El Chocolate de los Jesuitas
Pasado el primer momento, la viuda pareció encontrar un considerable alivio en poder desahogarse con alguien. Sobre todo cuando Sebastián le fue detallando lo sucedido a su tío y a su padre. Confidencia por confidencia, le dejó entrever ella las razones por las que una mujer de su rango se había casado con un mestizo como Gil de Ondegardo.
—¿Gil era mestizo? —se sorprendió el ingeniero.
—Sí, ¿no estaba al tanto?
¿Qué más sabía su tío pero no le habían concedido tiempo para contárselo? Era difícil responder a esta u otras preguntas que surgían de inmediato, aunque resultasen tan fuera de lugar en aquel momento. La secularización de Gil, ¿había sido sincera o un recurso a la desesperada? ¿O quizá de conveniencia? ¿Y su matrimonio? ¿Guardaba alguna relación todo ello con lo que había llegado a averiguar Ondegardo a través de los papeles del archivo jesuita? ¿Los utilizó para lucrarse o compincharse con alguien, a espaldas de Álvaro, e incluso de la Orden?
Cuando la viuda notó que él volvía de su ensimismamiento se lamentó:
—Es una pena que las mujeres españolas no dejaran su impronta en los naturales de este país, igual que las indias lo hicieron con los conquistadores, al compartir con ellos su intimidad. He de confesarle que mi matrimonio fue feliz.
—¿A pesar de todo? —se atrevió a preguntarle.
—Siempre estuvo velado por algunas sombras, pero no le di importancia. Esperaba que se despejasen con el tiempo. No fue así, por desgracia… He sabido después que alguien andaba detrás de mi marido.
—¿Por casarse con usted?
—No. Por ser un antiguo jesuita.
—Pero él dejó la Compañía.
—Se secularizó en mil setecientos sesenta y siete, para evitar la expulsión de Perú.
—¿Fue entonces cuando empezaron a molestarlo?
—Corrían muchas historias sobre las fabulosas riquezas de la Compañía de Jesús. Se decía que habían encontrado los tesoros de los incas, y que enviaban a España gran cantidad de chocolate, con el que procuraban ganarse la voluntad del rey, sus familiares y las personas que influían en sus pareceres. Un chocolate tan espeso y tan bien compuesto que se extendió un dicho: «Ser más pesado que el chocolate de los jesuitas». Hasta que alguien, alertado por tanto envío y tanto peso, abrió una de las cajas. Y dentro de cada onza de chocolate iba otra de oro. De algo debieron valer esos sobornos, porque aquí conocieron de antemano la orden de expulsión.
—Esa historia sí que la sé —corroboró Sebastián.
Y recordó lo que le contara su tío Álvaro, quien confió a Paco el Soguero el aviso que éste entregó a Hermógenes poco antes de embarcar, para que el carpintero lo llevara de Cádiz hasta el Callao y lo hiciese llegar, a su vez, hasta Gil de Ondegardo.
—Son rumores, vaya usted a saber —prosiguió la viuda—. Se dice que cuando fueron a expulsar a los jesuitas, éstos no se sorprendieron de ver allí a los agentes de la autoridad. Los aguardaban en el refectorio, con el breviario en una mano y un bulto de ropa en la otra.
—O sea, que el aviso surtió efecto.
—Surtió tanto efecto que la misma víspera pudieron esconder algunos de sus bienes más preciados, distribuyéndolos en lugares seguros. Con ello —siguió explicándole María de Ondegardo— se agregaba un nuevo botín a la gran epidemia de Perú: la búsqueda de tesoros escondidos. Porque quienes procuraban la expulsión de la Compañía difundieron rumores sobre las minas de oro y las riquezas que atesoraba la Orden, para crear un estado independiente en América del Sur. Y la mejor baza era la vinculación de los principales santos jesuitas con la casa real inca. Incluso se decía que guardaban su reliquia más preciada, el Punchao, el ídolo del sol naciente con el polvo de los corazones de todos los emperadores.
