Lima
La calesa se detuvo frente al palacio, flanqueado por dos aparatosas balconadas de madera con celosías a la morisca. De inmediato se abrieron las amplias puertas claveteadas de bronce. Entró el carruaje en el patio, bordeó la fuente de azulejos que surtía en el centro y se detuvo junto a las macetas desbordadas de floripondios, claveles y jazmines. La entrada al zaguán ostentaba gruesos eslabones de acero, por ser aquélla una de las casas llamadas de cadena.
—Es un antiguo privilegio nobiliario —le explicó Umina a Sebastián—. La justicia de Lima no puede atravesar esa cadena sin permiso del dueño.
—Sólo los amigos —añadió don Luis de Zúñiga—. Considérese uno más de ellos. Conozco lo improvisado del viaje que le ha traído entre nosotros, y espero encontrar ropas que le cuadren. Si es de su conveniencia, le enviaré a mi barbero tan pronto se haya instalado.
Agradeció Sebastián tanta hospitalidad. Y más todavía cuando se halló en su habitación del piso superior. Allí pudo admirar lo refinado de los empapelados, cortinajes y alfombras, la magnificencia de los espejos, las leves yeserías de estilo andaluz, los muebles de madera enconchados de nácar, dorados y rasos. Por vez primera en muchos meses sintió el bienestar de un verdadero hogar.
Cuando Zúñiga lo supuso descansado, fue a comunicarle que había invitado para el día siguiente a algunos amigos de confianza, altos cargos de la colonia.
—Es gente de criterio —le informó—. Por lo que me ha contado Umina sobre los asuntos que les preocupan a los dos, sus opiniones les serán muy útiles. Al menos en Lima. Porque una vez metidos en lo más profundo del país, nadie está hoy a salvo.
Resultó ser aquélla, en efecto, una reunión social de fuste. No tanto por el número, que no sobrepasaba la media docena de comensales, sino porque Zúñiga los había convocado a efectos de pura amistad, para que la conversación fuese más franca que en un banquete protocolario. El hecho de reunir de improviso a personajes de tanto copete daba ya buena idea de su ascendiente.
Fue recibiéndolos don Luis hacia el mediodía, y mientras esperaban la comida tuvo buen cuidado de no separarse de Fonseca, para que éste fuera entendiendo el trasfondo de sus conversaciones. Todos se comportaron con cordialidad. Pero no se le escapó a Sebastián el modo en que lo miraba uno de ellos, don Pedro de Ampuero, oidor de la Real Audiencia.
—¿Tiene usted familia en el país? —se interesó el magistrado.
—No me consta, señor, ¿por qué? —respondió el ingeniero.
—Por nada, por nada… —se zafó el juez, con algún embarazo, mientras se dirigía a saludar al resto de la concurrencia.
Se quedó en suspenso. Había sentido por parte del oidor Ampuero la misma actitud de Umina al verle por primera vez en Madrid. ¿Cómo llamar a aquel modo de recorrer con la vista los contundentes rasgos de su rostro? ¿Una mirada de reconocimiento? Sabía que era absurdo, pero así se lo parecía. O quizá fuera el apellido. ¿Acaso había tratado aquel hombre a su tío Álvaro durante la estancia del jesuita en Lima?
Lo sacó de sus pensamientos don Luis, tomándolo por el brazo para llevarlo hasta el círculo en que discutían sus invitados, en un fuego graneado de opiniones.
—Le explicaba a Fonseca que andamos entre dos virreyes —dijo Zúñiga—. En el interregno, las subidas de impuestos tienen al país muy de uñas. Y las revueltas están a la orden del día.
—Lástima que en América andemos tan escasos de tropas —intervino otro de los contertulios—. En todo el Perú, las regulares rondarán los tres mil quinientos soldados. Y ahora mismo entre Lima y el Callao difícilmente podría movilizar usted un millar.
Pensó Sebastián en la partida de Carvajal y Montilla, con sus cincuenta hombres bien armados que pronto andarían sueltos por el país.
—Entonces, quien cuente con medio centenar de hombres puede decirse que tiene un capital —apuntó el joven.
—Un lujo asiático. Sobre todo si están bien pertrechados y son gente curtida.
Don Luis hizo una seña a Umina para que procediera a colocar a los invitados en la mesa. Tocaba comida de mantel largo, que comenzó con una sopa teóloga y el inevitable puchero, al que Zúñiga presentó como un invitado más.
—Aquí está, no podía faltar, amigos. Sé que no es por mí, sino por este puchero, por lo que vienen a mi humilde casa tan pronto los llamo.
—Páseme su plato —pidió Umina al ingeniero.
