluido quechua, describiéndoles a Umina. Todos negaron con la cabeza.
—¡No puede habérsela tragado la tierra! ¡Esto es desesperante! —se lamentó Fonseca.
Prefirieron no dormir allí, sino en un tambo solitario, poco provisto, pero fácilmente defendible, por su situación elevada, los muros que lo rodeaban y una sólida puerta.
Descansaban de la fatigosa subida, habían cenado y ya se disponían a acostarse cuando, en plena noche, oyeron relinchar a las caballerías y el grito de «¡alto!» que dio uno de los hombres de guardia.
Al salir vieron a un personaje extraño. La luz de la hoguera iluminaba su cabello largo y enmarañado, un estropajo blanqueado por el sol y la intemperie. Los ojos, de aspecto enloquecido, estaban profundamente hundidos, y la piel se apergaminaba sobre un cuerpo flaco hasta dar en esquelético.
—Soy cachicamayo —dijo a modo de excusa por su aspecto.
—Un salitrero —tradujo Gálvez a Sebastián, en voz baja junto a su oído para que no lo oyera aquel hombre—. Es un oficio sucio y despreciado por los vecinos.
Venía a refugiarse allí porque iba de paso, a denunciar que le habían robado su salitre, ya apalabrado para entregarlo a las autoridades que administraban el estanco monopolizador de aquel producto.
—¿Se ha encontrado con una partida armada de unos cincuenta hombres? —le preguntó Sebastián.
—Sí, pero no me dieron buena espina. Los vi de lejos y me escondí, para no tropezármelos.
—¿Iba con ellos una mujer?
—¿Una mujer…? ¡Claro, ahora lo entiendo todo! —respondió el salitrero.
—¿Qué es lo que entiende? —insistió el ingeniero, acercándose a él.
—Yo estaba entre unas cañas, cerca de un arroyo. Y vinieron dos hombres hasta el río. Uno iba armado. El otro no. Me extrañó que el uno pareciese vigilar al otro. Sobre todo cuando se empezó a quitar la ropa para lavarse y le pidió que se alejara. Tenía la voz muy fina para ser un soldado, me pareció. Y el cabello muy largo cuando se quitó el sombrero. Y su cuerpo, incluso visto por detrás, no parecía el de un hombre. No pude ver más, porque el vigilante armado vino hacia la parte en que yo estaba escondido.
—O sea que llevan a Umina vestida de hombre. Se nos debería haber ocurrido —dijo Sebastián. Y dirigiéndose al salitrero, añadió—: ¿A qué distancia fue eso?
—A media jornada de aquí.
Le ofrecieron comida mientras Fonseca y Gálvez hacían un aparte para comentar el caso.
—Lo que cuenta este hombre no me gusta nada —dijo el ex sargento—. ¿Sabe por qué está sometido el salitre al monopolio real?
—Porque es un componente de la pólvora.
—Exactamente. Basta con añadirle azufre y carbón, que son más fáciles de conseguir. Cuando andan robando salitre es que alguien está tramando algo gordo.
A pesar de que se levantaron con el alba y forzaron la marcha, no consiguieron avistar la partida de Carvajal en todo el día. Y la noche los sorprendió tan de improviso que se vieron obligados a buscar albergue en una pequeña aldea.
Lo habrían pasado mal de no ser por el cura. Era un hombre joven, diligente y hospitalario, a quien los naturales respetaban. Y ante la negativa de sus parroquianos a alojar forasteros les ofreció él la casa parroquial. Estaba pegada a una iglesia de traza más bien desgalichada, con un campanario pequeño pero peleón, bien curado de terremotos y otros espantos.
Invitó a Sebastián y a Gálvez a compartir con él su escasa cena. Fonseca le preguntó si podía acompañarlos también Qaytu. Pero el mayoral declinó el ofrecimiento, prefiriendo comer con el resto de los arrieros. Mientras comentaban lo sucedido, preguntaron al sacerdote por la partida de Carvajal y Montilla.
—Por aquí no ha pasado ninguna banda armada.
—Deben estar evitando las poblaciones —afirmó Fonseca.
—No me extraña —dijo el cura—. Y ustedes deberían hacer lo mismo.
—Podemos defendernos —aseguró Gálvez.
—Lo dudo, si es cierto lo que me recelo. Cuando terminen de cenar les mostraré que no son imaginaciones mías.
Tras el frugal refrigerio les pidió que lo acompañaran al interior del templo, ya engalanado para los preparativos de la próxima fiesta del Corpus.
—¿Qué creerán que me he encontrado hoy mismo en la capilla de Santiago? —les dijo mientras se encaminaban hacia ella—. Miren esta imagen.
Señalaba la que presidía el altar lateral, guarnecido con piedra translúcida de Huamanga. Mostraba la talla un paladín bien barbado, un caballero sobre una montura blanca enjaezada con plumas. Iba tocado el santo con morrión de conquistador, la espada en una mano, la rodela y el pendón con la cruz en la otra, atropellando y derribando por tierra a un rey o noble inca investido de todos sus atributos. Para que no quedasen dudas respecto a su actitud, el estribo y el pie con espuelas del jinete se apoyaban sobre la cerviz del indio, amorrándolo contra la tierra hasta hacerle morder el polvo.
—Es Santiago Matamoros, ¿no? —aventuró Fonseca.
—Mataíndios —le corrigió Gálvez.
—¿Por qué le han atado las manos? —preguntó el ingeniero señalando la cuerda que rodeaba las de la talla, bien llena de nudos.
—Dicen que durante la conquista de Cuzco se apareció Santiago el Mayor para ayudar a los españoles. Desde entonces los indios lo temen. Y cuando sienten que arrecian las hostilidades tapan o maniatan sus efigies, para que el santo no pueda volver a las andadas
—Esto confirma lo que nos dijo el salitrero —afirmó Gálvez—. Se está preparando algo gordo.
—Y Umina se va a encontrar en la peor situación, entre dos fuegos —dijo Sebastián.
—Como todos los mestizos —sentenció Gálvez.
Iba a añadir el criollo alguna inconveniencia más. Pero calló al reparar en la mirada con que lo fulminaba Fonseca.