36

El Callao

En jarras, junto al timón, Umina discutía con el capitán de la nave. No se trataba ya del África, ni las aguas eran las del Atlántico. Estaban surcando el océano Pacífico en un lento paquebote de correo y transporte. Su nombre oficial era Nuestra Señora de los Dolores, pero sus marineros lo llamaban, sin rodeos, La Ruina. Y navegaban hacia el sur ceñidos a la costa, rumbo al Callao, el puerto de Lima.

—Necesito más huevos —le apremiaba la joven.

—Usted, señora, los está consumiendo todos —se lamentó el capitán.

—Y más que hubiera.

A su lado, Qaytu asentía, rotundo.

—Está bien, usted gana —accedió el marino.

Se aproximó hasta las jaulas de las gallinas y recogió los huevos que encontraba.

Umina los depositó con cuidado en una cesta y se dirigió a la cocina. Allí tomó un cuenco de buen tamaño y fue separando las yemas, para entregar las claras a Qaytu. Éste las batió vigorosamente, añadiéndoles agua. Tras ello, se acercaron a un lugar bien resguardado de la cubierta.

Habían construido un cubículo con los fardos de papel que transportaba el paquebote para la fábrica de cigarros. Y en medio, sobre un jergón, descansaba Sebastián de Fonseca.

—Tómese esto —le ordenó la joven, sujetándole la cabeza.

—¿Todavía más? —protestó él—. Tengo la garganta tan aclarada que podría cantar ópera.

—No, por Dios, no empeoremos las cosas… —rió ella—. Qaytu insiste en que es lo mejor para la intoxicación por azogue.

—¿Nos ha salido ahora curandero?

—Lo ha visto en las minas de mercurio de Huancavelica. Hágame caso, y con un poco más de reposo al aire libre volverá a parecer usted una persona.

Sebastián había llegado a encontrarse muy mal: fiebre, fuertes mareos, espasmos. Y aunque se hubiese recuperado, todavía le quedaba un ligero temblor en labios y párpados.

Umina y Qaytu lo habían rescatado de la bodega del África, asistidos por el personal del negocio familiar en Tierra Firme. Al ver el estado en que se encontraba, el comandante Valdés lo dejó al cuidado de la joven. Temía por la vida del ingeniero si lo llevaban a una prisión. Y, antes de reanudar su viaje, el marino había decidido entregar su documentación a la mestiza para que la presentara a las autoridades cuando Fonseca hubiese salido de peligro. Era muy consciente de que ella procedería a su leal saber y entender.

Tan pronto estuvo en condiciones de navegar, Umina movió las influencias de sus agentes en Panamá para regularizar la situación de Sebastián, esquivando los detalles enojosos de su embarque como polizón. Tras ello, lo habían subido al paquebote sin más explicaciones.

Los recuerdos del ingeniero fueron en un principio confusos, diluidos en los delirios de la fiebre. La joven había permanecido a su lado en todo momento. En más de una ocasión, al despertar sobresaltado, la encontró allí, sin despegarse de él, atenta a refrescar su frente. O tendida a su lado, ganada por el cansancio.

—¿Qué pasó en la bodega del África? —le había preguntado la joven.

—Ese hombre me atacó. Iba a por mí a tiro derecho. Pero logré defenderme, hiriéndolo y al abrirse las escotillas huyó para no ser descubierto en aquel lugar.

—¿Pudo averiguar quién era?

—Los documentos de su equipaje lo identifican como Alonso Carvajal y Acuña.

Cuando escucharon este nombre, Umina y Qaytu habían cruzado una mirada de incredulidad, quedándose paralizados.

—¿Está seguro?

Al asentir con la cabeza notó que el rostro de la joven se desencajaba y el sudor goteaba por su frente. Y cuando ella sacó el pañuelo para enjugarlo vio cómo le temblaban las manos. Luego se las llevó a la cara, mientras exclamaba, con una mezcla de desesperación e impotencia:

—¡Dios mío!

Se había levantado, para alejarse de él, tan descompuesta que tardó largo rato en volver. Le pareció oír que vomitaba por la borda. Y cuando regresó a su lado estaba pálida. Muy pálida.

—¿Conoce a ese hombre? —le preguntó.

—Ojalá no lo conociera —había respondido Umina, sombría—. Pero así es, por desgracia. Ignoraba que el segundo apellido de Alonso Carvajal fuese Acuña. Nunca lo utiliza.

—Pues en él está la clave de todo. De atrás le viene al garbanzo el pico. Según los documentos y probanzas que lleva en el baúl, desciende de Diego de Acuña.

—Eso explica muchas cosas —musitó ella, con voz desfallecida.

