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Carvajal

Luis de Zúñiga no conseguía calmar a Sebastián, que se paseaba arriba y abajo junto a la valla de la tablada. Tras ellos, reponían fuerzas veinte hombres armados. A su frente se encontraba el criollo Gálvez, un antiguo sargento de tropa que ahora vendía su experiencia al mejor postor. En circunstancias normales, no habría sido la primera elección de don Luis. Pero la suya era la única patrulla que se disponía a partir hacia Cuzco, para reforzar las medidas de seguridad de aquella ciudad. Y lo apalabró mediante una sustanciosa recompensa, con el compromiso de acompasar su marcha a la de la caravana.

Fonseca llevaba tres días entrenando junto con los arrieros, sin tomarse un respiro. Había logrado que fueran capaces de una aceptable coordinación, para proteger la comitiva.

—Debería descansar —le recomendó Zúñiga—. Está usted agotado.

—No tenemos tiempo. ¿A qué esperamos? —le respondió el ingeniero.

Se refería a los últimos preparativos de Qaytu, abreviados al máximo para salir de inmediato tras Carvajal y Montilla. Les llevaban dos días de ventaja. Y, sobre todo, tenían a Umina en su poder, tras capturarla en el colmado, mientras compraba las provisiones. Sus secuestradores no tuvieron ningún interés en aprehender al escolta. Lo dejaron libre para que les comunicase la noticia.

—Cada hora cuenta —insistía Sebastián.

—Sabe muy bien que pienso como usted, pero cualquier descuido ahora lo pagarán muy caro por el camino, créame. Es mejor que se centre en aprender el funcionamiento de la caravana. No tiene nada que ver con una columna militar.

Señalaba a Qaytu, quien en el ejercicio de sus funciones de mayoral estaba a punto de concluir la selección de medio centenar de mulas, asignándolas a una treintena de arrieros. Iba revisando con todo cuidado las monturas, aprobando unas y desechando otras, sin que a primera vista se apreciaran sus razones.

—¿Por qué ha separado ésas? ¿Es que no las encuentra buenas? —preguntó Fonseca, impaciente, refiriéndose a las que se apiñaban en un corral.

—Esas mulas son demasiado jóvenes —le respondió Zúñiga—. Para soportar un viaje tan duro han de tener al menos cuatro años.

—¿Y aquéllas que pastan entre la alfalfa? Bien las podía haber tomado, habríamos acabado y ya estaríamos de camino.

—Deben reponer fuerzas otro medio mes, porque hicieron el viaje hace poco.

—¿Y esas otras? —remachaba el ingeniero al ver unas ya aparejadas que se llevaba otro transportista.

—Esas valen para aquí abajo, pero no para la sierra. Las criadas en estos valles arenosos de la costa se lastiman en las alturas, que son de firme duro, se fatigan al subir las cuestas, y las bajan peor, despeñándose a menudo. Su vida va a depender de ellas.

Cuando Qaytu hubo terminado la selección de las mulas, quiso ir a su encuentro Sebastián para urgirlo. Pero Zúñiga lo retuvo por el brazo.

—Aún no ha terminado. Déjele hacer, estará listo en media hora. Y aprenda cómo se maneja una mula, que no estará de más.

El mayoral acababa de tomar un lazo en una mano y en la otra un poncho, preparándose para lidiar con una acémila de gran fuerza y alzada, a la que no había modo de reducir.

Enseñaba el animal sus largos dientes amarillentos, tiraba bocados amenazadores y daba corcovetas, coceando tan recio que de alcanzarlo le hundiría las costillas. Qaytu se apartaba con tiento, pero tan pronto bajó la guardia aquella mula montaraz, él volvió a la carga hasta arrinconarla contra una esquina del corral, donde la enlazó y cubrió la cabeza con el poncho para privarla de la vista. Trató ella de brincar, y en cuanto estuvo en el aire, se le abalanzó el indio, abatiéndola al suelo con violencia. Antes de que se recuperara de aquel tremendo porrazo, hizo seña a sus peones para que la amarraran de pies y manos, mientras él le sujetaba la cabeza y la encabestraba. Rebullía el animal, bramaba como un toro, daba cabezadas en el suelo hasta sangrar por ojos y dientes, de un modo tal que impresionaba.

La soltaron luego, aunque sin desencabestrarla. Tan pronto como se hubo levantado comenzó a dar saltos y tirar coces. Qaytu la dejó hacer en un principio. Y, de pronto, cuando la mula ya no se lo esperaba, se abalanzó de nuevo contra ella y volvió a arrojarla al suelo con la misma violencia inusitada, hasta que el animal resolló como si estuviera herido de muerte. Pero habría sido gran error descuidarse. Aún quiso rehuir el sometimiento, y el propio mayoral sabía que su trabajo no quedaría completo si no la montaba.

