María de Ondegardo
Sebastián de Fonseca se había levantado tarde y había desayunado un espumeante chocolate oloroso a canela y vainilla, con tostadas. Se sentía bien, con ganas de echarse a la calle para explorar la ciudad de Lima, cumplir el encargo de su tío Álvaro y, sobre todo, averiguar su historia.
Intuía que tras el misterio de su muerte había mucho más que un simple ajuste de cuentas. Empezaba a asumir las implicaciones de Alonso Carvajal y Acuña. Si detrás de la historia familiar de Umina o de los Fonseca se agazapaba el espeso trasfondo revelado por la Crónica, ¿qué no habría tras el proceder de aquel hombre? Después de todo, era descendiente de quien la escribiera, Diego de Acuña. Y había tenido acceso a documentos ocultos u olvidados desde dos siglos antes.
Estaba preparado para lo peor. Pero, aun así, temía quedarse corto. Le preocupaba, en particular, la relación de Umina con aquel individuo. Algo terrible se le escapaba, sólo insinuado al bies de las conversaciones. Fugaces chispazos de recelo y temor en la mirada, encendidos al fondo de los ojos como un aviso, cuando intentaba averiguar lo sucedido al hermano de la mestiza.
Consiguió convencer a la joven y a don Luis de Zúñiga para que lo aliviasen de cualquier escolta. Le parecía muy delicado presentarse en casa de alguien flanqueado por extraños. O compartir con ellos la información que le había confiado Álvaro de Fonseca sobre aquel archivero limeño, Gil de Ondegardo, rogándole la mayor discreción. Al parecer, éste tenía la clave de cómo encajaba la Crónica con lo que estaba sucediendo. Debía entregar a aquel ex jesuita la carta encomendada por su tío. Y su nombre y su dirección eran las pistas más valiosas con las que contaba.
El día estaba fresco. Pero no era el frío lo que resultaba más molesto, sino la niebla y la humedad condensadas en el valle. El sol yacía amortajado bajo la garúa, una fina llovizna que lo enmohecía todo. Y hasta el sonido de los campanarios brotaba ahogado y cenagoso.
Era fácil orientarse por las calles de Lima, anchas, bien ordenadas, a cordel. Los edificios civiles distaban de ser impresionantes, incluido el gran palacio del virrey. Sólo al asomarse a su interior se manifestaba en ellos la riqueza de sus habitantes. Desde el exterior, sorprendían los desproporcionados y suntuosos balcones de las casas, con sus celosías tan familiares para cualquier español. Aquellas alegres jaulas eran como palomares plagados de murmullos, a donde de tarde en tarde se animaban los ojos femeninos para espiar con total impunidad.
Había llegado a la Plaza de Armas. En el centro se alzaba una fuente de bronce muy antigua, tomada al asalto por los aguadores con sus burros, albardas y barriletes. Algunos barberos se afanaban sobre la clientela, entre visita y visita a las alborotadas pulperías y los mentideros donde se fabricaba la actualidad.
Le sorprendió la propiedad con que se hablaba el español, como si a través de aquellas gentes escuchase a sus antepasados. No menos llamativo era el laborioso entretejer de sangres. Los colores de la piel proferidos desde el blanco de los chapetones peninsulares y los criollos autóctonos al cobrizo requemado de los indígenas o el negro de los esclavos africanos, mezclados entre sí en todas las combinaciones imaginables.
Y, por encima de su población, razas y deslices, destacaban las mujeres limeñas. Nada igualaba su desenvoltura, su viveza y flexible coquetería al caminar, subrayada por impolutos zapatos de raso blanco. Todo en ellas declaraba la pura alegría de vivir, irradiada como un aura desde su piel de moreno terciopelo, sus risas o las incendiarias miradas que dirigían a Sebastián.