Deseaba el ingeniero que continuase, pero a Umina le costó sobreponerse a aquella noticia que tanto parecía afectarla. Y era del todo evidente que no quería hablar delante de Qaytu. Esperó a que Fonseca hubiese terminado para tender el cuenco al indio, indicándole con un gesto que se lo devolviese al cocinero.

—¿Quién es ese individuo? —se preguntó Sebastián.

—Alonso Carvajal tiene cerca de Cuzco un obraje con telares, La Providencia. Pertenecía a los jesuitas hasta que fueron expulsados. Entonces lo compró él y empezaron los problemas.

—¿Con usted?

Aquí, ella pareció dudar. Apartó la vista, miró al suelo y respondió:

—Y con mi familia. Y con más gente. Él fue quien cortó la lengua a Qaytu cuando denunció los atropellos que allí se cometían contra los indios… No sólo se la cortó…

Sebastián hubo de hacerse cargo de los sentimientos que aquellos recuerdos despertaban en la joven, mezcla de espanto y de algo más que no alcanzaba a precisar. Esperó, paciente, a que pudiera continuar.

—… Hizo algo terrible, después de cortársela… —prosiguió Umina—… Se la echó a su perro, un mastín negro que tiene, para que se la comiera delante de él, cuando Qaytu aún tenía la boca llena de sangre.

Fonseca la había tomado de la mano, pidiéndole que se calmara, mientras trataba de atar cabos.

—Por eso quería librarse de él y arrojarlo al mar. Quiero decir que tan pronto supo que Qaytu iba a bordo, Carvajal trató de impedir que él lo reconociera entre los miembros de la expedición de Montilla.

—Supongo que sí —respondió ella—. Pero hay algo más…

De nuevo Umina pareció luchar con recuerdos muy dolorosos, hasta ser capaz de reaccionar y concluir:

—Creo que fue él quien estuvo detrás de la muerte de mi hermano…

—¿Cuándo fue eso?

—Hace un par de años. En Lima. Se disponía a embarcar para España…

—Cuéntemelo…

Ella movió la cabeza, tratando de reprimir las lágrimas que acudían a sus ojos.

—Fue horrible…

Esperó Sebastián largo rato. Hasta darse cuenta de que Carvajal suponía para Umina una auténtica pesadilla. Aquel hombre parecía caer sobre sus víctimas de un modo tan atroz que hasta los supervivientes quedaban marcados de forma indeleble. Algo más había sucedido, tan pavoroso que ella era incapaz de asimilarlo. No quiso insistir. Se limitó a apretar de nuevo la yerta mano de la joven.

—Entiendo… Ésa es la razón por la que usted tuvo que ir a Madrid, en lugar de su hermano —dijo.

Asintió ella mientras se secaba los ojos con el pañuelo.

—Hay algo más que debe saber, y que quizá haya sido el detonante inmediato de lo que ahora sucede. Hace dos o tres años apareció en escena un cacique indio llamado José Gabriel Condorcanqui. Tiene tierras cerca de Cuzco y un negocio de transporte de mulas. En mil setecientos setenta y siete se trasladó a Lima para ser reconocido descendiente de Túpac Amaru y el heredero legítimo del trono de los incas. Mi madre y mi hermano se opusieron a esas pretensiones. Hubo gran revolver de papeles y archivos. Y ahora veo que con ello también se alertó a Carvajal. Éste se mantendría al tanto de los pleitos sobornando en la audiencia a unos y a otros, además de echar mano de los documentos de su propia familia.

—Y tirando de esos hilos habrá llegado a los Fonseca, empezando por Cristóbal y terminando por mi padre y mi tío Álvaro, que estuvo en Perú. Éste ya me dijo poco antes de morir que durante la expulsión de los jesuitas en Madrid y en Lima alguien andaba tras la pista. A partir de ahí, Carvajal se pondría en contacto con gente en España que lo llevaría hasta nuestros peores enemigos, los Montilla, para tener al marqués de su lado. Y no les habrá costado mucho obtener apoyos oficiales u oficiosos.

—Así ha debido de ser —ratificó ella—, a poco que hayan sabido presentar a ese cacique, Condorcanqui, como un aliado de los jesuitas y de los ingleses, para resucitar el trono de los incas e independizar el país de la Corona de España.

—¿Nos llevan ahora mucha ventaja?

—Carvajal y Montilla ya habrán llegado al Callao. Dieron prioridad a su expedición. Le aseguro que en cuanto desembarquen en Perú el marqués será el peón y Carvajal dejará de estar en la sombra para llevar la voz cantante. Estará en su elemento.

—Tendrá que ir con mucho cuidado. Esa gente la estará esperando.

—No serán los únicos en esperarnos. Mandé aviso para que nos recogieran en el puerto.