Mientras le servía, Sebastián no pudo apartar la mirada de la joven, que estaba a su lado, presidiendo una de las cabeceras. Se había vestido para la ocasión con un riquísimo brocado, en el que la seda azafranada se entretejía con las hebras de oro y plata en amplios florones. Y tan aparatoso ropaje, que en otra mujer habría anulado toda naturalidad, para nada atenuaba su gracia, la limpidez de sus rasgos mestizos, su innata sensualidad. Le bastó con arremangar ligeramente las blondas de los brazos para atender ella misma a los comensales.
Prosiguió la conversación, volviendo al punto que más intrigaba a todos, la llegada del nuevo virrey, y su capacidad para atajar las rebeliones.
—En peores nos hemos visto —bromeó uno, en quien ya se notaban los efectos del vino—. A falta de tropas, aquí hay un caudaloso y aguerrido tropel de funcionarios, una universidad de gran solera, una aristocracia de marqueses y condes para dar y vender… Es buen colchón para prevenir alzamientos.
—No estoy tan seguro —lo atajó Ampuero, que parecía menos dado a ironías que los demás—. La sierra anda muy revuelta. Acuérdense de ese tal José Gabriel Condorcanqui, que se hace llamar Túpac Amaru. Se pasó aquí en Lima buena parte del año mil setecientos setenta y siete, pleiteando para ser reconocido como heredero de los incas que reinaron antes de la llegada de los españoles. Y él pretende ser valedor de los indios contra los hacendados.
—Usted llevó el caso, ¿no es cierto? —le preguntó Umina. Y lo hizo mirando a Sebastián, para prevenirle sobre aquel asunto que los demás comensales conocían sobradamente.
—En efecto, señora —contestó el oidor—. Condorcanqui pretende ser descendiente de ese Túpac Amaru que fue el último inca de Vilcabamba, y al que ejecutaron en mil quinientos setenta y dos. Ha estudiado con los jesuitas en el Colegio de Nobles San Francisco de Borja, en Cuzco.
—Tengo entendido que el tal Condorcanqui es cacique en una provincia cercana a esa ciudad —precisó la joven—. Y que allí tiene una recua de trescientas cincuenta mulas que le permite comerciar y llevar una vida desahogada.
—Así es. Hace dos años y pico vino a Lima, alquiló una pequeña habitación que llenó hasta los topes con los documentos que había traído consigo y que día tras día alegó para ser reconocido como el más legítimo representante de la casa real inca.
—Esa reclamación dista mucho de ser cierta —intervino Umina.
—Seguramente, señora —admitió su interlocutor, caballeroso—. Pero Condorcanqui se tiene por descendiente de Túpac Amaru, y ha adoptado su nombre, gastándose una fortuna en abogados.
—Nada de esto es nuevo —intervino don Luis—. Tomen ustedes cualquier época y siempre habrá un cuzqueño que pretenderá proclamarse inca, ayer Juan Santos, hoy Condorcanqui… Tampoco nos faltará la inevitable expedición científica: ayer Jorge Juan y Ulloa o Gaudin y La Condamine y otros caballeros del punto fijo; hoy Hipólito Ruiz, el marqués de Montilla o Perico de los Palotes. Y, siempre, los obispos que claman por sus privilegios, los frailes que quieren las mismas prerrogativas que el convento vecino, la universidad que anda a la greña por las cátedras, los comerciantes que queremos menos impuestos…
La concurrencia celebró la andanada. Sin embargo, Ampuero no ocultó su preocupación:
—Esta vez es distinto, amigo Zúñiga, créame. La división del virreinato ha hecho que Buenos Aires y Río de la Plata se lleven la parte del león. Los ingleses, que conocen este descontento, se encuentran al acecho. Los jesuitas, que andan por ahí expulsados, están resentidos…
—Todo eso habrá de quedarse al final en hostia sin consagrar —sentenció Zúñiga. Y ante la sorpresa que advirtió en el rostro de Sebastián, le explicó—. No lo tome por irreverencia, Fonseca. Es expresión que empleamos acá para el se acata, pero no se cumple.
—Dios está en el cielo, el rey en España y nosotros aquí. La Madre Patria queda muy lejos y sus leyes deben aclimatarse a estas latitudes —añadió uno.
—A largas distancias, largas mentiras. Un proceso enviado a la Península no es justicia, sino limbo de los justos y la vida perdurable, amén, Jesús —dijo otro.
—Pues bien que se cumplió la expulsión de los jesuitas —terció Ampuero, molesto por aquel cuestionamiento de su oficio.
—Ah, eso es otra cosa —dijo el primero—. Sus doctrinas, más que inculcar la fidelidad al rey, promovían la adhesión a la soberanía popular. Los reverendos padres enseñaban a la luz del día, claro y alto, que la autoridad no viene de Dios al Rey, sino al pueblo, y que es éste quien la deposita, o no, en el monarca. Más de un antiguo jesuita, que aquí vivió y comió la sopa boba, ahora está a sueldo de Inglaterra. Desde que el año pasado se suspendieron nuestras relaciones con esa nación. Ahora mismo, se sabe que apoyan muchos de los altercados de la sierra. Y también a ese tal Condorcanqui.