Eran bonitas, advertidas y alerta, tan rápidas de ingenio a la hora de las réplicas como un picaflor. Y, según le había avisado Umina, muy puestas al día entre sí a través de un gran movimiento de mensajes para estar al tanto de cualquier novedad. Saltaba a la vista que nada se hacía en aquella ciudad sin su concurso.
La mestiza le había prevenido especialmente sobre las tapadas, con sus atuendos casi uniformes, que les permitían el más absoluto anonimato. Se daba el caso de que algunas de estas embozadas, no reconocidas por sus maridos en plena calle, habían sido cortejadas por ellos, hasta tener que descubrirse para frenar sus avances y llamarlos al orden fulminantemente. Porque las limeñas salían solas, y cualquier transeúnte las parlamentaba sin que ello se considerase descortesía. Más aún, eran las tapadas quienes a menudo tomaban la iniciativa, sobre todo si un forastero llamaba su atención.
Ahora mismo lo estaba comprobando el ingeniero en carne propia. Había tratado de esquivar el tráfago de los vendedores ambulantes, que pregonaban bizcochos, tamales y tisanas de malvavisco. Al llegar al portal de Botoneros, donde paseaban las mujeres, se vio envuelto en su urdimbre de encajes y chismes. Y en un puesto de flores la mixturera que lo atendía le dijo, de un modo confidencial, casi al oído:
—Señor, cómprele unas marimonas, unos capulíes o unos claveles.
—¿A quién? —le preguntó Fonseca. Ella se rió, picarona.
—No me va a decir que no la ha visto, señor… —Y al advertir su mirada de perplejidad, añadió, señalando discretamente tras él—: A la tapada aquella, la que está junto a la columna. Cómprele unas flores y la tendrá aún mejor dispuesta.
Se alejó Sebastián del lugar, dejando a la florista con la palabra en la boca. A decir verdad, él también había tenido la sensación de que aquella tapada buscaba su mirada de un modo insistente. Pues, como rezaba un refrán madrileño: «Es natural al más crudo varón ser algo retrechero y coquetón».
Pero, al no saber las costumbres, prefirió ser cauteloso. Ahora, aquella mixturera, que sin duda las conocía mejor, le confirmaba que la embozada estaba tomando la iniciativa.
Remoloneó por la plaza y comprobó que así era. La mujer se hizo la encontradiza, mostrando tan viva complicidad e insinuantes movimientos que necesitó recordarse a sí mismo la urgencia de la misión que le ocupaba, no sin antes preguntarse: «Si enseñando apenas un ojo esta mujer es capaz de poner en jaque a un hombre, ¿qué no hará con más recursos?».
Claro que también podía ser una trampa.
Además, había llegado a la catedral. Y la dirección puesta al frente de la carta de su tío Álvaro se hallaba en las cercanías del templo. Iba a nombre de María de Ondegardo, que supuso la madre del verdadero destinatario del envío, Gil de Ondegardo. Deseaba vivamente entrevistarse con él, esclarecer las oscuras razones que había tras la muerte de su tío y de su padre, noticias añadidas sobre Carvajal. También esperaba conocer la continuación de la historia de Diego de Acuña y Sírax. Pues parecía claro que era ella, y no otra, la mujer que en 1573 había viajado desde Perú hasta España en el Buque Negro.
Al llegar a la dirección indicada en el envío comprobó que se correspondía con una mansión de buena planta, situada en el fondo de un callejón sin salida. Halló las puertas de la casa cerradas a cal y canto, como si estuviese abandonada. Y le dio aquello mala espina.
Tocó con fuerza en la aldaba.
No respondió nadie, y volvió a golpear con insistencia.
Al cabo de un rato, oyó pasos dentro. No se abrió la recia puerta, sino un pequeño postigo enrejado, a la altura de los ojos.
—¿Qué desea el señor? —le preguntó quien había acudido a su llamada y supuso una criada.
—Traigo una carta para Gil de Ondegardo.
Aquella mujer lo miró con extrañeza, y un punto de temor, antes de decirle, secamente:
—El señor Gil de Ondegardo ha muerto.
