Frente a Frente
Tenía que averiguar la identidad de su enemigo, ahora que contaba con libertad de movimientos por primera y quizá última vez. Y el único modo de hacerlo era localizar el baúl que había visto embarcar con el capote cabriolé verde y el broche de plata roto. Si no lo lograba, aquel asesino tendría todas las bazas en su mano. Sobre todo ahora que conocía la presencia de Umina a bordo. Debía actuar, aunque fuese a la desesperada, aprovechando que la tripulación y el pasaje estaban ya pendientes de la llegada a puerto.
El problema era que para ello habría de acceder a la bodega y encontrar aquel equipaje.
Se dirigió hasta las escaleras de proa y bajó hasta el sollado. Una vez allí, examinó las cajonadas, aquellos soportes destinados a colocar los bagajes de la marinería. Pero no encontró el baúl que andaba buscando.
Descendió entonces a la bodega. Ahora estaba en un lugar bien conocido, su cobijo durante varias semanas. Debía darse prisa: en el momento en que atracasen empezaría la descarga.
Tomó un farol de mano, lo encendió y se internó en aquella parte que Hermógenes llamaba «el Santo Sepulcro». Sintió bajo sus pies el crujido de la zahorra de cáscaras de almendra que rellenaba el suelo, entre el lastre de piedras. Se acordó del dicho del carpintero: «Sentina hedionda, casco seguro». Según él, la mugre protegía el casco de la carcoma y la tiñuela. Si así era, el África estaba bien a salvo: aquel vientre tenebroso despedía un espesor de vahos podridos que cortaba el resuello.
Caminó con tiento por la plataforma que flanqueaba la bodega, un voladizo firmemente sujeto al casco al modo de un muelle de carga lateral. Abajo se apilaban las enormes pipas de agua, barriles altos y alargados que alcanzaban holgadamente las sesenta arrobas, e iban calzadas con cuñas para evitar su desplazamiento. Rendido su contenido durante la travesía, muchas estaban ya vacías.
Fue examinando los lugares a los que no había podido acceder durante su estancia clandestina en aquel lugar. Vio recias cajas de madera selladas con las marcas de la aduana. Pudo comprobar su contenido porque una de ellas se había roto durante la tormenta, dejando asomar paños finos.
Continuó con su inspección hasta detenerse en un rincón donde las lonas bien atadas ceñían un abultado equipaje. Lo habían disimulado entre la leña y los barriles de brea, pero ahora resultaba visible al haber descendido el nivel del combustible ya consumido. Debía de tratarse de contrabando. Le llamó la atención un hueco entre la tonelería, con un equipaje cuidadosamente estibado.
«¿Qué hace aquí, cuando el resto está en el sollado?», se preguntó.
No quedaba lejos del gran escotillón de carga abierto a proa, atendido por el cabrestante de esa zona, de forma que podía haberse introducido fácilmente desde el exterior y descargarse del mismo modo rápido y discreto.
Bajó por las muescas de uno de los puntales que sostenían el voladizo de la bodega y se llegó hasta aquel equipaje. No llevaba marca alguna de la aduana. Desató la cuerda que ceñía la lona y al recorrer su interior con el farol pudo ver que se trataba de telares.
«Telares mecánicos ingleses. Esto explica que los hayan escondido aquí. Contrabando, sin duda».
Pero aún había más. Rebuscando entre las piezas de los telares encontró armas.
«¡Todo un alijo de armas de fuego!».
Intentó hacerse cargo de la situación. Debía de ser el cargamento que viera apalabrar a Montilla en Cádiz, con los ingleses. ¿Tenía algo que ver con aquellas fragatas británicas que habían tratado de interceptarles? Montilla conocía la ruta del África y había insistido al comandante para enfrentarse a los buques enemigos. Sólo alguien como el marqués podía ser tan osado y hacer semejante contrabando en un navío militar. Alguien que pretendía contar con sus propias milicias, para moverse por el Perú con una misión muy concreta: buscar la ciudad perdida de los incas y sus tesoros bajo la cobertura oficial que le ofrecía su expedición científica.
Ahora tenía que localizar el cabriolé verde con el broche roto, y averiguar el nombre de quien estaba actuando a la sombra de Montilla para hacer todos los trabajos clandestinos y peligrosos, de modo que no se empañase la reputación del marqués.
Con la excitación y las prisas, comenzó a buscarlo sin atender al ruido que hacía. Tampoco reparó en que alguien se movía sobre él, tratando de ubicar su posición exacta.
No tardó en toparse Sebastián con un baúl bien ferrado que llevaba sujeto en su exterior el cabriolé verde.
«Por fin voy a saber quién eres, asesino», se dijo.
Forzó el baúl. Encontró en primer lugar ropa de muda. Al removerla empezaron a aparecer documentos. Y el nombre que vio allí lo dejó tan asombrado que el farol estuvo a punto de caérsele de las manos. Sobre todo cuando oyó una voz encima de él, a sus espaldas:
—Las ratas siempre vuelven a la bodega. ¿Ha encontrado algo interesante en mi equipaje?