Rehusó Qaytu unas espuelas de las llamadas nazarenas que le tendía uno de los peones. Prefirió usar de la suavidad o la rudeza según iba entendiendo el instinto y propósitos del animal. Y cuando juzgó que se le habían quebrado las intenciones cimarronas, la fue soltando con tiento. Pero aún no dio a la conversa por sobada, que es como llamaban a las mulas que, sacadas del asilvestramiento, estaban en condición de servicio. Antes, la escaramuceó un poco, hasta que cabalgó a media rienda y a su entera satisfacción. Sólo entonces la restituyó a la recua de mulas, todo aquel concilio asnal que había seguido el trance con callado sobrecogimiento.

—¿Ha visto? —preguntó don Luis a Sebastián—. Nadie sino Qaytu sería capaz de hacer algo así.

—¿Y qué necesidad hay de cargar con un animal tan rebelde?

—Él nunca se iría sin Cerrera. La ha criado desde que era potranca, la sacó de una mina donde las meten casi recién paridas, porque luego no caben por las embocaduras, de estrechas que son. Una vez que entran, se pasarán allí el resto de su vida sin volver a ver la luz del sol ni respirar el aire libre, arrastrando cargas hasta que se mueran. Ambos son uña y carne. El problema es que si la deja largo tiempo sin montar, como ha sucedido ahora con su viaje a España, se le asilvestra, y ha de volver a domarla. Ella quiere comprobar si su dueño se ha reblandecido, o sigue siendo quien manda.

—Bien podía haber tomado otra.

—Ésta no es como las demás —le contestó Zúñiga—. Tiene un gran instinto para encontrar el mejor sendero. Las demás mulas parecen advertir esas cualidades, y la siguen a ciegas. Ponga a Cerrera delante de la recua y tendrá hecho medio camino.

—¿Dónde aprendió Qaytu tanto sobre estas bestias?

—En un obraje, una fábrica de tejidos. Allí es donde seguramente tratarán de llevar ahora a Umina.

—No le entiendo.

Y como viera don Luis que tan pronto había sacado a relucir a la mestiza recuperaba la atención de Fonseca, añadió:

—No le han dicho nada, ¿verdad?

—¿Sobre qué? —se extrañó el ingeniero.

—Creo que debería conocer un poco a Carvajal dado que va a enfrentarse a él. Yo estoy tan preocupado como usted. Pero antes de volver a Umina, déjeme que le hable de él, de ese obraje y de Qaytu. Aún tenemos un cuarto de hora.

Le contó cómo los padres del mayoral, unos modestos indios que no podían alimentar a todos sus hijos, pusieron al primogénito, Qaytu, a trabajar en el obraje La Providencia, cerca del río Apurímac. Por aquel entonces, la fábrica de paños la regentaba la Compañía de Jesús. Y allí lo tomó a su cargo el administrador, el padre Lucas, que apreció la buena disposición del muchacho, enseñándole a leer y a escribir.

Aquel jesuita pronto se dio cuenta de que ganarían mucho más con los géneros que tejían si aportaban ellos mismos las materias primas y distribuían los productos elaborados, convirtiéndose en proveedores. Entendió también que el futuro del transporte estaba en las mulas. El problema era que iban caras, porque se criaban lejos, en los pastos cerca de Buenos Aires, y luego se las llevaba a invernar a las pampas de Salta y Tucumán, donde costaban mucho menos que después de remontar hacia el norte, al altiplano central, Cuzco o Huamanga. De modo que empezó a viajar al sur para comprar recuas en los criaderos. Y se llevaba consigo a Qaytu, quien a los diecisiete años ya era un gigantón, un compañero de viaje que le protegía, y al que se le daban bien los animales.

Allí se familiarizó con las acémilas. Se bregó en Salta, donde cada mes de marzo se arma gran feria, juntándose más de sesenta mil mulas. Él y el padre Lucas se llegaban hasta allí y compraban unas quinientas. El administrador retenía para el obraje entre ochenta y cien ejemplares. Otras las vendía a arrieros de los fundos rústicos del valle de Cuzco. Con el margen de ganancia, le salían gratis las adquiridas para el obraje.