Mientras navegaban hacia el sur bordeando la costa, sobre aquellos tablones desparejos que con tanto optimismo llamaban barco, se advertían leguas y leguas de tierra monótona. De Guayaquil a Paita era un desierto árido, calcinado, sin más vida que algunos árboles derrengados y fantasmales. Y al fondo la cordillera de los Andes parecía prolongar en piedra el abrupto oleaje, cerrando la vista con su barrera insalvable, alzada sobre la estrecha franja costera. Sólo muy de tarde en tarde se abría paso entre aquellos yermos ocres una tímida cinta verde alrededor de un riachuelo que bajaba peleando desde las montañas.

No cambió apenas esta visión hasta el día en que, al caer la tarde, se toparon frente a ellos con el faro de la isla de San Lorenzo, con su siniestro presidio. El islote les cerraba el paso, desolado y ceniciento, para señalar el puerto del Callao y las murallas del Real Felipe.

Echó la nave el ancla, pero el capitán les informó que habrían de permanecer en la rada. Ni los pasajeros ni las mercancías podían desembarcar durante la noche, para evitar el contrabando. Estaba en pleno vigor la real orden del año anterior que obligaba a la revisión de todo lo que ingresara en el puerto. Si querían aligerar aquellos trámites, les encareció que preparasen sus respectivos resguardos para que los cotejara el administrador de la aduana y el escribano del registro.

Tuvieron que conformarse con observar desde el barco las blancas casas del Callao, que iban amarilleando con el declinar del sol. Al ascender desde la costa, su luz mortecina iba engullendo la llanura, relevada luego por colinas parduscas, hasta perderse en las estribaciones de la cordillera. Los últimos rayos brillaron inciertos y cárdenos en sus cimas cubiertas de nieve, para amoratarse y dejar paso a la noche, presidida por la Cruz del Sur.

El amanecer los sorprendió con su extraño silencio. El Callao parecía haber desaparecido, cubierto por una niebla espesa. A su través se entreveían adormecidos los navíos, urcas y barcazas que surcaban lentamente el puerto, entre el rebullir de gaviotas, petreles y pelícanos. Revolaban estas aves esquivando los mástiles para caer sobre los bancos de sardinas que se aglomeraban y deshacían entre las olas como un abanico al abrir y cerrarse.

Los edificios de la ciudad eran apenas una borrosa mancha. Se adivinaba el perfil quebrado de los tejados, el campanario tosco y oscuro de su iglesia y los baluartes con las amenazadoras baterías de cañones. Todo adquiría un aire irreal, dilatado, como visto a través de una lente.

Sebastián se había despertado temprano, inquieto, y estaba pegado a la borda, escrutando la entrada al puerto. Cuando, de pronto, abriéndose paso en aquel aire suspendido, se oyó un sonido bronco, entre resoplido y brama desapacible. Y se sobresaltó al ver aparecer, emergiendo de las aguas, una cabeza que le pareció de ternero.

—Es un león marino —le explicó Umina, de pie tras él, al advertir su sorpresa.

—Ah, hola, buenos días —la saludó.

—Están cortejando, y se pelean unos con otros —dijo señalando a los animales—. Pero son inofensivos, y a los navegantes les sirven de guía cuando el mar está brumoso. Les indican dónde están las rocas, aquí no hay campanas para señalar la niebla.

El capitán les informó de que ya tenían permiso para desembarcar y un bote que los conduciría hasta el muelle.

Llegados allí, echaron pie a tierra, mientras los descargadores iban depositando sus bultos en unos carros planos que encaminaban luego a la aduana.

Los esperaba a la salida un hombre alto y entrado en carnes. Vestía calzones y casaca de terciopelo azul, con gran trenzado de ojales y botonadura de oro. La casaqueta iba en rojo, a juego con las medias. En tres dedos de la mano brillaban anillos con joyas engastadas.

—Es don Luis de Zúñiga —explicó la mestiza a Sebastián—, comerciante y armador, socio de mi difunto padre y una de las personas más principales de Lima.

Rondaría los cincuenta años, y aunque en él la edad ya iba haciendo su oficio, se mostraba alegre y risueño. A ello contribuían la nariz bien poblada de venas y los carrillos arrebolados, que delataban a un comensal y bebedor avezado.

—Veo que recibiste mi mensaje —le saludó Umina, besándolo afectuosamente. Y haciéndose a un lado, añadió—: Él es Sebastián de Fonseca, de quien ya te informé por escrito. No hay inconveniente en que venga con nosotros, ¿verdad?

—Bienvenido, ya contaba con ello. Nos iremos de aquí en cuanto hayamos cargado los equipajes. No me gusta nada el aspecto de esa gente. —Y al decir esto señalaba la plazuela cercana al embarcadero.