—Unos rumores que vuelven ahora, si no estoy mal informado.
—Sí. Arrecia de nuevo la búsqueda en sus bóvedas y subterráneos, hasta el punto de que en Lima han estado a punto de echar abajo la iglesia de la Compañía, del picoteo que le vienen dando a los cimientos. Por eso tiene usted que disculpar mi desconfianza. En España hay toda una industria de picaros que falsifican mapas de tesoros y derroteros de fortunas enterradas en América. Dicen haberlos encontrado entre los papeles de familiares o de un difunto que se confesó a última hora en el penal de Ceuta, y otras historias así.
—¿Y por qué se centraban en Gil esas averiguaciones sobre los jesuitas?
—Era el archivero, el que manejaba los antiguos documentos. Además, era mestizo, sabía quechua. Y mantenía contactos con los indios para aclarar algunos documentos escritos en esa lengua que estaban a su cargo. Mucha gente lo tenía en el punto de mira.
—¿Oyó mencionar alguna vez a su marido unos papeles que trajo aquí, a Lima, mi tío Álvaro? —Y al advertir la duda en la mujer, continuó—: Procedían del archivo de Madrid y tenían que ver con un barco que viajó en secreto hasta las costas de Andalucía en mil quinientos setenta y tres.
—No sabría decirle. Gil se quedó muy preocupado desde el día en que un hombre lo visitó para preguntarle por unos documentos. No sé si serían ésos, los que trajo su tío de Madrid.
—¿Recuerda el nombre de esa persona? ¿No sería, por casualidad, Alonso Carvajal y Acuña?
Esperaba Sebastián que el nombre de Carvajal pusiera en guardia a la viuda. Sin embargo, no fue así.
—Gil no llegó a decírmelo. Pero como no le gustó su aspecto, por si acaso le sucedía algo, me explicó dónde los había escondido. Y me contó que la víspera de la expulsión los jesuitas le habían encomendado algunos de los papeles más delicados del archivo.
—¿Sabían sus superiores de su intención de abandonar la Orden?
—Sí, pero también les constaba su absoluta lealtad y honradez. Además, él ya conocía bien esos documentos… Como todo era tan urgente, en un principio Gil no sabía dónde esconderlos. Y viendo pasar a un negro por la calle, con útiles de albañilería, lo apalabró para que hiciera un trabajo muy en secreto. Le vendó los ojos y, tras dar varios rodeos, le ordenó construir un doble fondo para albergar los papeles…
—Entonces, usted puede conducirme hasta ellos —la interrumpió.
No fue oportuno. La viuda notó su ansiedad. Receló. Y Sebastián se dio cuenta de que dudaba en revelarle el secreto que había costado la vida a Gil. De modo que le dijo, poniendo toda la carne en el asador:
—Doña María, si no confía en mí, la muerte de su marido, mi padre y mi tío habrán sido en vano. Y mi viaje hasta aquí también.
Carraspeó ella, mientras se lo pensaba, hasta arrancarse:
—Oí comentar a Gil que cuando estaba trabajando en el doble fondo del sótano el albañil negro se espantó por el gran ruido que oyó junto a él. Y que eso se debía a la descarga de los carros llenos de grano que traían, para guardarlos en el silo que hay al final de este callejón sin salida. A ese silo —concluyó María— se accede desde el sótano, sin necesidad de salir a la calle.
—Lléveme hasta el lugar, se lo ruego.
Tocó la viuda una campanilla de plata. Y ordenó a la criada, que no tardó en aparecer:
—Tráeme las llaves de abajo.
