Cartografías y otras Teologías
La calesa conducida por Qaytu bordeó la fuente de azulejos del patio y se detuvo junto a la cadena del zaguán y la amplia escalera que conducía al piso superior. Sólo entonces descendieron sus dos pasajeros, un cura y una tapada. Don Luis de Zúñiga celebró con jovialidad el disfraz clerical de Umina. Ella le contó cómo había seguido a Sebastián, embozada, haciéndose la encontradiza cerca de la Plaza de Armas. Y el modo en que acudió después a rescatarlo, entrando en la catedral.
—No sé cómo puede moverse con esto —refunfuñó el ingeniero, debatiéndose dentro de aquel atuendo femenino.
—Le queda mucho por aprender si tiene intención de cortejar a una limeña —le contestó ella.
—No se apure, amigo Fonseca, es achaque común: donde no llegan barbas, llegan faldas —intervino Zúñiga—. Aunque no había visto a nadie adentrarse tan lejos en su conquista de una tapada. Supongo que deseará ponerse algo más apropiado.
A Sebastián le quemaban las novedades descubiertas en casa de la viuda María de Ondegardo. Tan pronto se hubo cambiado bajó hasta el salón, donde se le unió Umina.
Ahora, más que nunca, tras haber vestido sus ropas, se admiró de cómo se movía la mestiza al verla bajar las escaleras. Su sensualidad no era algo impostado, sino una parte profunda de ella. Y al sentarse juntos en el sofá le perturbó el recuerdo de la proximidad física en la que habían estado dentro del confesionario.
Cartografías y otras (Teologías
Sobreponiéndose a tales evocaciones, les resumió los documentos procedentes del archivo de los jesuitas. En particular, quiso mostrarle aquellas tres hojas:
—Por el papel, la letra y el idioma, creo que han sido arrancadas del final de la Crónica.
—En ese caso, podría ser la lista de nombres que Sírax dictó a Diego de Acuña antes de que éste muriese. Déjeme ver si están en quechua.
A lo largo de los tres folios desgajados se alternaban las palabras escritas totalmente en letras mayúsculas, a modo de epígrafes, con otras en minúsculas que se encontraban bajo éstas.
Umina comenzó examinando las primeras.
—PUCAMARCA, CHUMBIMARCA, ILLAMARCA… Son nombres de pueblos. Pucamarca quiere decir Pueblo Rojo; Chumbirmarca, Pueblo del Tejedor; Illacamarca, Pueblo de Tesoro…
Otros epígrafes, en mayúsculas también, parecían guardar el mismo aire de familia.
—CACHIPUQUIU, CORCORPUQUIU, CHURUPUQUIU, MICAYPUQUIU… Manantial de la Sal, Manantial de la Caña Brava, Manantial del Caracol, Manantial de la Ciénaga… —tradujo Umina.
Y luego, bajo ellos, venían los nombres en minúsculas, que fue leyendo Fonseca mientras la mestiza escribía su transcripción.
—Qenqo Grande.
—Qenqo, en quechua, significa algo torcido, en zigzag. Está en las afueras de Cuzco, cerca de uno de nuestros almacenes, en el camino de Pisac. Allí vive una hermana de Qaytu, con su marido.
—Ollantaytambo.
—El tambo de Ollantay. Los tambos son albergues que construyeron los incas a lo largo de sus calzadas. Muchos de ellos todavía se conservan. Pero también se usa para nombrar poblaciones, como ésta, que no anda lejos de las tierras de mi madre, en Yucay, en el valle del río Urubamba.
—Cóndor Guachana…
—Nido del Cóndor. Eso puede estar en muchos sitios. Imagínese si hay cóndores. Quizá sea un santuario.
—Ñusta Hispana.
—Eso no puedo traducírselo —se negó Umina.
—¿Por qué?
—Tengo mis razones. Continúe.
—Totorgoaylla.
—Prado de la totora.
—¿Qué es la totora? —preguntó Sebastián.
—Una especie de junco o carrizo. Con él se construyen techos, casas, y hasta embarcaciones.
—Cajana.
—Debe de ser una forma de escribir Qasana, que significa Lugar del Hielo. Valdría para cualquier glaciar o nevero.
—Pactaguañui.
—¡Cuidado, la Muerte!
—Guanipata.