—Reconocerán ustedes que la expulsión de los jesuitas la ha aplaudido media Europa, y no la más inculta —apostilló otro.
Sebastián no pudo contenerse e intervino para decir:
—Sí, la misma Europa que todavía truena contra la de los judíos por los Reyes Católicos, la persecución de los protestantes por Felipe II, o la de los moriscos por Felipe III. ¿Acaso los jesuitas eran menos españoles que ellos, o menos peruanos los de aquí?
—No se podía tolerar su insensata soberbia, ese su modo de tirar la piedra y esconder la mano…
—Como tantos otros —contraatacó Fonseca—. Europa rebosa de libros filantrópicos macerados en la leyenda negra contra España, financiados, eso sí, con el dinero que obtienen los países protestantes con el tráfico de esclavos que arrancan a sus familias en África para llevarlos hasta sus colonias americanas.
—Calma, señores —terció el anfitrión—. No se puede hacer apología de los reverendos padres, pues supondría menoscabar la lealtad que debemos a nuestro soberano Carlos III. Apacígüense los ánimos de vuecencias y pasemos a los siguientes platos.
Sacaron entonces unos pichones almendrados con salsa picante, tamales de maíz molido, con tiras de carne de cerdo asada en parrillas y envuelta en hojas de maíz. Vino también un ceviche de pescado con naranja agria y unas tortillas de camarones con rabanitos y cebollas.
Terminaron aquel aquelarre gastronómico con una ensalada de frutas, mezcla de dulces y agrias, suaves y picantes. Y aún remataron a modo de espuela con leche asada.
Vencidos los postres, o los comensales, pareció llegado el momento de hablar de la expedición científica de Montilla, a la que sólo se había mencionado de pasada, preguntando a los concurrentes su opinión al respecto.
—He oído hablar de ella —dijo uno—. Parece que ha de completar el trabajo de Hipólito Ruiz, que lleva dos años herborizando por acá. Y ésta del marqués de Montilla creo que busca un pino para mástiles.
Ahí es donde quería llegar Sebastián.
—No está solo en el empeño… —aventuró, tanteando el terreno y en manifiesta alusión a Alonso Carvajal.
Nadie recogió el guante. Se produjo un silencio incómodo, incluso entre los más parlanchines y sueltos de lengua.
Umina trató de desviar la conversación. Y cuando el ingeniero hizo amago de insistir, le bastó una mirada de la joven para comprender que no debía hacerlo. No, al menos, mientras permaneciera bajo aquel techo.
Don Luis de Zúñiga, que entendió de inmediato el conflicto, no dudó en levantar la mesa. Y se llevó aparte a Sebastián tan pronto como le fue posible, una vez que se hubo asegurado de que se escanciaban los licores y Umina quedaba a cargo de los invitados. Pero apenas pudo hablarle, porque no tardó en unírseles don Pedro de Ampuero, el oidor de la Real Audiencia, que preguntó a Fonseca:
—¿Le interesan los libros antiguos?
—Claro… —asintió el ingeniero.
—Amigo Zúñiga, ¿puede mostrarnos esa rareza que tiene en tanta estima?
—Por favor… —dijo el anfitrión señalándoles la biblioteca.
Cuando hubieron llegado allí, los dos hombres acompañaron a Sebastián hasta un atril donde había un volumen abierto. Lo examinó el ingeniero antes de dictaminar:
—No soy hombre de letras, pero parece un Quijote muy antiguo.
—La primera edición, de mil seiscientos cinco. A finales de ese año llegó un ejemplar para mi antepasado, el virrey don Gaspar de Zúñiga Acevedo y Fonseca. Es ése de ahí. —Y señaló un retrato de no mala mano, donde se veía a don Gaspar ante un cortinón de terciopelo con sus escudos heráldicos—. ¿Ve usted? Ése es el emblema de los Fonseca, cinco estrellas de gules en campo de oro.
Miró bien Sebastián y comprobó que aquel apellido suyo no incluía ningún nudo, ni gordiano ni de especie alguna.
Don Luis reclamaba su atención para enseñarle la dedicatoria del libro, que leyó:
—«A Juan de Avendaño, Miguel de Cervantes». Era un buen amigo de mi familia, y a su vez compañero de Cervantes en la Universidad. Su amistad no se enfrió nunca, porque le animó a que viniese al Perú a reunirse con él. Y Cervantes lo solicitó, aunque el rey Felipe II le contestó en mil quinientos noventa: «Busque por acá el solicitante en que se le haga merced».