Sebastián le dio las gracias y miró en aquella dirección. Era difícil saber a qué se refería exactamente don Luis de Zúñiga, por ser tanta la concurrencia que se perfilaba entre la humareda de los braseros, avivados por las afanosas mujeres indígenas. Desde allí llegaba el delicioso aroma de los chicharrones, pescados, carnes y papas con ajíes picantes. Y cuando se entreabría su cortina de humo se podían ver bloques de sal de Huacho traslúcida como el alabastro, fardos de corteza de quino, panes de azúcar moreno envueltos en hojas de plátano y nubes de moscas…

Pero Zúñiga no se refería a nada de aquello, sino a quienes rodeaban el coche de punto encargado de cubrir las casi tres leguas que separaban el puerto del Callao de la ciudad de Lima. Por entre los mozos de cuerda que ayudaban a cargar los equipajes advirtió Fonseca la presencia de varios hombres que trataban de controlar a los pasajeros. Y reconoció a uno de los marineros de la expedición de Montilla, aquel mastuerzo con el que se peleara, Bracamoros.

Tan pronto estuvo lista la calesa, subieron a ella y dio don Luis la orden de arrancar. Qaytu se había acomodado en el pescante, junto al conductor y, además del postillón, cuatro hombres a caballo y bien armados flanquearon el carruaje para escoltarlo. Sonó el cascabeleo del tiro al iniciar su marcha mientras traqueteaba sobre los adoquines de la calle mayor. Era poco más que una hilera de casas bajas y encaladas, de techos planos, con las terrazas ocupadas por oscuras aves carroñeras, buitres de poca alzada que parecían esperar el momento de dar cuenta de algún perro muerto o de los borricos que dormitaban resignados. Pero en su trazado pudo reconocer Sebastián las severas y racionales líneas que los ingenieros militares sabían imprimir a sus trabajos.

La subida hasta Lima era suave, aunque más allá de la aldea y cementerio de Bellavista la pendiente se dejaba sentir en algunos tramos del camino real. Una cruz señalaba el mayor prodigio del terremoto de 1746, cuando una gigantesca ola se alzó con tal violencia sobre el puerto que arrastró tierra adentro un poderoso navío con toda su tripulación, retirándose luego de forma tan limpia y rápida que quedó varado intacto en medio del arenal, sin que nadie sufriera daño.

Se habían detenido, para explicarle todo esto al asombrado Fonseca, cuando los hombres que los escoltaban y montaban la guardia les previnieron sobre unos jinetes que venían del puerto. Y el joven pudo reconocer entre ellos a Bracamoros y a otros componentes de la expedición de Montilla, que se perdieron camino de Lima entre una nube de polvo.

—Esa gente iba en el África —dijo Sebastián.

—Bueno es saberlo —le contestó Zúñiga.

Mientras reanudaban la marcha, Umina contó al armador y comerciante lo que sabían sobre la expedición del marqués de Montilla y su complicidad con Alonso Carvajal.

No ocultó don Luis su preocupación por las noticias que le traían.

—Lo que nos faltaba… —aseguró moviendo la cabeza, contrariado—. Por si las cosas no anduvieran bastante revueltas en este país.

—¿Tan grave es la situación? —le preguntó ella.

—Mucho peor que cuando te marchaste. Esto anda más enredado que costura de beata.

El paisaje de arena grisácea empezó a cobrar vida. Regueros de cañas e hileras de sauces marcaban el zigzagueo de los acequiones. Estos descendían por entre los campos de alfalfa y maíz hasta el Rímac, el río que prestaba su nombre a Lima, tal como lo entendieron pronunciar los españoles a los naturales.

Cerca ya de la ciudad, verdeaban las huertas de hortalizas y frutas, con muros de tapial a los que se asomaban naranjos, higueras, parras y granados. Desde los palomares salía el zureo de las aves cuando se habían recogido las parvadas. Y a poco se encontraron con una alameda que conducía hasta la muralla y el río. Salvaron ambos por un puente para entrar a través de la calle de los Mercaderes y ganar la Plaza Mayor, presidida por la catedral, el palacio del virrey y el Ayuntamiento.

Don Luis de Zúñiga hubo de insistir al ingeniero para que aceptase su hospitalidad.

—No quiero molestarle —trató de resistirse Sebastián.

—Me molestaré si rechaza la invitación —le replicó Zúñiga—. Sepa que uno de mis apellidos es también Fonseca. Quizá seamos parientes lejanos. Además, sería usted un perfecto insensato si se alojase en cualquier posada. No sabe lo peligroso que es ese hombre, Alonso Carvajal.