Sebastián se quedó petrificado. Tanto, que sólo acertó a preguntar:
—¿Cuándo?
—Hace varios meses, cerca de un año —contestó ella mientras se disponía a atrancar la mirilla.
Al joven le costó reaccionar. Puso la mano para que no cerrara en su propio rostro y le mostró el envío:
—En realidad, la carta es para su madre.
—Ella también está muerta —le replicó la criada sin dudarlo un instante.
—Pero… eso es imposible… —balbuceó el ingeniero.
Ya se disponía ella a volver la trampilla cuando se oyó dentro de la casa una imperiosa voz femenina interesándose por la persona con la que estaba hablando. Interrogó Fonseca a la criada con la vista, como preguntándole quién era, entonces, aquella mujer que le daba órdenes. Receló la criada al ver la contrariedad en sus ojos, y atrancó el postigo de un modo violento.
Llamó el ingeniero de nuevo, tocando la aldaba con vehemencia mientras alzaba la voz.
Fue inútil. No le abrieron.
Sus gritos sólo parecieron surtir efecto en la calle donde se encontraba, alertando a cinco individuos apostados en el solitario acceso a aquel tránsito sin salida.
Costaba verlos entre la niebla que lo empapaba todo, pertinaz y fantasmal. Pero no tenían un aspecto tranquilizador. Le pareció reconocer a algunos de los hombres que merodeaban en el coche de punto del Callao, en compañía de Bracamoros, el matón de la partida de Montilla con quien se peleara en el barco.
Volvió a aporrear la puerta. Lo hizo una y otra vez, con ímpetu renovado. Los cinco hombres que cerraban la calle empezaron a avanzar hacia él. De modo instintivo echó mano a la cintura, sólo para comprobar que no llevaba ni una mala arma encima. Gritó, golpeando con los dos puños en el postigo.
Y, de pronto, le abrieron. No la mirilla, sino la puerta.
Esta vez no se trataba de la criada, sino de tres varones. Tenían cara de pocos amigos, y dos de ellos estaban bien prevenidos de garrotes.
Quien le había abierto, con aspecto de mayordomo, miró con detenimiento la carta que de inmediato le mostró Sebastián.
No parecía ofrecer duda. Se correspondía con aquella dirección y llevaba el nombre de María de Ondegardo.
—La traigo desde España —le explicó.
La recogió aquel hombre sin decir palabra. Trató de entrar Sebastián, pero los otros dos no se lo permitieron, bloqueando el paso con sus garrotes. Miró Fonseca hacia la calle, y vio que los cinco hombres se habían detenido y parecían esperar acontecimientos.
Volvió poco después el mayordomo, hizo un gesto a sus compañeros, y éstos le franquearon el paso hasta el zaguán.
—Tenga la bondad de esperar aquí —le dijo.
Oyó entonces sollozos y gritos ahogados. Parecían de la misma voz que antes había interrogado a la criada.
Regresó ésta, al fin, y le preguntó su nombre.
—Por ahí podríamos haber empezado. Me llamo Sebastián de Fonseca.
Se fue la criada a anunciarle. Y volvió al cabo de unos minutos para acompañarlo a presencia de su señora.
Estaba la estancia en penumbra, y ella sentada en un sofá. Una mujer ajada, prematuramente envejecida. El dolor parecía haber dejado en su rostro tales surcos de amargura que saltaban a la vista incluso con aquella luz que pretendía atenuarlos.
A pesar de ello, era demasiado joven para ser la madre del archivero, a juzgar por lo que le había contado su tío Álvaro. Además, si la madre de Gil de Ondegardo había muerto, como le anunciase la criada, ¿quién era, entonces, aquella mujer?
Se sentó en el sillón que le indicaba, manteniéndose en silencio, a la espera.
—¿Es usted familia de Álvaro de Fonseca?
—Era mi tío.
—¿Era?
—Ha muerto hace unos tres meses.