Al volverse y alzar los ojos le deslumbró el brillo del hacha de abordaje que blandía su adversario. No alcanzaba a verle la cara a contraluz. Pero un bulto en el brazo izquierdo, bajo la casaca, permitía adivinar el vendaje de la herida que le infligiera al clavarle el formón.
O sea, que aquél era el hombre que Montilla había pretendido perder durante la tormenta y que en realidad se había escondido, porque Qaytu pareció reconocerlo. Tras fracasar en su propósito de arrojar al indio por la borda, se había visto obligado a permanecer oculto para su desembarco clandestino.
Ahora que había averiguado su identidad, aquel canalla no iba a dejarlo salir de allí con vida. Su enemigo tenía al alcance de la mano Tierra Firme, y podría escapar sin problemas. Debía de haber pensado, también, que ahora o nunca.
Sebastián era una presa fácil. Estaba desarmado. Como primera medida, apagó el farol. Así se compensarían sus desventajas, pues él conocía bien aquella bodega, apenas iluminada ahora por la linterna de su adversario y un levísimo resplandor que caía de lo alto de la escotilla.
Pero su enemigo también parecía moverse con soltura. Y no por haber apagado la luz eran menos peligrosos los hachazos que le tiraba en la oscuridad.
Pasaban éstos silbando, junto a su cabeza, obligándole a retroceder hasta que quedó arrinconado contra unos toneles.
Hubo en ese momento un tirón brusco, debido a las maniobras de atraque del buque, y varios de los barriles de brea se le vinieron encima. Apenas tuvo tiempo para pegarse al casco, evitando que lo aplastaran. Ahora, Fonseca estaba sepultado en un estrecho hueco, entre las pesadas barricas.
Trató de hacerse una rápida composición de lugar. Por de pronto, si su enemigo deseaba comprobar su muerte, o registrarlo, tendría que bajar hasta donde él se encontraba.
Veía la luz de su linterna. Su atacante estaba encima de él. Se sujetaba a unos toneles más livianos, de agua, y había comenzado a descender hacia la posición en la que se hallaba atrapado. Por entre el hueco de las barricas refulgían las hebillas de plata de sus zapatos.
Tanteó a su alrededor hasta que descubrió una pala para extender y apelmazar por el suelo de la bodega la zahorra de cáscara de almendra. La boca de la pala era de hierro y estaba bien afilada. Su única posibilidad era esperar a tener a su adversario a tiro y propinarle un golpe en las piernas lo suficientemente fuerte como para derribarlo. Pero antes debía esperar a que él lo liberase, porque nunca podría salir de allí por sí mismo. Calcular el momento y el lugar sería crucial.
Percibía a su alrededor el esfuerzo de su adversario para desplazar los toneles valiéndose del hacha a modo de palanca, y cómo rodaban éstos hasta el fondo de la bodega. Ahora ya sólo quedaba uno, especialmente pesado, para dejar expedito el paso.
Tan pronto le quitó de encima la barrica que le impedía la salida, Sebastián golpeó los tobillos de su enemigo con un violento impulso de la pala. Oyó el grito de dolor, su intento de rehacerse, el hachazo que trató de propinarle y que se desvió hasta dar en aquel último tonel, que fue a caer sobre el ingeniero.
Estaban ya abriendo las escotillas y la luz del sol inundó el fondo de la bodega. Pudo oír cómo su adversario gateaba, resollando entre blasfemias y maldiciones, mientras trepaba por las muescas de uno de los puntales. Sin duda huía para no ser descubierto en lugar tan comprometido.
Atrapado bajo aquel barril, Fonseca empezó a percibir los ruidos propios de la entrada en el puerto. Primero fue el intercambio de saludos, luego los gritos de los marineros, que desde el barco pedían a los del muelle cuidado con las amarras. Después, las grúas, el estrépito de los cabrestantes y el chirrido metálico de las cadenas al ajustarse sobre los fardos.
Pero todo eso ya le empezaba a llegar en medio de una generalizada neblina de la mente. Aquel tonel tan pesado que lo atrapaba se había agrietado con el hachazo propinado por su adversario antes de caer. Y ahora volcaba su contenido sobre él, gota a gota.
Lo que caía no era brea, sino un hilillo plateado. Al descolgarse hasta su cuerpo y chocar con él se descomponía en diminutas bolas. En cada una de ellas podía ver distorsionado su rostro, presa de la angustia.
Luego, aquel derrame de metal líquido descendía hasta el fondo de la bodega y penetraba entre la zahorra, buscando donde asentarse. Era azogue. Y Sebastián sabía bien lo tóxicos que resultaban los vapores de mercurio.
Antes de que su cerebro se sumiera en la penumbra, mientras sus ideas chapoteaban, anegadas en aquellas miasmas, reparó en que estaba terminando el viaje como lo había empezado: enterrado en la misma bodega hedionda. Para eso había atravesado el Atlántico de punta a punta, leído aquella Crónica y averiguado, al fin, el nombre del asesino, cuya identidad iba a quedar sepultada con él. Digno final para un hijo del siglo del Progreso.