—Andén del Escarmiento. Otra advertencia de peligro.
—Inca Ruminahui
—Nahui significa ojo, y Rumi, piedra. Ahí tiene su Ojo del Inca, supongo que alguna cueva en una montaña.
—¿Qué pueden ser todos estos nombres? —preguntó Sebastián—. ¿Por qué son tan importantes y por qué tanta gente los ha estado buscando?
—Son demasiado genéricos. Si no se conocen de antemano, es imposible localizarlos. Quizá sean huacas —le respondió Umina.
—¿Huacas?
—Significa lugar sagrado.
—¿Templos?
—No necesariamente. Más bien se trata de hitos: picos de montañas, manantiales, cuevas o rocas con formas características que se utilizan como referencia. Los habitantes de los alrededores creían que sus ancestros salieron de esos lugares, y veneraban allí las momias de sus antepasados. Para muchos de los clanes era lo que los vinculaba a un territorio y los legitimaba para habitarlo. Su título de propiedad.
—¿Por qué querría Sírax ponerlos por escrito?
—Podía ser una gran baza si necesitaba utilizarlos fuera de los círculos indígenas. Se mantenían en secreto porque depositaban ofrendas, objetos valiosos. Y los indios tuvieron que ocultarlas a los españoles para que no las saquearan. O para que no las destruyesen los misioneros… Déjeme esa lista.
Tomó Umina aquellas tres hojas y fue señalando con el dedo.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Sebastián.
La joven pidió silencio con un gesto.
—Estaba contando los nombres —le dijo cuando hubo terminado.
—¿Para qué?
—Ahora se lo explicaré. Páseme el quipu que encuadernaba la Crónica.
Así lo hizo el ingeniero, sugestionado por la seguridad con la que ella parecía manejarse.
Se había levantado Umina. Tras acercarse a la mesa del salón, puso el quipu rojo encima y lo desenrolló. Tuvo buen cuidado de colocar recta la cuerda principal, de la que colgaban hilos más finos. Luego, fue contando estos últimos.
—Cuarenta y uno, exactamente cuarenta y un hilos. El mismo número que los nombres en mayúsculas —apuntó al terminar de contar—. Ahora, vaya llevando la cuenta de los nudos que hay en cada hilo mientras yo repaso los que van en minúsculas en esa lista.
Tras el minucioso recuento, coincidían punto por punto, hasta un total de trescientos veintiocho.
—¿Qué cree usted? —preguntó Sebastián.
—Hay una estrecha relación entre la lista de huacas escrita por Diego de Acuña y el quipu rojo.
—¿Qué tipo de relación?
—Eso sólo lo podrá establecer algún quipucamayo que conozca bien el lenguaje de estas cuerdas y nudos.
—¿Aún quedan quipucamayos?
—Si acaso, en el Cuzco. Mi madre sabrá.
—Entiendo… Pero ¿qué le parece, así, en una primera impresión?
—Quizá este quipu fuera utilizado en el siglo dieciséis como un mapa del imperio inca, o al menos de la región del Cuzco y Vilcabamba. En ese caso, la lista serían lugares entonces bien conocidos. Ahora resultará mucho más difícil localizarlos, habrá que hacerlo sobre el terreno. Unos estarán deshabitados y nadie se acordará, otros habrán cambiado de nombre, cristianizados o españolizados.
—O sea, que mi padre no deliraba —concluyó el ingeniero.
—¿De qué me está hablando?
—Cuando lo visitó en Madrid, usted vio su mesa, ¿no?
—Sí, me llamaron la atención los casilleros.
—Los utilizaba para clasificar las referencias de la Crónica, dividiéndolas en apartados según su vinculación con lo tectónico, los tejidos o los textos.
—O sea, las huacas, los quipus y los documentos escritos.
—Eso es —corroboró Fonseca.
—No, su padre no deliraba en absoluto, estaba muy bien informado —reconoció Umina—. Y si quiere entenderlo aún mejor, no tiene más que mirar enfrente.
Dirigió el ingeniero la vista a donde le señalaba ella, un solar vecino en el que se construía un nuevo edificio.
