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La Tapada

El padre Tarsicio dirigía el rezo del santo rosario desde lo alto del pulpito. Flanqueaba aquel estrado el altar mayor de la catedral, adosado al gran pilar del lado del evangelio. La penumbra del templo era atravesada de tiempo en tiempo por algún esquivo rayo de sol que, sustraído a la neblina, se descolgaba de los ventanales. Desde allí se deslizaba oblicuo hasta el humear de los cirios, circundados por el murmullo de las beatas, bajo la mirada impertérrita de apóstoles, profetas y vírgenes.

Estaba destemplado, a pesar del brasero que el sacristán había tenido la precaución de poner a sus pies. Y también, para qué negarlo, a pesar de sus prudentes arrimos al vino de celebrar, al que había dado un par de empujones antes de enfrentarse a sus parroquianas. En aquellas alturas andaba, suspirando por otro trago, cuando oyó chirriar la puerta a su izquierda, en el lado opuesto del crucero, el de la epístola.

Se entreabrió la pesada hoja de madera y asomó la cabeza de un hombre. Oteó el recién llegado el panorama, a izquierda y derecha, sin decidirse a entrar. Se le veía sofocado, muy fuera de lugar entre la recua de suspicaces comadres que pastoreaba el padre Tarsicio. Las mismas que ahora miraban al intruso por el rabillo del ojo, fingiendo no verlo, mientras continuaban moscardeando sus rezos.

A juzgar por su actitud, bien se le alcanzaba a aquel entrometido cuan discordante resultaba allí su presencia. Sin embargo, entró, cerrando tras él. Compuso la figura como Dios le dio a entender, se atusó la capa, anduvo de puntillas hasta vadear el coro de entregadas feligresas y fue a sentarse detrás de ellas.

Poco después gimió la puerta de nuevo. Miraron todos los presentes en aquella dirección. Y pudieron ver hasta cinco individuos malencarados. No parecían urgidos por la devoción. Antes bien, tras examinar a la concurrencia intercambiaron unas torcidas sonrisas de medio lado. Cuchichearon entre sí, malévolos. Pero no se decidían a entrar.

El padre Tarsicio, impaciente, les hizo señas para que cerrasen, indicándoles que había corriente. Primero, con gestos discretos. Y luego con mayor vehemencia.

Al fin, aquellos individuos se retiraron.

Un par de misterios después, y no de los más gozosos, se oyó un nuevo crujido de la puerta. Creía el sacerdote estar ya avisado a esas alturas. Pero hubo de desdecirse cuando se abrió la hoja de madera para dejar paso a una tapada. Exploró aquella mujer el recinto, entre las escandalizadas miradas de la concurrencia, girando el único ojo que dejaba al descubierto su rebozo.

«¡Esto es el colmo!», pensó el cura.

No pudo evitar acordarse de aquel comentario que, al parecer, había hecho más de un siglo atrás el papa Clemente IX, al serle presentado el expediente para la canonización de Rosa de Lima. El Santo Padre torció el gesto, murmurando entre dientes: «¿Santa y limeña? ¡No puede ser!».

La tapada entró sin inmutarse. Taconeó por el lateral, flanqueando a las comadres, y fue a colocarse detrás del hombre, de aquel hombre que había entrado en primer lugar, el único varón en ejercicio dentro de aquel conciliábulo en desguace.

«¡Será descarada! —se dijo el padre Tarsicio, sin perder detalle—. Desde luego, el que no sirve para san Miguel sirve para diablo a sus pies».

Lo que siguió aún lo dejó más estupefacto. La mujer abrió su rebozo, acercó la boca hasta el oído del intruso y le susurró algunas palabras. Más hizo. Como aquel hombre pareciera dudar, gesticuló ella, señalándole detrás del pilar donde se enroscaba el pulpito desde el que dirigía el sacerdote las oraciones.

Luego, la tapada se levantó y, pasando por detrás de las beatas, se trasladó al lado opuesto, el del evangelio. El gran pilar donde se apoyaba la tribuna del padre Tarsicio la mantenía fuera de la vista de éste y de sus fieles. Sin embargo, bien pudo oír el oficiante, detrás y a su derecha, aquel inconfundible graznido: el que hacían las bisagras del confesionario al abrirse.