—Muy interesante —reconoció Fonseca—. Aunque ustedes no me han traído aquí sólo para enseñarme este libro.
—Desde luego que no —reconoció Ampuero—. Sospecho que usted y yo pensamos de modo muy distinto. Sin embargo, me paso la vida juzgando a la gente, y me creo capaz de reconocer a una persona honesta. Nadie habría defendido a los jesuitas como usted lo ha hecho, ahora que están en desgracia. Por eso mismo quería prevenirle para que no peque de imprudente, y no vaya por ahí preguntando por Alonso Carvajal. Ese hombre tiene oídos en todas partes. Me consta.
—¿No podría usted ser más explícito? Se lo ruego —le pidió Sebastián.
—Bien que me gustaría, pero no es posible. Sólo le diré que Carvajal siguió todos los detalles de las reclamaciones de Condorcanqui, y sacó a relucir sus propias probanzas y las de sus antepasados cuando lo creyó conveniente. Además, lo primero que ha hecho ahora, en cuanto ha llegado aquí desde España, ha sido ponerse al día en todos los papeles que se han removido con ocasión de estos pleitos. Nunca había habido tanto trajín de documentos desde la época de Vilcabamba. Ahora mismo, ese hombre prepara ya la marcha al Cuzco. Y una de las cuestiones que ha quedado pendiente ha sido el examen de la tumba de Túpac Amaru, que está en la cripta del convento de Santo Domingo de aquella ciudad.
—¿Le darán permiso para entrar en esa cripta? —se extrañó Zúñiga—. Mucha gente lo ha intentado, porque dicen que están los restos del Coricancha, el antiguo Templo del Sol. E incluso los tesoros escondidos por los incas.
—Quizá lo consiga. El convento está pasando grandes apuros económicos, y han elegido un prior muy emprendedor, interesado en demostrar que allí están enterrados los últimos supervivientes de la familia real inca. Si lo lograra, la casa ganaría en rango y donaciones, pasándose a llamar Santo Domingo el Real.
Sebastián se dio cuenta de que Umina y él tenían que ir a Cuzco e impedir que Carvajal y Montilla se les adelantaran. Pero antes debía cumplir otra misión en Lima, no menos delicada. Por eso preguntó al magistrado, pensando en los papeles que su tío Álvaro había traído hasta allí:
—¿Sabe usted si en todos esos pleitos se han sacado a relucir documentos del antiguo archivo de los jesuitas?
—No añadiré nada más, ya he hablado demasiado —concluyó Ampuero, haciendo ademán de retirarse.
—Espere —le pidió Fonseca—. Le ruego que me diga por qué me preguntó si tenía familia en Perú.
—Es muy delicado, no quisiera ofenderle.
—Estoy seguro de que esa intención ni siquiera se le ha pasado por la cabeza. Dígamelo, y le prometo que no saldrá de nosotros.
—De acuerdo, y le pido excusas de antemano por la inconveniencia. Me recuerda usted a ese José Gabriel Condorcanqui. Por mucho que se haga llamar Túpac Amaru, es de sangre mezclada, un mestizo, muy blanco para indio, aunque oscuro de piel para ser español.
—¡Por Dios! —se rió Fonseca. Y dirigiéndose a Zúñiga le preguntó—: ¿A usted también le recuerdo a Condorcanqui?
—No tengo el gusto de conocer a ese cacique —se escabulló don Luis.
Pero cuando el magistrado se hubo ido, su anfitrión le retuvo.
—Aun a riesgo de ser reiterativo, yo también debo prevenirle sobre Alonso Carvajal… Es muy cierto lo que le ha dicho Ampuero. Nadie soltará prenda sobre él. Es un individuo muy temido, uno de los hacendados más poderosos y despiadados, el brazo ejecutor de los intereses de los criollos. Y eso le permite mover muchos resortes e hilos en la sombra, aunque nunca dé la cara, para que no le puedan acusar formalmente de nada. Es mejor que no se cruce usted en su camino.
—Me temo que ya lo he hecho. Y no tiene vuelta atrás.
—En tal caso, sólo contará con un aliado, el único que no teme enfrentarse a él.
—Supongo que no se refiere usted a José Gabriel Condorcanqui.
—Desde luego que no. Aunque es enemigo declarado de Carvajal, por lo poco que he oído hablar de él dudo que usted se entendiera con ese cacique.
—Entonces me está hablando de Umina.
—¿Cómo lo ha adivinado?
—Empiezo a conocerla un poco. Y sé que Carvajal mató a su hermano.
—¿Le ha contado la historia? —se extrañó Zúñiga. Y el ingeniero pudo notar la alarma en el tono de su pregunta.
—Sí, pero no entró en detalles. Esperaba que me los dijera usted.
—No haré tal. Fue algo horrible. ¿Por qué cree usted que nadie quiere hablar?