—Lo veremos mejor desde la tenaza —le sugirió la joven. Subieron hasta la azotea. Y, señalando la casa vecina, en cuyas obras se afanaban los albañiles, le explicó ella que los frecuentes terremotos sólo permitían la solidez de la piedra o el ladrillo en las cimentaciones. Por otro lado, al no haber lluvias, se podía recurrir a materiales más ligeros.
Quienes levantaban la casa habían ido empotrando en el suelo unos postes a todo lo ancho y largo del perímetro del edificio. Luego los unían mediante varas horizontales, sujetas con tiras de cuero crudo. Cuando concluían este armazón o esqueleto lo entrelazaban con cañizos, como si estuvieran tejiendo un cesto. Venía tras ellos un oficial que lo recubría de barro entremetido con paja, como el usado al hacer el adobe y tapial, hasta dejar completamente cubierta aquella malla, convertida en apariencia de pared. En los lugares donde ya estaba todo acabado, otro operario techaba y un segundo alquitranaba. Finalmente, los enyesadores estucaban el barro, y un artista que maldecía en italiano lo pintaba al fresco con celeridad, para dar la impresión de piedra o mármol.
De modo que, como pudo comprobar Sebastián, aquellos amazacotados edificios, en apariencia sólidos, eran en realidad grandes cestos o jaulas de cañas, carrizos y mimbres trenzados, asentados sobre el cascajo de los aluviones. Y se dio cuenta de que si sobre ellos cayeran los fuertes aguaceros o tormentas de otras latitudes, toda Lima se desharía. Convertida en un río de barro, se deslizaría hasta el Callao, dejando apenas unos contritos armazones de mimbre. Algo así como los guardainfantes o polleras de una dama desasistida de sus afeites y reducida a paños menores.
Entonces entendió lo que había estado buscando su padre con aquella extraña mesa detective, trasegando sin cesar sus papeletas divididas en los tres apartados de sus casilleros: TECHO, TEXTIL, TEXTO. Comprendió que una casa era una urdimbre, y que así debieron construirse al principio todas ellas, como la que tenían enfrente. Juan de Fonseca se había visto privado del quipu y de la transcripción en aquellas tres hojas arrancadas de la Crónica, así como de la información que Sírax dejara en su tumba. Sin embargo, prevenido por su hermano Álvaro de su existencia, intentaba reconstruirlas a través de los nombres citados por Diego de Acuña, sin perder de vista la estrecha relación que el texto de éste mantenía con las huacas y las arquitecturas de los poblados. En aquellas correspondencias, y en el quipu, debía encontrarse la pista del Ojo del Inca y la ciudad perdida de Vilcabamba.
Cuando hubieron regresado al interior de la casa, para reunirse en la biblioteca con don Luis de Zúñiga, le tocó a Umina sacar la inevitable conclusión:
—El único modo de localizar sobre el terreno esa lista de nombres y los nudos que los representan en el quipu rojo será ir a Cuzco, encontrar la tumba de Sírax y consultar con un quipucamayo.
—Deberéis daros prisa —les recomendó don Luis—. Sé de buena tinta que Carvajal y Montilla están a punto de salir para allí, con esa partida armada.
—Tenemos que llegar a Cuzco antes que ellos —dijo Sebastián.
Cabeceó Zúñiga, contrariándolo:
—Eso no será posible, Fonseca, si quiere usted morir de viejo, y no de médicos u otros accidentes. Aún nos llevará tres o cuatro días terminar de preparar la caravana de mulas que estamos ultimando para ir allí. Qaytu, que será su mayoral, anda en ello. Es un arriero muy experimentado, pero no se le pueden pedir milagros, necesita ese plazo para que todo esté a punto.
Les mostró el itinerario, sobre el mapa de América Meridional dibujado por Juan de la Cruz Cano y Olmedilla. Recorrió con un puntero aquellas montañas y valles mil veces pleiteados en batallas y sangres, y a pesar de ello, atiborrados de nombres de santos, Cristos, Concepciones y Trinidades.
—Esto, más que un mapa, parece un tratado de Teología —dijo Fonseca sin poder evitar el comentario.
Sonrió su anfitrión.
—Sí, y aquí estaría el infierno, el puente sobre el río Apurímac entre Curahuasi y Marcahuasi —lo señaló en el mapa, añadiendo—: Van a repararlo, y tenéis que pasar por él antes de que lo corten. Cualquier rodeo supondrá una semana más de viaje.