«¡Inaudito! ¡Mi confesionario!», pensó.

Además, había dejado allí dentro su manteo y su teja, como tenía por costumbre. Era un lugar frío sobremanera. La calva y los riñones se le quedaban yertos, totalmente amortecidos, mientras absolvía a sus penitenciadas.

Aún no se había repuesto cuando observó que el hombre también se levantaba. Le pareció en un principio que se disponía a irse por donde había venido, ya que se encaminó hacia la puerta de la epístola. Pero desde su observatorio se percató de que, en realidad, daba la vuelta por detrás del presbiterio y del altar mayor, para pasar al lado del evangelio, reuniéndose con la tapada.

Él, desde la privilegiada altura del pulpito, era el único que podía apercibirse de toda la maniobra, y se debatía entre interrumpir el rezo del rosario, escandalizando a su parroquia, o dejar hacer, por averiguar en qué paraba todo aquello. Se imaginaba el confesionario profanado, mientras su voz, ya desentonada, rompía entre aquellos latines glorificadores de la castidad. Más que nunca suspiró por otro trago de vino de celebrar.

Los chirridos del confesionario le impedían concentrarse en las oraciones. Le indignaba aquel atropello a la decencia en la casa del Señor. Claro que —trató de convencerse a sí mismo— ¿y si eran inocentes? ¿No estaba para eso el derecho de asilo? Porque aquellos individuos que asomaron después del intruso no eran precisamente hombres de paz. Menos aún de justicia. O de caridad. ¿Algún marido engañado en busca de venganza? En ese caso, ¿no amparó Jesús a la adúltera? Aunque en Lima no habría dado abasto, y quizá fuese el primero en arrojar la piedra, o un quintal de ellas, si a mano las tuviera.

Intentó volver al rezo. Notó que lo miraban impacientes sus parroquianas, interrumpiendo la regular granizada de ora pro nobis, en medio de un gran arrastrar de eses, como una descarga de fusilería que le pidiera cuentas de lo que allí estaba sucediendo.

Ya había retomado el hilo cuando oyó que se abría la puerta del confesionario. Se volvió discretamente y pudo ver a la tapada, que caminaba tras el presbiterio y altar mayor para pasar al otro lado y salir por la misma puerta de ingreso. La había seguido con la mirada, y al abrir la hoja de madera notó que se recogía un poco la falda para salvar un travesaño. Entonces, mostró parte de una pierna. Y no parecía aquélla miembro de mujer, sino extremidad bien recia y peluda.

«¡Jesús, María y José! ¿Qué ha estado pasando ahí adentro, en mi confesionario?», se preguntó.

Sólo de pensarlo le entraron sudores fríos. Soltó el rosario para rebuscar el pañuelo en uno de aquellos inverosímiles bolsillos enfilados hacia atrás que flanqueaban la sotana. Y al volver a tomar la sarta se equivocó, saltándose uno de los misterios. Notó que las parroquianas se miraban entre sí, alarmadas, mostrándose las ristras con que llevaban la cuenta. Cuchichearon luego. Y una de las que le eran más afectas, la Coronela, viuda de un oficial artillero de esa graduación, le hizo señales para que rectificara. Trató el padre Tarsicio de enderezar el entuerto, pero con tan poco tino que repitió un misterio que ya habían rezado.

A aquellas alturas del servicio religioso, su desconcierto era total. Pues acababa de oír de nuevo el sonido de la puerta del confesionario. Esperó con impaciencia a ver qué asomaba detrás de la columna, camino del rodeo procesional de la cabecera, antes de encaminarse a la salida. Y lo que vio era un sacerdote.

«¡Pero aquí no hay más cura que yo!», pensó mientras interrumpía en seco el rezo del rosario.

Las beatas alzaron la cabeza y lo esperaron, impacientes, haciendo tintinear sus rosarios.

Y mientras el otro cura salía de la catedral se dio cuenta de que se estaba llevando su manteo y su teja.