Una vez allí, advirtió Sebastián unos cabezales de piedra semiesférica con dos argollas. Eran, sin duda, los cierres. Un escondrijo perfecto. Los abrió, tomando todo tipo de precauciones en su ventilación, y comprobando con una vela que había suficiente aire para respirar. Cuando estuvo seguro de ello, no le costó localizar un doble fondo. Y, dentro de él, los papeles traídos de Madrid por Álvaro de Fonseca, junto a los reunidos por el archivero de Lima.
Le señaló la viuda una mesa en el salón y encendió un candelabro para que los pudiera examinar. Al revisar el resumen o memoria de aquellos documentos pudo confirmar que el intérprete y escribano
Diego de Acuña había muerto en el Cuzco en 1572, y que tras ello Sírax había embarcado rumbo a España junto al jesuita Cristóbal de Fonseca. Lo habían hecho en un barco clandestino.
Venían luego otros testimonios, como el de la madre superiora del convento de Cádiz en el que habían recluido a Sírax y del que se deducía que a ésta la mantuvieron aislada por completo del exterior, a excepción de las visitas de Cristóbal de Fonseca. Explicaba aquella religiosa que el comportamiento de la india y su criada había sido ejemplar, sin otro impedimento que no dejarse en modo alguno cortar el pelo, aquella larga y reluciente cabellera negra que cuidaba y peinaba como si en ello le fuera la vida. No quería la monja entrar en detalles, aunque daba a entender que hubo más, mucho más. Su testimonio iba encaminado a descargar al convento de toda responsabilidad sobre la muerte y suerte posterior de la princesa inca.
Otros registros de aquel expediente proporcionaban más noticias de Sírax, de modo fragmentario, con muchas lagunas. Sin embargo, algo quedaba claro: tras su muerte, el cadáver se entregó en 1573 a Cristóbal de Fonseca, quien en todo momento había servido como intérprete, aseguró que estaba bautizada y dijo disponerse a enterrarla en sagrado, en la capilla de la fortaleza que poseía la familia en sus posesiones gaditanas.
Aquí venía un dato fundamental, quizá la pista que tantos buscaban. En realidad, el cadáver momificado de Sírax había sido embarcado rumbo al Perú, al cuidado de Sulca, la criada india que la acompañara en todo momento. Una vez trasladado al Cuzco, el cuerpo se inhumó en la cripta del convento de Santo Domingo. Y, con él, sus secretos más preciados, todo lo que ella quiso que volviese a la tierra que la vio nacer. Ésa era, en el fondo, la más profunda de las razones para momificarla y devolverla hasta aquel lugar, donde en tiempos se alzara el Coricancha, el Templo del Sol de los incas. El mismo lugar en el que descansaba buena parte de su familia.
«¡Ya lo tenemos!», se dijo Sebastián, sin dar crédito a su buena suerte.
No pudo detener allí su lectura para asimilar todo lo que aquello implicaba. No disponía de tiempo. Porque continuando con aquel resumen e inventario llevado a cabo por Gil de Ondegardo, supo que Cristóbal de Fonseca había sido encarcelado. Y la acusación más grave fue no haber entregado el Punchao que le confiase el virrey Toledo para transportarlo a España. Alegó haber sido asaltado por los indios, presentando testimonios fehacientes de ello. De nada le valió. Encerrado en Cádiz, murió ya anciano, en 1596. Pero no de muerte natural, sino de las heridas recibidas durante el saqueo de los ingleses a la ciudad. La mayor parte de sus papeles fueron destruidos entonces por el fuego. Una pérdida irreparable, pues constaba que había escrito mucho sobre el Perú. Si algo había llegado a la posteridad era porque el Inca Garcilaso lo utilizó en sus Comentarios Reales, arguyendo que lo salvó de las cenizas, aunque no faltaban quienes sostuviesen que antes censuró y adulteró lo que el jesuita había escrito sobre los quipus. En especial sobre un quipu rojo que sólo conocían los emperadores y sus más allegados, por ser de un valor excepcional, ya que permitía entender el resto de esos mensajes escritos con nudos y cuerdas.