—¿Por qué es tan peligroso ese puente?
—Está hecho de cuerdas, tendido en un tajo de una altura pavorosa, sobre aguas que no dan respiro. Se balancea como una hamaca. Antes de llegar allí bordearéis la costa hasta Asia, desde donde os internaréis por uno de los valles para ir subiendo poco a poco y dirigiros a Huancavelica. En ese trayecto tendrá usted que acostumbrarse al mal de altura. Porque la parte que sigue, hasta Huamanga, será una de las más duras del viaje. Hay que atravesar el Despoblado, la primera parte de la cordillera. En Huamanga repondréis fuerzas, antes de dirigiros a Andahuaylas y Abancay. Y ahí deberéis prepararos para el puente sobre el Apurímac.
—¿Cuánto tardaremos?
—Son unas ciento ochenta y cuatro leguas por la posta. Pero Qaytu conoce los atajos. Sobre unos veinte días, poco más o menos, dependiendo de los imprevistos…
—¿Imprevistos?
—La sierra anda ahora muy revuelta, habrá que afrontar hostilidades de unos y de otros. Pero bastaría con los obstáculos naturales de este trayecto, que es el peor del Perú. Aunque ya ha pasado la estación de las lluvias, habrá ríos crecidos, puentes rotos, derrumbes y avalanchas… Y aun sin todo eso, las mulas, por muy buenas que sean, no aguantan más de dos o tres jornadas seguidas, a razón de diez leguas diarias, porque en muchas partes no tienen qué comer y habrá que llevar forraje para ellas. Estamos intentando que todas sean veteranas de las ya probadas.
—¿Y la comida para nosotros? —preguntó Umina.
—En la sierra escasea la manteca, de modo que conviene que llevéis una buena provisión de tocino, que lo mismo vale para freír que para sazonar cualquier guiso. También deberéis proveeros de carne sancochada y fiambres, arroz, tomates, cebollas, ajos y limones para suplir al vinagre, que allí es raro o de mala calidad. Los huevos será inútil transportarlos, porque se romperían y, además, no son difíciles de conseguir en los pueblos.
—En ese caso, me pondré manos a la obra —dijo la mestiza.
—La acompañaré —se ofreció Sebastián.
Zúñiga negó con la cabeza.
—Después de lo sucedido, no creo que sea buena idea. Y tú, Umina, si vas a ir de compras por la ciudad, es mejor que te lleves a alguien que la conozca bien mientras yo ultimo algunos detalles con Fonseca.
—Iré con Qaytu.
—Qaytu está seleccionando las mulas en la tablada y va muy justo de tiempo. Ahora mismo te busco a otra persona de confianza.
Una vez que despidieron a la joven, don Luis pidió al ingeniero que lo acompañara hasta las cuadras, donde le mostró dos soberbios caballos.
—Son para usted y para Umina. Están criados en la sierra y han hecho cuatro veces este viaje.
Revisaron luego las armas, y pasaron el resto de la tarde ultimando otros pormenores. Zúñiga le aconsejó sobre su vestimenta para el durísimo viaje que les aguardaba. Lo proveyó de ropa de abrigo, gruesas botas, una bufanda y un poncho de lana de vicuña que le cubría hasta más abajo de las rodillas.
En cuanto a las acampadas, le aconsejó desechar la hamaca, cuyas ventajas había podido apreciar a bordo del África.
—Es buena para preservar de la humedad y la suciedad de los cobijos —afirmó el comerciante—. Pero en la sierra le sería de escasa utilidad, porque cuando acampen al aire libre apenas encontrará árboles. Y tampoco podrá hacerlo en los refugios, son muy bajos de techo y sin salientes de resistencia. Le aconsejo esto, es una especie de colchón ligero de lana, con la parte de abajo impermeabilizada por un cuero. Podrá enrollarlo sin dificultad sobre la mula, y de ese modo también lo protegerá durante el viaje.
En ésas estaban cuando entró el escolta de Umina, sofocado y gritando:
—¡Señor! ¡Ha pasado algo terrible!
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó don Luis.
El recién llegado mostraba la cuerda que le habían puesto al cuello, cenada con el inconfundible nudo, que Sebastián reconoció de inmediato mientras les decía:
—Han secuestrado a Umina.