Se llevó la mujer la mano al rostro y exclamó:
—¡Qué desgracia!
Sebastián percibió en ella el esfuerzo por mantener su compostura y dignidad ante un extraño. Al cabo de un largo silencio se atrevió a decir:
—Perdone la pregunta, señora, ¿cuál es su parentesco con Gil de Ondegardo?
—Soy su viuda.
—¿Su viuda?
Y al advertir la perplejidad del ingeniero, se creyó en el deber de darle una explicación.
—¿Acaso no sabía usted que estaba casado? Lo hizo conmigo tras abandonar la Compañía de Jesús. —Como Sebastián no reaccionara, le preguntó—: ¿Conoce el contenido de esta carta?
—No, claro que no.
Se la tendió.
Sebastián la rechazó con un gesto. —Preferiría que me la contase usted.
—Léala, por favor —insistió la viuda—. Yo no tengo fuerzas para contársela. Además, no me creería.
Se puso Fonseca de espaldas a la ventana, tratando de aprovechar mejor la escasa luz. Y a medida que avanzaba por entre los trémulos renglones empezó a entender la actitud de aquella mujer. También la de su tío.
Aquella desdichada carta dejaba claro que Álvaro de Fonseca no sólo ignoraba la muerte de Gil de Ondegardo, sino también que estuviese casado. Mucho menos podía suponer que la leyese su viuda.
Porque revelaba que su tío y el marido de aquella mujer habían sido amantes.
Para prevenir a Gil del peligro que corría, Álvaro no dudaba en expresarle sus sentimientos. Y lo que allí se reflejaba era un hombre desesperado y al desnudo, capaz de cualquier cosa con tal de salvar a quien quería.
Entonces entendió el ingeniero aquella partida de dinero que su padre había tenido que dedicar al rescate de su hermano en el Perú, para comprar voluntades, de modo que se echara tierra sobre lo que debió suponer un tremendo escándalo. Quizá la causa de que, a la larga, Gil abandonase la Orden, tras el regreso de su tío a España.
Tanteó Sebastián las palabras, tras devolverle el pliego. ¿Qué decir tras aquella nueva noticia sobre su familia?
Pensó en Álvaro. En lo que debió de sufrir en Madrid, en el escondrijo del palacio de los Fonseca, mientras recibía impotente los indicios que le anunciaban el cerco en torno suyo, cómo iban matando a los conocidos que terminarían por llevar a sus enemigos hasta su amante. Y se preguntó, de nuevo, qué secretos familiares le esperaban todavía.
Entre sollozos, María de Ondegardo le confesó que su marido se podría haber salvado si ella no hubiese interceptado las cartas que le enviaba Álvaro. Porque en los últimos tiempos sospechó, empezó a leerlas y decidió ocultárselas para romper aquella relación.
—Celos. Horribles celos —se lamentó—. Y la esperanza de que él volviera a mí.
Sin embargo, como a continuación siguió contando su viuda Gil cada vez estaba más alejado, más intranquilo, más en otro lado. Ella había leído las advertencias que Álvaro de Fonseca le hacía a su marido. Eso era verdad. Pero las tomó como argucias de enamorado, intentos de llamar su atención. Hasta que llegó su muerte. Ahora se sentía culpable, incapaz de haber hecho lo que sobradamente manifestaba su tío, que había muerto antes que delatar a Gil, aunque ignorase que ya era demasiado tarde.
—Él le ha demostrado un amor que yo no supe darle —concluyó con un desolado quiebro en la voz.
Escuchó Sebastián todo esto sin saber qué decir. Trató de consolar a la viuda. Y mientras lo hacía, hubo de examinar la situación por puro instinto de supervivencia, considerar el sesgo que aquello iba tomando.
Fue entonces cuando se dio cuenta del error que acababa de cometer. Con su visita a aquella mujer había confirmado al asesino una pista hasta entonces dudosa. Quizá la última que necesitaba.