Otro de los documentos revelaba que fue entonces, a raíz de la muerte de Cristóbal de Fonseca, cuando la Compañía decidió establecer una sección de archiveros jesuitas especializados en quipus, que se dedicaron a buscar infatigablemente aquel ejemplar excepcional, así como otros testimonios que hablaran sobre ellos. El problema era que el Tercer Concilio de Lima, celebrado entre 1581 y 1583, los había declarado objetos de idolatría y ordenado destruirlos.
Aquellos legajos permitían constatar la tenaz persecución por parte de la Compañía de Jesús de cualquier rastro sobre el quipu rojo. Gracias a ese trabajo previo de sus antecesores había podido Gil de Ondegardo alcanzar un conocimiento inédito en tales cuestiones. Ahora, ese desbroce recopilatorio cobraba una importancia decisiva. Carvajal y Montilla sabían de su interés, y también lo que podía suponer para los planes de los ingleses u otros conspiradores.
Aún no se había recuperado Sebastián de tan importantísimas revelaciones cuando llamaron su atención tres hojas de papel. Eran de la misma textura y tamaño que la Crónica de Diego de Acuña. También coincidían la tinta y la letra. Y el borde dentado en su lado izquierdo mostraba a las claras que habían sido arrancadas de un libro encuadernado. Se trataba de una relación de nombres en quechua.
«Por eso las debió de sacar de la Crónica mi tío Álvaro —se dijo—, para traerlas a Lima y que se las tradujeran».
Estaba examinándolas Sebastián cuando entró la criada, inquieta. Murmuró algo al oído de la viuda y ésta se encaminó a la ventana. Apartó discretamente un visillo y miró hacia abajo. Luego regresó junto a Fonseca y le preguntó, señalando la calle, con tono de reproche:
—¿No me dijo que venía solo?
Se levantó y dirigió la vista en la dirección que ella le indicaba. Allí abajo, frente a la puerta de la casa, estaban al acecho aquellos cinco individuos a los que había visto merodear.
—No tengo ninguna relación con esos hombres —trató de explicar a María de Ondegardo—. Ni siquiera sé quiénes son.
—Le agradecería que se fuese, porque me compromete. Y usted mismo se está poniendo en peligro.
No estaba dispuesto a irse de allí con las manos vacías, ahora que calibraba la importancia capital de aquellos documentos. Y menos aún dejar que cayeran en manos de los sicarios. Sólo de pensarlo, le acometió tal rabia y desesperación que se oyó decir, sin calcular el alcance de sus palabras:
—¿Podría llevarme estos papeles?
Con gran sorpresa por su parte, ella accedió:
—Hágalo. No puedo negárselos después de los riesgos que ha corrido. Y así me los evitará a mí.
—Gracias, señora —le dijo disponiéndose a esconderlos bajo la camisa.
—Si lo que me dice es cierto, esos hombres lo están esperando, ¿verdad?
—Me temo que sí.
—En ese caso, salga por la puerta de atrás. Da a la catedral.
—¿Tiene algún arma a mano? —se atrevió a pedirle.
—Sólo eso —dijo señalando una panoplia que adornaba el salón. Se refería a un par de dagas de defensa, con las que poco podría hacer.
—Preferiría uno de los garrotes que llevaban los dos hombres de la puerta.
Tocó ella la campanilla y acudió de nuevo la criada, a quien le transmitió el deseo de Fonseca antes de que enfilase la salida trasera.
Daba ésta a un estrecho callejón, donde la oscuridad del lugar y la niebla que apenas empezaba a levantar se aunaban para crear un ambiente amenazador. Sebastián se apresuró a lo largo del muro tratando de ganar la plaza que había en el extremo.
Pero a mitad de camino le salieron al paso los cinco sicarios que estaban esperándolo. Desenvainaron sus espadas y se desplegaron en torno suyo hasta acorralarlo contra la pared.