Luego, el padre Lucas convocaba a los muleros, burreros y peones de las proximidades y le confiaba a cada cual su recua, según el número de las que éstos podían hacerse cargo. Así podían convertirse en arrieros por cuenta propia, primero dependientes del obraje, con el cual quedaban en deuda. Pero luego podían independizarse a medida que iban saldando el anticipo gracias a su trabajo de transportistas. El trato y las condiciones que les daban los jesuitas eran tan favorables que la mayoría de ellos preferían seguir vinculados al obraje La Providencia, que, haciendo honor a su nombre, se convirtió en un foco de prosperidad para la comarca. Atrajo indios de los alrededores y levantó no pocas envidias y recelos entre otros hacendados, por el poder y pujanza que fue cobrando y el mal ejemplo que, según ellos, daban los jesuitas al tratar de modo tan ventajoso a aquellas peonadas.

Qaytu empezó siendo uno de los arrieros pobres, con apenas seis acémilas. Pero no tardó en tener una apreciable recua, que le permitía comprometerse en fletes más capaces, transportando lanas o tejidos. Su aspiración era tener dos piaras de acémilas, para establecer rutas fijas, bien servidas. Y esto todavía gustó menos a algunos encomenderos, que sobrellevaban mal lo que hacían los jesuitas, pero en modo alguno podían permitirlo tratándose de un simple indio, por si su ejemplo cundía.

—Así fue como entró en contacto conmigo y el padre de Umina… En fin, abrevio. Llegó el año mil setecientos sesenta y siete, y con él la expulsión de la Compañía de Jesús.

En un principio, siguió contando don Luis, se hizo cargo del obraje la Junta de Temporalidades, comisionada para administrar los bienes y patrimonio de los jesuitas. Y se mantuvieron los compromisos con los arrieros, para que pudieran pagar su deuda mediante los fletes de sus transportes. Qaytu vio en ello la salvación, porque era hombre emprendedor y se había ido haciendo con muchas mulas, endeudándose más y más.

Todo cambió al irrumpir en escena Alonso Carvajal, hombre acostumbrado a fabricar su casa y hacienda con las ruinas de su nación. El tenía propiedades en aquellas tierras, y había sido de los más recelosos del auge de los jesuitas, encabezando la resistencia de los encomenderos, de los que ya se postulaba como gerifalte. Ahora veía llegado el momento del desquite. Gracias a sus manejos y sobornos en Lima, consiguió hacerse con La Providencia y sus terrenos por una verdadera ganga, amenazando al administrador de la Junta de Temporalidades. No sólo adquiría así uno de los mejores obrajes del Perú, sino que podía meterse de lleno en el negocio del transporte de mulas, en el corazón de la ruta que unía Lima con Cuzco y Potosí.

—Para ello necesitaba una importante financiación. Entonces fue cuando se arrimó al padre de Umina, Santiago de Silva, mi socio. Por aquel entonces, ninguno de los dos conocíamos la verdadera catadura de Carvajal. Y éste es un hombre que puede resultar encantador cuando quiere. Frecuentó la casa de don Santiago en Cuzco, ganándose su voluntad y la de Uyán, la madre de Umina.

Sebastián no pudo ocultar su sorpresa:

—¿Ese canalla llegó a intimar con los padres de Umina?

—Hasta que empezó a interponerse Qaytu. Éste se mantenía en contacto con el único hermano de Umina, Manuel, mayor que ella y que ayudaba a su padre en los negocios. A través del arriero conoció cómo trataba Carvajal a sus indios. Les había subido los tributos y les vendía por la fuerza cosas que los naturales no necesitaban para nada. Incluso anteojos les vendió.

—¿Anteojos?

—Como lo oye. Había contrabandeado por error un cajón de gafas, no sabía qué hacer con ellas, y obligó a sus indios a asistir a misa con las antiparras. Imagínese la escena: esa pobre gente que apenas tiene para comer debía comprar a precios exorbitantes algo que para nada necesitaba. El descontento de los indios no se hizo esperar, claro. Y Carvajal debió de notarlo de inmediato en los ojos de Qaytu, hasta el punto de sentirse desafiado. Quiso entonces dar un escarmiento en alguien tan cercano a los jesuitas expulsados, que además sabía leer y escribir. Decidió reclamarle las mulas que le había prestado el obraje, con sus intereses. Sabía bien que no podía pagarle, y hubo de trabajar allí para redimir su deuda. Y como con él solo no bastaba, también reclamó a sus padres y familia.

Para alguien como Qaytu, acostumbrado al aire libre y a ir de aquí para allá con sus animales, a su albedrío, fue terrible pasar todo el día encerrado en el obraje. En vano rogó que le mantuvieran el crédito y le dejasen redimir la deuda con sus fletes y mulas. Le fueron arrebatadas y lo arrojaron a los peores trabajos, la zona de tintes, entre lejías, cal, vitriolo y otros mordientes. Para él fue una tragedia: en vez de sacar a sus padres de la miseria, los había arrastrado de cabeza a ella, al igual que a sus hermanos. Nunca volvió a ser el mismo.

En el obraje se tejía de continuo, en dos turnos de doce horas. Y allí trabajaban todos los indios, jóvenes o ancianos, mujeres o niños. Carvajal obligaba a las indias a servir en la cocina, fueran casadas o solteras, jóvenes o viejas, embarazadas o recién paridas. Algunas sufrían abortos a medio camino. La criatura quedaba atravesada en el vientre de la madre, y tenían que ser auxiliadas cortándole a la criatura una pierna y sacándola muerta, para salvar a la madre.

—Muchos morían al pie del telar. Era como una galera varada en la sierra, que nunca dejaba de navegar, pero sin llegar a ningún puerto, que ni ese alivio les quedaba. Las condiciones de trabajo y los castigos eran y siguen siendo tan inhumanos que exceden a cuanto se pueda imaginar. Los obligados a trabajar en ese obraje tenían y tienen las mismas posibilidades de sobrevivir que los galeotes. De hecho, se usan como cárceles de trabajos forzados. Y los peor librados son los indios. Carvajal prefiere que se le mueran diez indios antes que un esclavo negro. Éste le ha costado su buen dinero, mientras que los indios le salen gratis.

—¿Nadie frena esos abusos? —le interrumpió Sebastián, indignado—. Bien tendrá que haber visitadores que inspeccionen los obrajes.

—Los hay, pero hacen la vista gorda, porque les llueven las amenazas si no lo hacen y rechazan los sobornos. Los que han pretendido denunciarlo han sido eliminados. Ésa es la especialidad de Carvajal. A estas represalias lo llaman escarmientos. Y de los escarmentados nacen los avisados.

—Había oído hablar de las minas, pero esto es igual.

—En este caso, peor, porque se les alimenta mal, se les encomiendan tareas desmedidas para sus fuerzas, se les priva del descanso y de sus derechos, se les defrauda y se les roba en sus jornales. Con razón dijo un virrey que no era plata lo que se llevaban a España, sino sudor y sangre de indios —concluyó Zúñiga.

—¿Y el hermano de Umina? ¿Qué pasó?

—Al ver que Qaytu no se presentaba en el Cuzco, Manuel viajó de improviso hasta el obraje, preguntando por él. Trató de amañarlo todo Carvajal, pero el arriero le dijo la verdad. Elevó una queja al corregidor, denunciando que en el obraje se incumplían todas las leyes. El corregidor, en vez de multar al propietario, le comunicó la denuncia y su procedencia, porque estaba sobornado. Y como advertencia para todos, Carvajal hizo cortar la lengua a Qaytu y se la echó a su perro para que se la comiera delante de él. Entonces fue cuando el hermano de Umina y yo le ofrecimos que trabajara para nosotros.

—¿Y Qaytu no denunció a Carvajal por ello?

—Su familia sigue retenida en el obraje. Además, ya ve para lo que valen ciertas denuncias. Mientras Qaytu siga a nuestro servicio y no haya cargos contra él, Carvajal no se atreverá a nada de un modo frontal. Aunque lo intentará todo bajo mano.

—¿Y qué pasó con el hermano de Umina?

—Lo de Manuel fue horroroso. Visto que sería en vano mover el asunto aquí, se dispuso a viajar a España. Uno de los motivos era hacer valer los derechos de su madre. También tenía intención de denunciar los manejos de Carvajal y de los encomenderos. No llegó a embarcar. Lo mataron.

—¿Cómo fue?

—No lo sé exactamente. Pero sí el modo en que se lo comunicaron a Umina y a su madre. Un buen día recibieron un cofrecillo en su casa de Cuzco. Y al abrirlo se encontraron con la cabeza de Manuel. Estaba frita en aceite, para que se conservara,

—¡Dios mío! Ahora entiendo su reacción en el paquebote cuando navegábamos hacia el Callao y le conté que era Carvajal quien estaba detrás de todo. En estos momentos tiene que estar aterrada.

—No lo dude. Su secuestro es una venganza por haberle ayudado a usted a escapar de sus sicarios. Y ese individuo se lo habrá tomado como algo muy personal. Demasiado, diría yo. Nunca había actuado tan al descubierto, arriesgando tanto.

—Eso lo vuelve todavía más peligroso.

—Así es. Tenga, llévele esto a Umina. —Y le tendió el espejo negro de obsidiana—. Estaba en su alcoba, y sé que nunca se separa de él. Es como un talismán.